Pérdida total
Un 29 de junio de 2021, un martes laboral cualquiera para Albert. Había llegado a la misma hora de siempre, a las tres de la tarde. Le tocaba cerrar como todos los martes, viernes y algunos sábados en Moca, la capital del mundillo.
Un municipio autónomo de Puerto Rico ubicado en la parte noroeste de la isla, con sus calles tranquilas y su gente acostumbrada al ritmo pausado de la vida isleña, lejos del bullicio del área Metropolitana.
La oficina médica donde trabajaba estaba abarrotada de personas. El doctor Alexis Mirlo era uno de los pocos oncólogos-hematólogos que no se había ido para el área Metropolitana —la capital— de la isla o a Estados Unidos a ejercer. Su presencia era casi un acto de resistencia, de compromiso con la comunidad local, que luchaba contra la enfermedad con recursos limitados y esperanza incansable.
Apenas se habían visto doce pacientes de los treinta que era el total programado para ese día. José Manuel —uno de los compañeros de trabajo de Albert— estaba terminando de atender una llamada con voz calmada pero atenta, mientras revisaba rápidamente unos expedientes sobre el escritorio. La tarde se hacía larga, y el cansancio comenzaba a notarse en el ambiente cargado de murmullos y el vaivén de personas entrando y saliendo.
Albert respiró hondo y se preparó para lo que aún quedaba por delante, consciente de que en esos momentos, más que un trabajo, era un pequeño engranaje en la batalla diaria contra el tiempo y el dolor.
—Habían treinta y dos, pero el doctor nos dijo que les cambiáramos la cita para otro día.
—Mientras no sea para sábado.
—Bueno, era lo que había. —Se excusó con una sonrisa.
Albert resopló. Se sentó en la silla de la recepción sin comentar nada.
—Oye, ¿te acuerdas de Victoria? —Volvió a hablar José Manuel.
—Ajá. —Sin interés.
—El hermano llamó hoy por la mañana de que se murió ayer.
—Diantre, tan joven. —Buscó en sistema a la paciente y se percató que había asistido a su cita el viernes—. Ella era la que estaba decaída esperando, ¿verdad?
—Sí, al parecer el cáncer la tumbó en una depresión. Por eso no aceptó que le dieran quimioterapia.
—Y de su decisión duró tres días.
—En fin, así es esta profesión.
José Manuel se fue a las seis y media de la tarde, cansado pero satisfecho con el trabajo realizado. Su jefe, sin embargo, seguía adelante con los casos que había dejado pendientes. Había avanzado con todos los pacientes que solo requerían atención hematológica, pero todavía le quedaban seis casos de oncología por atender. Además, tres pacientes habían cancelado sus citas, pues les era imposible conducir durante la noche. Con paciencia y dedicación, fue atendiendo a cada paciente en intervalos de media hora, asegurándose de no dejar ningún detalle sin revisar. Finalmente, culminó con todas las consultas a las nueve y media de la noche, agotado pero con la tranquilidad de haber cumplido con su responsabilidad.
—¿No estudiaste verano? —preguntó el médico de la nada.
Mirlo seguía tecleando en su computadora, concentrado en terminar unas facturas del hospital. Sus dedos se movían con rapidez sobre el teclado, mientras su mente repasaba mentalmente cada detalle para evitar errores. La luz tenue de la pantalla iluminaba su rostro cansado, que reflejaba la exigencia de un día largo y lleno de responsabilidades. A pesar del cansancio, el doctor mantenía la disciplina y el compromiso con su trabajo, sabiendo que cada cifra y documento debía estar en orden para que la atención a sus pacientes no se viera afectada.
—No porque las clases que me faltan solamente las dan en semestre.
—¿Excusas? —Usó un tono burlón en la pregunta que hizo que Albert se limitara a sonreír.
—Iré a cuadrar lo de hoy.
Volvió al frente para verificar que los superbills —las facturas de servicios médicos— estuvieran completos y en orden. Aprovechó para contar el dinero de la cartera, separando el petty cash destinado para el día siguiente de trabajo. El resto del dinero lo guardó cuidadosamente y se lo entregó al doctor, asegurándose de que todo estuviera en perfecto estado antes de cerrar.
—¿Y cuánto le queda a tu hermano para graduarse de enfermería?
Alexis apagó la computadora y comenzó a recoger sus cosas. Albert, con sus pertenencias en mano, estaba recostado en el umbral de la puerta, observando el silencio que empezaba a instalarse en la oficina.
—Entiendo que ya no le queda mucho.
