jueves, 29 de mayo de 2025

Relato 1.1: Haydeliz Ramírez

Cuando Santa vino con los Reyes

Navidad y muerte inesperada (2007-2008)

Ocurrió hace diecisiete años, en una Navidad puertorriqueña llena de monotonía. Recuerdo con ilusión estar abriendo los regalos junto a mi hermano y mis primos en casa de mis abuelos maternos en Cabo Rojo, el pueblo del pirata Cofresí, como le llamaban algunos. Los adultos conversaban, preparando la mesa, mientras la abuela terminaba de darle los últimos toques a su manjar de manjares: el sancocho. Mi madre se acercó para tomar la gran olla y llevarla a la mesa, y mi padre había salido a fumar para hablar con mi abuelo. Fue entonces cuando mi tío salió en busca de ellos. Era la primera vez que la familia se reunía para unas festividades después de tanto tiempo, ya que los nietos recibimos bicicletas de regalo por parte de Santa Claus.

—Los Reyes Magos han llegado esta vez acompañando a Santa Claus. —Su voz sonaba dulce, casi mágica.

Los cuatro nietos nos miramos antes de tomar el segundo regalo que mi abuela nos entregaba, esta vez de parte de los Reyes.

Hoy me cuestiono si fue correcto que los adultos permitieran aquella acción.

En fin, la cena comenzó. La abuela nos sirvió a cada uno su porción de sancocho, acompañada de un refresco. Los adultos conversaban sobre el trabajo. El tío comentaba sobre algunos casos policiales en el área metropolitana (cerca de San Juan, la capital). Mis padres hablaban del almacén y de la sucursal del supermercado (Mr. Special) en el que trabajaban. Nosotros, los nietos, nos sumergimos en la comida, disfrutando de aquel platillo que podíamos comer una y otra vez sin cansarnos, siempre y cuando fuera preparado por ella. Como buen glotón que soy, al terminar, fui a pedirle más a la abuela, pero, para mi desgracia, ya se había acabado.

Unos días pasaron, y todavía no llegaba la despedida de año. Estaba en mi casa, junto a mi hermano y mi madre, viendo alguna película. Al finalizar, comenzó a transmitirse un programa —no recuerdo cuál— en el que presentaron a una vidente. Esas que dicen lo que deparará el próximo año.

—El próximo año traerá consigo mucha muerte.

De todo lo que dijo, es la única frase que recuerdo con claridad. Mi mente de niño pensó inmediatamente en mi abuela materna. Deseé y recé con todas mis fuerzas para que ella no fuera una de las víctimas de la muerte que anunciaba ese nuevo año que se avecinaba.

Finalmente llegó la despedida de año. A pesar de celebrarlo en casa, vestidos con ropa elegante, a mi hermano y a mí siempre nos emocionaba elegir nuestra vestimenta. Mi padre, como todos los años, estaba sentado en el balcón, disfrutando de su trago habitual: Don Q Crystal con Coca-Cola. Mi madre ya se había terminado de arreglar, pero había decidido abandonar la idea de ir a casa de mis abuelos maternos debido a lo avanzada de la hora.

Al otro día, ya era Año Nuevo: un nuevo año, el 2008.

Mi hermano y yo nos levantamos temprano, como de costumbre. Eran las siete de la mañana cuando comenzamos a ver el maratón de Los Picapiedra. Pasaron unas horas hasta que pudimos escuchar el llanto desgarrador de nuestra madre. Ambos, sin saber qué hacer, nos acercamos a la sala, donde alcanzamos a ver —a través de la puerta— la patrulla de mi tío. Intenté preguntarle qué sucedía, pero mi hermano se había adelantado. Solo vimos a nuestra madre irse, y me giré hacia nuestro padre, quien nos abrazó antes de hablar con tristeza.

—Abuela Elizabeth murió…

Los gritos sollozantes de mi hermano se hicieron presentes, negando la realidad que se le imponía. Un niño de diez años al que la vida le arrebataba su todo. Yo, en cambio, quedé inmóvil. No supe cómo reaccionar, más allá de llorar en silencio.

La noticia se fue extendiendo, llegando a oídos de mi familia paterna, quienes acogieron a mi hermano y a mí mientras mi padre acompañaba a mi madre en los arreglos fúnebres de mi abuela.

Silencios y mentiras necesarias

Pasaron tres días. Un cuatro de enero se celebró su acto fúnebre en Cabo Rojo. Recuerdo a abuelo Sebastián, con los ojos llenos de lágrimas, sentado cerca del ataúd de abuela. Cuando llegaron mis primos, mi madre me pidió que saliera junto a mi hermano.

