O'Malley's
“Buenos días, muy buenos días, queridos oyentes. Acabamos de escuchar Without you de Harry Nilson. Para quien no me conozca todavía soy Dylan Smith y os hablo desde San Diego. Es sábado 15 de mayo de 1978 y vamos a tener una mañana cargada de buena música y grandes clásicos. A continuación, vamos a escuchar una canción que Robert le quiere dedicar a su esposa, Heather, por su cuarenta cumpleaños. Muchas felicidades, Heather. Robert te quiere un montón y le gustaría que disfrutáseis juntos esta canción. Vamos, sin más dilación, con Wonderful tonight de Eric Clapton. Espero que os guste tanto como a mí…”
Lisa bebe su café a sorbos mientras escucha la canción, ensimismada. Hoy también es su cumpleaños, su treinta y nueve cumpleaños, pero sabe que Michael no va a llamar a la radio para dedicarle una canción. Sabe también que si quiere una cena especial se la tendrá que preparar ella misma. La perspectiva de pasarse la tarde de su cumpleaños cocinando un plato distinguido y horneando un pastel para luego recubrirlo de crema, le produce reflujo. Son las diez de la mañana y lleva desde las ocho en pie, ordenando la casa, recogiendo aquí y allá y haciendo la colada. Ha hecho una breve pausa para reponer fuerzas antes de ir a comprar. Michael entra en la cocina y la saca de su ensimismamiento.
—¿Hay café? —pregunta Michael a la vez que bosteza. Es un hombre de cuarenta y cuatro años, gordo, de mediana estatura y con el pelo canoso. En su juventud era apuesto y atlético, todo un portento, pero de eso no queda más que un borroso destello. Como cuando tu camiseta favorita se desgasta tras muchos lavados y pasa de ser una prenda excepcional a un trapo desteñido, estirado y lleno de bollos. Lo mismo pasa con Michael. Lisa lo observa durante unos segundos y trata de buscar en ese hombre abultado al que fue primero su amante fogoso. No queda ni rastro de él, sin duda Michael se lo ha tragado. Él se rasca el culo y vuelve a preguntar—. Cielo, ¿hay café?
Lisa lanza un suspiro resignado y contesta.
—No, no queda. —Michael la mira, desconcertado ante su respuesta y sin saber qué hacer. Por fin, Lisa añade—. Ahora preparo una cafetera.
Michael sonríe y se sienta a leer el periódico.
Lisa pasea cargada con la compra por los pasillos del mercado, pasa al lado de los puestos sin detenerse, pero sin un rumbo predeterminado, tiene la cabeza en otra parte. Oye a lo lejos a alguien llamándola. Es Betty.
—¡¡Lisa!! ¡¡Lisa!! Por el amor de Dios, Lisa, aquí, aquí— llama Betty a la vez que agita los brazos hacia arriba enérgicamente. Mientras realiza este movimiento Betty está ridícula, como uno de esos muñecos hinchables que ponen a las entradas de los concesionarios para atraer a los clientes y que se hinchan y deshinchan de manera frenética a la vez que sacuden sus brazos. Igual de ridícula que esos estúpidos muñecos que a Michael le encantan y a ella le hacen rechinar los dientes.
—Oh, Betty, eres tú. No te había visto.
—Pero bueno, Lisa, estás en las nubes. ¿Dónde tienes la cabeza? ¿Los treinta y nueve te han hecho perderla? —bromea Betty—. ¡Muchas felicidades! Espero que sigas igual de estupenda por muchos años más. —Betty se lanza a abrazarla, sin embargo, Lisa no puede corresponder el abrazo porque va cargada y se queda de pie, rígida e inmóvil como un espantapájaros. Betty por fin se separa—. ¿Tienes tiempo para tomarte un café con tu amiga en un día tan especial?
—Tengo todo el tiempo del mundo —sentencia Lisa.
Betty rebaña con la cuchara la nata que queda del trozo de pastel que han compartido.
—Mmm, estaba delicioso, ¿verdad? —le pregunta a Lisa.
—Sí, sin duda, muy bueno.
—Pero si apenas lo has probado. ¿Qué te ocurre, Lisa? Tengo la sensación de que estás en otra parte —interroga Betty.
—No me pasa nada, es solo que no he descansado bien.