—Así lleva desde el año pasado, ¿no?
—Lo que pasó fue que los primeros dos años, él solamente estudió cuatro clases por semestre. —Comenzó a apagar las luces de las demás habitaciones—. Mami no podía pagar lo que no le cubría la beca. Con todo y eso, eran ochocientos por cada semestre.
—¿En qué universidad era que él estaba?
—En la Antillean.
La Universidad Adventista de las Antillas es una universidad privada que se destaca por las ramas de la enfermería y de los terapeutas. Ubicada en Mayagüez —Arriba—, la ciudad de las aguas puras. Un municipio autónomo costero de Puerto Rico ubicado en la región oeste de la isla.
La conversación terminó después de que cerraron la oficina y cada uno se dirigió a su respectivo vehículo. El rugido del motor de la Jeep Rubicon de su jefe hizo que Albert bajara el cristal de su carro, atento al sonido familiar que rompía la quietud de la noche.
—Sal tú primero para poder cerrar los portones con el bíper.
Albert le hizo caso. Salió del estacionamiento y condujo por una intersección hasta subir un puente e incorporarse a la carretera PR-2.
También conocida como la número dos o la militar por sus habitantes, es la carretera estatal más larga y transitada de la isla.
Llamó a Isabella, su madre, mientras conducía por las calles ya semi vacías. En la primera llamada, ella le colgó sin mediar palabra. Albert guardó silencio unos minutos, respiró hondo, y justo cuando empezaba a perder la esperanza, el teléfono vibró con la llamada entrante de Isabella. Contuvo el aliento y atendió, sin saber qué esperar del otro lado.
—Hello, bendición.
—Me dormí en el sofá y en vez de contestarte, te enganché. Dios te bendiga.
—Me lo imaginé, pero ya salí.
—Pensé que ibas a salir más temprano.
—Realmente salí antes, pero sabes cómo es el doctor y terminamos saliendo a las diez.
—Sí, que se quedaron chismoseando.
—Algo así.
—¿Y por dónde vas?
—Ya voy por Aguada.
La Ciudad del Descubrimiento. Un municipio autónomo costero ubicado en el noroeste de la isla.
—Aún te falta. Guía con calma que es tarde.
—Está bien.
—Te dejo que ya sé que quieres enganchar. Bye.
—Dale, bye.
Colgó la llamada y, con un gesto de frustración, buscó en su lista de contactos a uno de sus amigos más cercanos: Edwin. Edwin vivía en Juana Díaz, conocida como la Ciudad de los Reyes y de los Poetas, un lugar lleno de historia y tradición en el corazón de Puerto Rico. Sin dudarlo, marcó su número, esperando que esta vez la conversación fuera más fácil.
Un municipio autónomo de Puerto Rico ubicado en la región sur de la isla.
Lo llamó y, para su sorpresa, en el tercer tono de llamada, Edwin contestó al otro lado del teléfono, su voz familiar le dio un leve alivio en medio de la tensión del día.
—Hey!
—¡Hola!
—¿Cómo estás?
—Cansado. Aguantando alguno que otro indeseable.
—Eso pasa. ¿Pero el turno tranquilo?
—Lo que fastidiaban eran las llamadas. —Resopló y sonrió deteniéndose en un semáforo en rojo—. Mira esto, un paciente quería que el doctor lo viera por un dolor en los pies y eran las nueve.
—¿Y qué le dijiste?
—Que el doctor no lo podía ver ese día. —Volvió a conducir cuando el semáforo se puso en verde—. Que si era un dolor insoportable, que fuera a sala de emergencias.
—Ya me imagino que te salió con cosas.
—Shash, qué no me dijo ese señor.
—¿Te insultó?
—No pero que, si le pasaba algo, sería nuestra culpa. Que ya había hablado con José Manuel y él le dijo que llamara más tarde. Yo incluso hablé con el jefe.
—¿Te dijo que lo iba a ver?
—No. Me dijo que le dijera que fuera a sala de emergencias, como ya le había dicho yo. También se tiró uno que otro comentario.
Edwin se rió un poco antes de volver a hablar.
—¿Cómo cuáles?
—Bueno, que los pacientes se creen que él es un robot que no necesita descanso. Que, a pesar de la hora, tenía que ir a hacer unas consultas de hospital en Centro Médico.
—Diantre, está difícil.
—Hablando de eso, ¿recuerdas el caso que te hablé el viernes pasado?
—¿De la chica de veintidós años que rechazó la quimioterapia? Sí.
—José Manuel me dijo que se murió ayer.