—¿Qué pasó con la abuela? —preguntó Mateo con tono inocente. 

Su hermano mayor lo abrazó antes de responder:

—Abuela Elizabeth se fue de viaje y no regresará en mucho tiempo. —Fue todo lo que se le ocurrió decirle.

A pesar de que el pequeño de tres años nos miró, yo solo pude respaldar la mentira con una sonrisa.

Al día siguiente fue el entierro. Mi madre no nos permitió asistir, pues sentía que sería un evento traumático tanto para mi hermano como para mí, que apenas tenía ocho años. Ese día lo pasé en la mesa del comedor de la niñera, en un silencio absoluto.

Cicatrices invisibles

Pasaron unos días y le recomendaron a mi madre que nos llevara a terapia psicológica.

—¡El que debía haberse muerto era él, no ella!

Recuerdo vívidamente ese grito de mi hermano, uno lleno de resentimiento y dolor. No era ningún secreto que abuelo Sebastián no era una blanca paloma con abuela Elizabeth, y mi hermano siempre se consideró su guardián, defendiéndola constantemente de él. A diferencia de mi hermano, que necesitó alrededor de diez sesiones, a mí me bastaron dos, ya que no hablaba mucho y decían que era por mi timidez al hablar con desconocidos.

Un mes pasó, y febrero llegó. Estaba cursando el tercer grado de la escuela elemental (primaria). No recuerdo bien de qué discutía con Paul, pero sí sé que lo estábamos haciendo dentro del salón.

—Al menos mi abuela no se ahorcó.

Fue la manera burlona de Paul de defenderse ante la situación. Obviamente, le respondí hasta que la maestra nos mandó a tomar asiento. Mi madre me había dicho que la abuela había muerto de un ataque al corazón, no por haberse ahorcado. Por más que intenté no dejar que ese comentario me afectara, terminé el día preguntándole a mi madre si era cierto que ella había muerto de un ataque al corazón. Ella me aseguró que sí, con una sonrisa.

Gracias al internet, aprendí a una temprana edad lo que significaba ahorcarse.

Cada año, el día de Despedida de Año, siempre le preguntaba a mi madre si no me estaba mintiendo sobre la muerte de mi abuela. Aunque ella siempre negaba haberme mentido, muy en el fondo sabía que lo hacía.

No fue hasta que cumplí quince años que tuve una discusión fuerte con mi madre.

—Aquí, tu opinión no vale nada.

Fueron esas palabras las que me llevaron a hablar solo lo necesario en casa. Fue una época en la que me encerré en mi mundo —mi cuarto— para evitar ser herido. Se convirtió en una etapa difícil de mi adolescencia, donde la vida misma me empezó a dar igual. Fue entonces cuando comencé a buscar información relacionada con el suceso de la muerte de mi abuela.

En el proceso, descubrí que temía el dolor físico, y las pastillas se convirtieron en un gran aliado para evitarlo.

Hasta que llegué a mis dieciséis años. Recuerdo haber acompañado a mi madre al salón de belleza para su habitual alisado. Para entonces, solía vestir sudaderas o abrigos, a pesar del calor caribeño. Todo sacrificio valía la pena si podía ocultar las marcas de mis muchos intentos. Un descuido fue suficiente para que, en la sala de espera, mi madre tomara mi muñeca, alzara la manga y viera algunas recientes, otras ya cicatrizadas.

—¿Qué hice mal como madre para que me hagas esto?

A pesar de que su voz sonaba serena, había un deje de tristeza que la acompañaba. Ni siquiera supe cómo responder a su pregunta, porque el problema era yo, no ella. Quise aclararlo, pero al final me quedé en silencio.

Las tres psicólogas y Nicolás

Cabe añadir que, aunque no recuerdo con exactitud si esto ocurrió antes o después de la cita con la psicóloga, hubo un suceso con Nicolás, mi mejor amigo. Al enterarse de lo que me hacía, no se enojó, pero sí me hizo sentir la impotencia que estaba experimentando. Lo noté mucho más pendiente que de costumbre de lo que hacía o dejaba de hacer. Y luego llegó ese día, el día en que vi marcas en sus antebrazos, similares a las mías.

—¿Te gustaría que yo también lo empezara hacer? —Preguntó Nicolás, su voz cargada de una mezcla de preocupación y desesperación

Más que un chantaje, esa pregunta me la tomé como una amenaza. Sabía hasta dónde podía llegar Nicolás para hacer que yo compartiera su sufrimiento. Lo sentí como un: "veamos quién se destruye primero." No era en vano que nos conociéramos desde los nueve años. Fue por eso que, de alguna manera, esa pregunta se convirtió en la razón número uno por la cual dejé de crearme marcas.