—¿De verdad que solo es eso? —Betty deja caer sus gafas hasta la punta de su nariz para poder examinar a Lisa por encima de la montura durante unos segundos. Trata de escrutar a su amiga. Betty lleva unas gafas de pasta muy grandes que hacen que su cara parezca diminuta y que, sumadas al moño alto y prieto con el que se peina, le hacen parecer una chincheta, una chincheta rosa. Adora el color rosa, el color rosa y el color en general. Siempre viste blusas llenas de colores y estampados florales. El toque rosa nunca falta, en esta ocasión es la blusa, otras el pañuelo o algún broche. Es escuchimizada y bajita. En su juventud fue maestra, pero lo tuvo que dejar al casarse. Todavía conserva algunas maneras de maestra de escuela. Tiene tres hijos. Lisa y Michael no tienen hijos, lo intentaron durante un tiempo, pero sin poner mucho empeño en el asunto, por eso no lo consiguieron. Al menos eso es lo que cree Lisa. Lisa se esfuerza por sonreír para convencer a Betty.
—De verdad que sí, palabra. Estoy perfectamente bien. Ha sido estupendo compartir la mañana contigo, —le coge la mano— como siempre es un placer pasar tiempo contigo. —Ambas sonríen.
—Bueno, no te robo más tiempo, me imagino que Michael y tú tendréis algún plan especial para hoy —aventura Betty a la vez que saca la cartera de su bolso. Lisa coge unas monedas de su bolsillo y las va a poner en el platillo de la cuenta cuando Betty le coge la mano—. Deja, tonta, hoy invito yo. —Deja un billete sobre la mesa y se prepara para irse—. Ah, se me olvidaba. —Rebusca en su bolso y saca un pequeño paquete de regalo—. Toma, no es más que un detalle, lo vi y me acordé de ti.
—Muchas gracias. No era necesario, mujer. —Lisa se acerca a Betty y le da un beso en la mejilla.
Lisa entra sofocada en la cocina y apoya las bolsas con apuro sobre la mesa, al hacerlo tira una taza con restos de café sobre el periódico.
—Mierda, menudo desastre.
Se gira y coge un poco de papel de cocina para limpiar la mancha de café, al girarse tira la taza al suelo y esta se hace añicos. Se queja para sí.
—Por favor, estoy atontada.
Va a por la escoba y el recogedor y barre los trozos. Al acabar se deja caer sobre la silla. Mira durante un rato el periódico sobre la mesa. ¿Hace cuánto que no lo lee? Cuando era joven le gustaba estar informada sobre la actualidad, ¿en qué momento dejó de importarle lo que ocurre a su alrededor? ¿En qué momento? Coge el periódico y comienza a ojearlo por la sección que abre al azar. Se trata de los anuncios por palabras, está a punto de pasar la página cuando sus ojos van directos a una pequeña sección rodeada por dibujos de corazones. Comienza a leer.
“¡¡Encuentra el amor en tu ciudad!!
Paul, 21. Soy un chico joven y muy atento. Busco una chica con la que compartir las tardes. Si estás interesada responde a este anuncio.
Christie, 54. Busco un hombre apasionado con el que tener un romance de ensueño. Quiero a alguien apuesto y enamoradizo.
Charlie, 32. Soy un hombre que se atreve con todo. Estoy cansado de los noviazgos de un rato. En busca de una relación formal y duradera”.
¿Poner un anuncio en el periódico para encontrar el amor? Se sorprende Lisa. Pero, ¿qué le ocurre a la gente hoy en día? ¿Es que no saben relacionarse? En su época bastaba con ir a algún baile para encontrar pareja, conocías a alguien en los autocines, o tal vez se cruzaba en tu camino algún joven apuesto que estaba en tu ciudad por el servicio militar… A veces, a veces ni siquiera eso era necesario, salías del instituto de la mano de la persona que te acompañaría al altar. Michael y ella se habían conocido en el salón de baile al que ella y sus amigas solían ir. Recuerda lo atractivo que era Michael durante su juventud y lo bien que bailaba, sí, eso era lo que más le gustaba de él cuando lo conoció, lo bien que bailaba. «Con un hombre así a mi lado nunca voy a necesitar mirar a nadie más». Escucha a Michael eructar desde el salón, rompiendo su viaje al pasado. Como cuando suenan las doce campanadas y el hechizo de la Cenicienta se rompe, Lisa es traída de vuelta al mundo real con un sonido mucho más mundano. Continúa leyendo los anuncios.