—Diablo…
—Es que yo no entiendo. O sea, veintidós años, mano. Tenía un futuro por delante.
—Debió tener sus razones para rechazar el tratamiento.
—Según lo que me dijo, ella estaba pasando por una depresión por el cáncer.
—Ahí está.
—Pero contra…
—Ella quizás no quería pasar por las molestias que produce la quimio. Los vómitos, la falta de energía entre otras cosas que ya sabes.
—Puede ser eso.
Albert se quedó observando la aglomeración de carros que se estaba formando en Añasco, la Ciudad donde los Dioses Murieron.
Un municipio autónomo costero de la región oeste.
—Al parecer hubo un accidente. —Habló nuevamente viendo unos patrullas y una ambulancia—. Es que la gente no sabe guiar, se creen que las calles son suyas.
—¿Por dónde?
—Casi llegando a Mayagüez. Antes del puente de Añasco.
—¿Después de la intersección para ir a Rincón?
El Pueblo de Bellos Atardeceres o más conocido como La Capital del Surfing. Un municipio autónomo costero de la región oeste de la isla.
—No, antes.
—Esa parte es media curva y engaña un poco.
—También es que llovió.
—No me extraña.
—Sabes que acá si no llueve por varios días, es que va a pasar algo.
—Dímelo a mí que no cambió para nada el tiempo de mi pueblo.
—Bueno, nosotros no sufrimos de sequías por falta de lluvias, eh.
—¿Atacándome? —Usó un tono victimizandose.
—¿Dije la verdad o no? —preguntó con voz algo arrogante.
Edwin terminó riéndose.
—La dijiste, la dijiste.
La llamada entrante de su madre hizo que Albert frunciera el ceño.
—Dame un break, te llamo ya mismo que mami me está llamando.
—Dale, me dejas saber cualquier cosa.
Enganchó sin despedirse bien y cogió la llamada de su madre.
—Hello.
—¿Por dónde vienes?
—Ya estoy por el Isidoro.
El Isidoro “El Cholo” García es el nombre de un estadio de beisbol ubicado en Mayagüez.
—Avanza que tu hermano chocó.
Albert cerró brevemente sus ojos soltando un suspiro y aceleró para llegar a su madre.
—¿Por dónde?
—Por Añasco.
—¿¡Él fue el del accidente que vi cuando venía bajando!?
—¿Estaba antes de doblar para Rincón?
—Sí.
—Pues sí.
—Y yo diciéndole a Edwin que la gente no sabía guiar y al que se estaban llevando en la ambulancia era al adoptado. ¿Pero sabes qué pasó?
—Mira, mira. —habló enojada—. Me llevas al hospital y allí que tu papá nos explique qué pasó o qué vio porque el que me llamó fue él.
—Okey. Engancha que ya estoy llegando.
Albert se detuvo frente a su casa sin apagar el carro. Esperó a que su madre se montara y condujo hacía el hospital.
—Mira que se lo he dicho a tu hermano. —Su pierna derecha se movía constantemente de un lado a otro—. No guíes a exceso de velocidad y mira lo que le pasó por no seguir consejos. Deja que se entere tu tío.
—Sabes cómo se va a poner.
—Por eso a mí no me gusta cuando trabajas en Moca, tú tienes el pie pesado también.
—Pero yo guio con precaución.
—Sí, con precaución. —Se cruzó de brazos—. A setenta millas es que vas por ahí porque un camino de cuarenta y cinco minutos me lo llegas en veinticinco.
—Había poco carro en la calle.
—Y yo nací ayer.
Albert no añadió nada más. Dejó a su madre en la entrada de la sala de emergencias del hospital mientras él iba a estacionar el carro. Se bajó y lo cerró con el bíper antes de llegar a donde sus padres estaban fuera de la sala de emergencias.
—Ahora que llegó explícanos.
Francisco, su padre, expulsó el humo del cigarrillo que fumaba. Le dio una última calada antes de apagarlo con un muro y tirarlo al zafacón.
—Se quedó dormido. No descansó bien anoche. Se fue a su clase de verano, luego trabajó y después salió con sus amigos, Adrián o Alberto y el otro creo que era Isaías o Ían. Algo así, que se yo.
—Antonio e Isaak. —Lo corrigió Albert.
—Esos mismos. Lo invitaron para ir a comer a Aguadilla.
El Jardín del Atlántico o El Pueblo de los Tiburones, es conocido por ambas. Un municipio autónomo costero ubicado en el extremo noroeste de la isla.