Las sesiones con la psicóloga comenzaron poco después de que mi madre se enterara. A través de una amiga, logró conseguir la cita rápidamente.

—¿Qué te llevó a querer seguir los pasos de tu abuela? —Preguntó la psicóloga con tono suave, observando atentamente mi reacción.

Me tomó por sorpresa esa pregunta. No sabía qué responder, ni cómo abordar lo que realmente sentía en ese momento.

—Si ella pudo hacerlo, ¿por qué yo no?

Le respondí con un tono cargado de ironía y frustración. Pensaba que mi temor al dolor no debería ser un obstáculo, pero al mismo tiempo, llegué a considerarme un cobarde por no poder seguir los pasos de mi abuela. Ella continuó haciéndome preguntas, hasta que al final de la sesión me dio un diagnóstico: distimia. Según me explicó en ese momento, era una forma de depresión leve que podía durar ciertos periodos del año, aunque su duración variaba. En mi caso, solía aparecer a partir de diciembre y podría extenderse hasta febrero, o incluso hasta agosto.

Cuando cumplí dieciocho años, las sesiones continuaron siendo mensuales, hasta que tuve que cambiar de psicóloga debido al trabajo y la universidad. Además, decidí solicitar el servicio de la misma universidad, ya que en un punto sentí que escuchaba más sobre su vida que ella sobre la mía. Era como si, en algún momento, los papeles se hubieran invertido.

Con la segunda psicóloga, hablar se volvió más ameno. Tal vez fue gracias a la primera, que me enseñó a dialogar sin miedo sobre lo que pensaba.

—¿Tu abuela fue cobarde o valiente? —Preguntó, con su tono lleno de curiosidad.

Mi respuesta, tanto en aquel entonces como hoy, sigue estando dividida. Por un lado, se podría decir que fue cobarde por no enfrentar la vida, pero por otro, fue valiente, pues no todos tienen la determinación de decidir hasta qué punto desean vivir. Al final, no hay una respuesta correcta o incorrecta en ese asunto.

Ese mismo día, al llegar a casa —aprovechando que ya tenía la mayoría de edad—, le volví a hacer la pregunta a mi madre:

—¿Cómo murió abuela?

Ella guardó silencio, pero finalmente me dijo:

—Me llevó diez años asumir que mi propia madre había decidido quitarse la vida.

Ahí comenzó a explicarme que, en la autopsia, se había determinado que ella llevaba muerta desde el treinta y uno de diciembre, a las cuatro de la tarde, y que abuelo Sebastián la encontró el uno de enero, a las diez de la mañana, convirtiéndose en la primera muerte registrada del 2008. Me contó más detalles sobre cómo la encontraron —parte que no narraré aquí—, sobre el dinero que dejó para mi madre, enganchado en su ropa, y una carta dirigida a mi hermano.

La parte más difícil fue cuando tuve que decírselo a mi hermano. No quería que mi madre tuviera que desmoronarse de nuevo. A pesar de mi reticencia a contárselo, él lo tomó con bastante tranquilidad y entendió el motivo por el cual nuestra madre nos había mentido durante todos esos años.

Ni siquiera ella podía asumir que su madre se había suicidado; le resultaba más fácil decir que había sufrido un ataque al corazón.

Recordé que en 2014, mis padres se separaron durante aproximadamente un mes debido a la infidelidad de mi padre. Cuando ambos decidieron retomar la relación, mi hermano no se sentía cómodo con ello. A comienzos del primer semestre del segundo año, mis padres se separaron nuevamente, con miras al divorcio.

—No queremos que te pase lo mismo que a la abuela.

Salió de la boca de mi hermano mientras mi madre conducía un tranquilo domingo rumbo a visitar a abuelo Sebastián. Nuestro mayor miedo era ese: que al regresar con nuestro padre y notar que él no había cambiado en absoluto, terminara quitándose la vida. Abuela Elizabeth, al descubrir la infidelidad de abuelo, comenzó a vivir con nosotros, pero tres meses antes de morir, regresó con él, ya que él le juró que había cambiado. Mi madre, con una sonrisa tranquilizadora, nos aseguró que no sería capaz de dar su vida por un hombre.

Universidad y escritura como catarsis

Después del divorcio, continué lidiando con la distimia durante mi época universitaria, y a esto se le añadió un cuadro de ansiedad que poco a poco comenzó a afectar mi piel. Recuerdo que, en el segundo semestre de mi segundo año, me topé con el ex de una amiga, Thiago. Resultó que ambos estábamos en la misma carrera, aunque él se encontraba un año por encima de mí. Por alguna extraña razón, mientras esperábamos el transporte para que nos llevase al edificio donde teníamos un taller de escritura creativa, me comentó que mi amiga le había hablado sobre la muerte de mi abuela.