“Marie, 45. Mujer casada y aburrida de su matrimonio busca hombre con el que poder vivir un romance. Aventurero, romántico y atrevido. Si crees que eres lo que estoy buscando, responde a este anuncio”.
¿Una mujer casada y de cuarenta y cinco años pone un anuncio en el periódico para encontrar un amante? ¿Cómo es posible? piensa Lisa. En un primer momento se queda impactada, pero al cabo de un rato se sorprende a sí misma dándole vueltas a la idea de que el matrimonio es en ocasiones como una cárcel y, ¿qué hay de malo en salir, aunque sea solo por un rato, de ella? ¿Acaso los hombres no han tenido amantes desde que el mundo es mundo? Se sorprende todavía más al darse cuenta de que envidia el arrojo de esa mujer. Se imagina a sí misma teniendo una aventura, la emoción de probar un cuerpo nuevo, el morbo de lo prohibido. Va a hacer veinte años desde que Michael y ella están juntos, dieciocho desde que se casaron. Ella nunca ha estado con más hombres, no sabe cómo es sentir el peso de un cuerpo que no sea el de su marido. De lo que está segura es de que cada año ese cuerpo pesa más y más, como si los músculos que Michael tenía de joven se hubiesen convertido en grasa que se acumula de manera grosera en su barriga.
Por la noche, después de lavarse los dientes y aplicarse sus cremas faciales, Lisa se queda un rato analizando su rostro frente al espejo. Lo examina con detenimiento en busca de una nueva arruga que delate que ha cumplido un año más, que la próxima cifra que cumplirá ya no irá precedida de un tres sino de un cuatro. Nada nuevo. Le sientan bien los treinta y nueve, piensa. Le sientan bien los treinta y nueve. Se ve radiante y luminosa. Se desabrocha la bata y observa también su figura en el espejo, el camisón deja al descubierto sus piernas y se pega a su cuerpo dibujando sus formas. Se pone crema en las piernas y sale del baño. Michael ya está en la cama, tiene la lamparita de su lado encendida mientras hojea una revista. Al ver a Lisa apoya la revista sobre la mesilla.
—Si que has tardado en el baño —comenta Michael.
—Estaba echándome mis cremas.
Michael abre el cajón de su mesilla y saca un paquete de regalo.
—¿No pensarías que me había olvidado de tu cumpleaños? Felicidades, cielo –comenta a la vez que le da el paquete. En sus ojos se puede ver que está emocionado con el regalo—. Vamos, ábrelo.
Lisa abre el paquete y se queda con el regalo en la mano, desconcertada.
—¿Un cenicero? ¿Es un cenicero? —pregunta Lisa sin comprender.
—Es un cuenco para las llaves con forma de corazón —explica él. Lisa repite la misma frase, incrédula y sin acabar de comprender.
—¿Un cuenco para las llaves con forma de corazón?
—¡Sí! Eso mismo. ¿Te gusta? En cuanto lo vi dije «tengo que comprarlo para mi mujercita». ¿No es el regalo perfecto? Como siempre te estás quejando de que no encuentras las llaves… —Michael continúa con la explicación de dónde y cómo lo ha comprado, pero Lisa deja de escuchar y se pierde en sus pensamientos.
Lisa está sentada en la cocina con el periódico sobre la mesa. En la cubierta se lee «31 de mayo de 1978. Los precios del petróleo se disparan alcanzando máximos nunca vistos». Es viernes por la mañana y Michael está trabajando. Junto al periódico tiene papel y boli. Mira el periódico fijamente mientras se muerde los labios, lo abre, lo vuelve a cerrar, se levanta y se apoya en la silla mientras sigue mirándolo. Se vuelve a sentar y lo abre por la página de los anuncios por palabras. Niega en voz alta.
—¡No! ¿Qué se supone que estoy haciendo?