—Hace un año, mi padre murió de la misma manera que tu abuela.

Comenzó a decírmelo, dejándome sorprendido. Un director de escuela superior (preparatoria) había decidido acabar con su vida. No sé si fue el hecho de que ambos compartíamos un dolor similar, pero terminamos volviéndonos amigos.

Añadiendo que, en el taller —de escritura, como había mencionado antes— en el que nos encontrábamos, me ayudó bastante a definir mi manera de escribir. Irónico y satírico fue como aprendí a escribir sobre el suceso de mi abuela para apaciguar, con los años, el dolor.

—Tu relato, Grandes noticias, termina con un tono irónico que desdibuja todo el dolor que el protagonista está sintiendo, haciéndolo parecer perverso ante el tema. —Fue lo que me comentó la profesora encargada del taller.

Grandes noticias” fue uno de los primeros relatos —luego incluido en una antología de crónicas creativas— que comencé a escribir para liberar la carga de los pensamientos obsesivos que llegué a tener sobre la muerte de mi abuela. En cierto punto, lo que más me abrumaba era no saber qué estaba pensando ella en ese momento. A eso se sumaron más noticias de muerte (suicidios) de otros familiares. Pero, por decirlo de alguna forma, no me hicieron sentir ese vacío que me dejó el de mi abuela. Uno de ellos ni siquiera lo conocía, y con el otro, aunque lo traté, nunca sentí un vínculo real.

Tras terminar la universidad, nuevamente tuve que cambiar de psicóloga, ya que al ser exalumno, ya no me permitían acceder a los servicios psicológicos que ésta ofrecía. Lo más estresante de cada cambio era que debía empezar de nuevo, por decirlo de alguna manera. Explicarle a la nueva profesional todo desde el principio: lo de mi abuela, lo que hice en mi adolescencia… en fin, volver a abrir cada capítulo.

Con la tercera psicóloga, aunque me diagnosticó lo mismo, depresión (distimia) y ansiedad, esta vez me explicó que la depresión que tenía era estacional, ya que observó el patrón: al inicio del invierno comenzaba el cuadro depresivo, el cual solía durar los tres meses de esa estación.

—La depresión no es completamente hereditaria, pero tienes un historial familiar bastante largo de eso.

Recuerdo que, tras esa frase de la psicóloga, comencé a darme cuenta de que la mayoría de los suicidios provenían de mi familia materna. Aunque algunos ocurrieron en la familia paterna, eran muy escasos, siendo mi abuela una de las que tocó fondo, por decirlo de alguna manera.

Pasaron los años y llegamos al 2022. Una ruptura en la relación amorosa de mi hermano nos hizo revivir la pesadilla de la abuela. Un bisturí mal colocado, por mi parte, en su habitación, provocó que la sangre manchara el suelo y las paredes. Nunca voy a poder recordar de dónde saqué tanta fuerza para abrir la puerta de su habitación y verlo todo cubierto de sangre.

—Ahora entiendo por qué abuela lo hizo… Es un dolor asfixiante…

Las palabras de mi hermano solo hicieron que sintiera culpa y tristeza. Era mi culpa que se hubiera hecho daño; era mi bisturí de arte que dejé mal colocado. Él no tenía la culpa, solo yo. Nunca había experimentado el dolor de una ruptura, así que nunca pude ponerme en los zapatos de ninguno de los dos. Para mí, el modo en que mi madre manejó su divorcio con mi padre fue lo más racional que había visto. Sin embargo, mi error fue pensar que mi hermano sería igual de racional.

Verdades y reconciliaciones

En 2024, se cumplieron dieciséis años desde su muerte. Buscamos a mi abuelo y fuimos a misa, como todos los años, aunque este se sentía diferente. Luego fuimos a almorzar antes de visitar su tumba. Al llegar al cementerio, decidimos limpiar su tumba. Fue entonces cuando comencé a desahogarme en silencio. Le hablé sobre el diagnóstico de cáncer de mi padre, la hospitalización de mi abuela materna, el regreso de mi hermano para terminar su grado en enfermería después de un año de descanso, y mi regreso para terminar la maestría, además de otras cosas que prefiero no mencionar. En fin, le mostré mis cicatrices y errores, solo para poder continuar y dejarla descansar en paz —por ahora—.

            Porque al final… más que superarte, simplemente aprendí a vivir con tu ausencia, cargándola como una parte más de mí.

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