Agita un pie, sin parar, incansable, como si estuviera frente a un millón de personas y su misión fuese azotar el pedal del bombo de la batería para que guitarra, bajo y cantante mantengan el ritmo. Se levanta, coge un vaso de agua, se lo bebe de un trago y se vuelve a sentar. Repasa durante unos minutos los anuncios por palabras. Coge el boli y comienza a escribir, tacha lo que ha escrito, coge otro papel, escribe otra vez, vuelve a tachar. Repite el proceso varias veces. Se siente ridícula, se ríe en voz alta como solo lo haría alguien que sabe que está haciendo algo malo y que en lugar de sentirse mal por su conducta, siente pudor. Por unos instantes vuelve a su adolescencia, nota como se le encienden las mejillas. Repasa una y otra vez lo que ha escrito. Suena un ruido cerca de la puerta principal, coge los papeles y el periódico y los esconde bajo el fregadero corriendo. Al darse cuenta de que el ruido ha sido en la calle coge el periódico, rompe los papeles y los tira a la basura.
Lisa está tumbada en la cama, leyendo un artículo de una revista de moda sobre cómo mantener la piel brillante antes de irse a dormir. Relee una y otra vez la misma línea, no consigue concentrarse, tiene la cabeza en otra parte. Michael sale del baño y comienza a preparar la ropa para el día siguiente. Lisa lo escruta durante unos segundos, lleva una camiseta interior blanca de tiras metida por dentro del slip, también blanco. ¿Por qué lleva la camiseta metida por dentro de la ropa interior? ¿Es que tiene frío? Y si tiene frío, ¿por qué no se pone unos pantalones? ¿Quién se mete la camiseta por dentro de la ropa interior? Resulta grotesco. Es grotesco. «Siempre te voy a desear, no importa que pasen los años». Si conociese a Michael ahora, ¿se enamoraría de él? Realmente, ¿está enamorada de él? Siente una pequeña contracción en su cabeza, ¿en serio se ha hecho esa pregunta? Un sofoco le sube por todo el cuerpo hasta instalarse en su cabeza, aturdiéndola. Siente que se le hace un nudo en el pecho y comienza a marearse, el rostro se le desencaja levemente. Michael termina de elegir la ropa, coloca por último la corbata y, al girarse, descubre la escena.
—¿Estás bien, cielo? —pregunta Michael mientras se recoloca la camiseta, metiéndola bien por dentro del slip—. Cariño, ¿te pasa algo?
Lisa consigue salir de su abstracción, pero apenas puede juntar un par de palabras.
—¿Qué? Sí, sí, estoy. Estoy bien.
—¿Seguro? —insiste Michael—. No tienes buena cara. Parece que hubieses visto un fantasma. —Michael se acerca a ella—. Estás sudando, cielo.
—Es que tengo… Me… me ha dado un sofoco.
—¿Por qué no vas a la cocina y bebes un poco de agua?
—Sí, sí… —Lisa se levanta, turbada, y abandona la habitación.
Lisa y Betty están sentadas en la peluquería, una junto a la otra, esperando a que sus peinados se fijen con los secadores de casco sobre sus cabezas. Betty hojea revistas sobre los últimos escándalos de los famosos. Lisa mantiene las manos en alto, inmóviles y rígidas, le acaban de pintar las uñas y no quiere que se le estropeen. Betty devora con avidez los chismes sobre la vida personal de otros.
—Madre mía, Lisa, la gente está fatal. ¿Te has enterado de la última…? —comienza a preguntar Betty sin que le dé tiempo a acabar la frase, pues Lisa la interrumpe.
—Vamos, Betty, eso no son más que engaños y mentiras. Un grupo de periodistas morbosos rebuscando en la basura de las estrellas hasta conseguir un supuesto escándalo. En la vida real no ocurren esas cosas —comenta Lisa distraída mientras mira el color de sus uñas—. ¿Habré elegido bien? ¿No será un color muy atrevido? Quizás le puedo pedir que me lo cambie.
Ahora es Betty la que se muestra despistada, no quita la mirada de encima de una mujer que se encuentra en la calle de enfrente esperando un taxi.
—Betty —interpela Lisa—, Betty, ¿me estás escuchando? Te digo que qué opinas del color de mis uñas.
Betty se ha quedado enganchada en el tema anterior.
—¿Que esas cosas no ocurren en la vida real? ¿Ves a la mujer de la acera de enfrente? A la joven del vestido de rayas —pregunta Betty a la vez que señala con la cabeza—. Vive en el edificio de al lado del mío, hace un mes que dejó a su marido, lo largó de casa y ahora vive en su antiguo piso con su amante. ¿Te lo puedes creer? Una mujer que tiene un amante y echa a su marido de casa para vivir su romance. Eso sí que es un escándalo. Y no es ninguna mentira, te lo digo yo, que lo sé de primera mano.
—Pero, ¿esa no es la mujer que lleva la floristería de tu barrio?
—La misma —confirma Betty.
—Pues se la ve bien —comenta Lisa mientras la repasa de arriba a abajo—. Se la ve muy bien. Está muy cambiada. Parece que le ha sentado bien tener una aventura.
—Pero bueno, Lisa —responde Betty sorprendida—. ¿Cómo le va a sentar bien a alguien comportarse mal?
Ambas estudian a la mujer con atención.
—Es verdad que se la ve bien —añade Betty.
—Muy bien.
—Tal vez sea eso lo que nos hace falta a nosotras —bromea Betty mientras vuelve a hojear la revista.
Lisa no despega la vista de la mujer.
Lisa está en la mesa de la cocina escribiendo algo, garabatea, tacha, vuelve a comenzar. Repasa el texto una y otra vez, no le convence, duda. Sobre la mesa hay una botella de vino y una copa. Deja el papel, coge la copa, da un sorbo y su mirada se pierde en el infinito por unos segundos. Vuelve a beber mientras se devana los sesos. Se le iluminan los ojos. Apoya la copa. Tacha lo escrito y desecha la hoja. Coge una nueva, agarra con firmeza el boli y se pone a escribir, esta vez sin dudar. Observa complacida el resultado, lo lee en voz alta para asegurarse de que no suena estúpido.
—Michelle, 39. Soy una mujer casada y aburrida, con ganas de vivir y disfrutar. Busco un hombre aventurero y apasionado. Si te gusta bailar, bañarte desnudo en el mar y leer poesía de madrugada, responde a este anuncio. Nos fugaremos juntos.
Coge la copa de vino y la acaba de un solo trago. Mete el papel en un sobre, busca debajo del fregadero, coge un periódico que abre por la sección de anuncios por palabras y copia una dirección en la carta. Se guarda el sobre en el delantal, emocionada, más tarde lo llevará a un buzón del servicio postal. Comienza a recoger las cosas de encima de la mesa y las guarda meticulosamente, como un asesino que repasa el lugar del crimen y se asegura de no dejar ni una sola prueba.
—¿Cuándo acabes con el periódico me lo podrías dejar? —pregunta Lisa a Michael tratando de parecer distraída mientras corta unas verduras para el asado que está a punto de meter en el horno. Se seca el sudor de la frente con el dorso del brazo y continúa con su tarea, como si nada. Michael, que está sentado en la mesa de la cocina repasando la sección de noticias internacionales, responde sorprendido.
—¿Desde cuándo lees tú el periódico?
Lisa se gira como un resorte, indignada.
—Antes lo leía siempre.
—Antes —reafirma Michael—, tú lo has dicho, hace años que no te veo coger un periódico.
—Me gusta mantenerme informada —comienza Lisa, sin embargo, cambia de idea—, de todos modos no es para leerlo. Me ha contado Betty un truco para limpiar los cristales usando papel de periódico. Dice que quedan impolutos. Me gustaría probarlo con las ventanas del salón —explica un poco apurada.
—Ah, claro. En cuanto acabe te lo doy.
Cada noche, cuando Michael ya se ha dormido, Lisa va a la cocina y devora con avidez la sección de anuncios por palabras como si fuese a encontrar entre sus líneas la fórmula para curar una enfermedad terminal que la apaga día a día. Cada noche, Michael le deja religiosamente el periódico sobre la mesa de la cocina para que pueda usarlo en sus “labores de limpieza”. Según pasan los días, Lisa pierde un poco la esperanza, pero la llama no se apaga por completo y sigue revisando una y otra vez por si apareciese una respuesta. No es hasta dos semanas después que encuentra lo que tantas noches se ha quedado buscando:
“Max, 40. Querida Michelle, creo que llevo esperándote toda la vida. Me encantaría bailar contigo, bañarnos juntos en el mar sintiendo el roce de las olas en cada una de las partes de nuestros cuerpos y leer poesía aderezada con una botella de vino. Nos vemos en el O'Malley's dentro de una semana, a las 21 P.M. Llevaré un sombrero verde. Ven preparada para empezar de cero”.
Lisa repasa una y otra vez el anuncio. Antes de volver a la habitación, lo recorta meticulosamente y lo guarda en su cartera.
Lisa camina por toda la casa, de un lado para otro, moviendo sus piecitos con rapidez, como si se olvidara de algo y no supiera el qué. Va a la habitación y revisa la pequeña bolsa de viaje, ha metido en ella los vestidos nuevos que se ha comprado, tres camisones, otro par de zapatos, sus cosas de aseo y el perfume. Vuelve a caminar por la casa de adelante para atrás. Va al salón y rebusca al fondo de un armario hasta dar con una pequeña caja de latón. Al sacarla arrastra un álbum de fotos que cae al suelo, abriéndose por la mitad. Lo recoge y revisa las fotos. Michael y ella cuando empezaron a salir, Michael y ella de viaje por la costa, en un parque de atracciones, con amigos, el día de su boda… Examina las fotos con una mezcla de culpabilidad y pena. No puede evitar preguntarse si estará tomando la decisión correcta. Al mediodía, durante el almuerzo, le pareció que Michael estaba más atractivo, lo veía envuelto por un aire de familiaridad que realzaba los rasgos que en su juventud le gustaban de él. Se sorprendió varias veces mirándolo. Sin embargo, la decisión ya estaba tomada. Solo eran los típicos nervios de cuando te lanzas a por algo nuevo. Como cuando llevas semanas deseando probar un nuevo corte de pelo porque te parece que tu peinado no tiene forma ni gracia y, de repente, el mismo día antes de ir a la peluquería, te queda con un volumen increíble. Es lo mismo, el miedo al cambio. Pero el cambio, muchas veces supone una mejora.
Guarda el álbum familiar y coge de la caja de latón una pequeña cantidad de dinero que lleva ahorrando durante años para alguna posible emergencia. No se trata de una emergencia, pero… O tal vez sí, ¿acaso estar atrapada durante años en una rutina aburrida y mortecina no es una emergencia? Vuelve a la habitación y guarda el dinero en uno de los bolsillos interiores de la bolsa de viaje. Se dirige al espejo, se arregla la ropa y el pintalabios. Coge la bolsa y antes de salir por la puerta da un pequeño paseo por la casa a modo de despedida. Se detiene frente a una foto de Michael, besa su mano y la pone sobre la cara de él. Agradece que hoy haya tenido la reunión trimestral de ventas que siempre se alarga hasta la noche, si tuviese que despedirse de él en persona, quizás no conseguiría irse. Deja una carta sobre la mesa de la cocina y cierra tras de sí.
Lisa llega a la puerta del O'Malley's y se detiene durante unos segundos. Su respiración se ha acelerado, duda si entrar o volver a casa. Finalmente decide empujar la puerta y entrar. Se queda parada y realiza un barrido rápido con la mirada en busca de un hombre con un sombrero verde. Lo encuentra en una mesa, al fondo del bar, sentado de espaldas a ella. A medida que se acerca, su corazón late con más fuerza. Cuando ya casi ha llegado, le parece percibir un olor conocido. El hombre del sombrero verde, al sentir su presencia cerca, se gira. Ambos se reconocen y se quedan desconcertados, sin saber qué decir.
—¿Lisa? —pregunta él.
—¿Michael? —contesta ella.
—¿Cómo es posible?
Ambos estallan en una sonora carcajada.
—¿Así que tú eres Michelle? —pregunta Michael entre risas.
—Y me imagino que tú eres Max —responde Lisa.
—En todos estos años nunca me has dicho que te gustase la poesía —apunta Michael.
—Ni tú a mí que te gustase sentir el roce del mar en tu cuerpo desnudo —señala Lisa antes de romper de nuevo a reír. Los dos ríen durante unos segundos. De golpe, Michael se pone serio y pregunta con aire solemne.
—¿Tan aburrida estás ya de mí?
Lisa responde con firmeza, pero sin intenciones de reprochar nada.
—Parece que lo mismo que tú de mí.
—¿Volvemos a casa, cielo?
—Por supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.