—Y bajando se quedó dormido. El carro se desvió por la pequeña zanja central y chocó con la barra de hierro. El carro siguió dando vueltas chocando constantemente por delante y por detrás con la barra hasta que pasó las dos carreteras y cayó en la zanja lateral.
—¿Había bebido con sus amigos? —Cuestionó Isabella con seriedad.
—No. —Negó el padre con la cabeza—. Los policías le hicieron soplar y no salió con alcohol en su cuerpo.
—¿Por qué lo trajeron aquí entonces? —preguntó esta vez Albert.
—Para verificar que no tiene heridas internas. Las únicas dos que tiene visibles son la marca del cinturón en su pecho y un moretón en su espalda.
Albert iba a hablar nuevamente, pero Isabella se le adelantó:
—Era tu responsabilidad, Francisco.
—Sabes cómo es él.
Isabella no volvió a hablar, se limitó a entrar a la sala de emergencias. Iría a ver a su hijo. Francisco miró a Albert.
—¿Por qué no llamó a mami?
—Me dijo que sabía que se iba a molestar y que lo iba a regañar.
—Bueno, ahora será peor. Deja que le lea la cartilla tan pronto llegue a casa.
—Culpa mía no es. Yo también le he dicho que guíe con cuidado y más de noche y si la carretera está mojada.
—Es que por tu culpa lo llevamos en las venas. —Bromeó haciendo reír a su padre.
—Al menos nunca choqué y a ti es que te chocan.
—No abramos esa gaveta, por favor.
Al otro día, Albert se dirigió en el auto a casa de sus abuelos. Escuchaba música japonesa, pero decidió llamar a Edwin. Al segundo tono, éste contestó.
—Hola.
—Hello.
—¿Todo bien? No me atreví a escribirte porque vi que ayer no me llamaste.
—Sí, perdona. Te iba a escribir, pero al final se me olvidó.
—¿Pasó algo?
—¿Te acuerdas del accidente que hubo ayer en Añasco?
—Sí.
—Fue Liam. A él era el que estaban llevando en ambulancia.
Entre Albert y Edwin se creó un silencio que duró varios minutos.
—¿Cómo fue que pasó? —Habló Edwin.
—Se quedó dormido por el camino. Es que no sé en qué cabeza cabe que después de trasnochar, ir a estudiar y trabajar, irse a comer con sus amistades en Aguadilla. ¿Por qué ellos no bajaron a Mayagüez o mínimo Aguada?
—Chico…
Albert se estacionó frente a la casa de sus abuelos sin apagar el motor del carro.
—Bueno, te dejo que ya llegué a casa de abuela.
—Hablamos después.
—Bye. —Colgó la llamada.
Se bajó de su carro tras apagarlo y allí lo vio. Frente a la casa de unos vecinos que habían abandonado la casa por irse a los Estados Unidos. El Mitsubishi Lancer blanco del 1998 estaba hecho una pérdida total. Se lo había comprado a uno de sus primos mayores y ahora estaba hecho un desastre.
El esqueleto de metal doblado del carro estaba al descubierto con uno que otro cable colgando inertes sin llegar a tocar el pavimento. El motor se había zafado de su lugar natural, descansando unos metros manteniéndose unido al carro por unos fragmentos de tuberías y alguna que otra parte mecánica. La carrocería blanca debido a los constantes choques se había deformado y arrugado dejando el parabrisas en un estado casi intacto. La alineación de las ruedas de al frente, perdieron su alineación —de hacía una semana—. El desgarre del chasis debió provocar el derramamiento de los fluidos oscuros que salían de este. Eso solamente era la parte delantera del vehículo. Ahora, con la parte trasera del vehículo, el baúl —la cajuela— había sido completamente destruido dejando al descubierto su marco metálico. Más cables sueltos entre las abolladuras. El vidrio de la parte trasera había desaparecido por completo. Sus pedazos se mantenían en los asientos traseros del carro. El lado derecho del vehículo fue el que más sufrió, con una torcedura que hundió la goma trasera como si alzara el baúl.
La pintura blanca, que alguna vez había brillado bajo el sol, ahora estaba cubierta de manchas oscuras, óxido y polvo acumulado. Al acercarse, notó un pequeño sticker en el parabrisas, casi borrado por el tiempo y la intemperie, que recordaba una inspección técnica vencida hace años. El hedor a aceite quemado y goma quemada aún flotaba en el aire a su alrededor. Con un suspiro, se imaginó el estruendo del impacto, el ruido seco de la colisión que debió partir en dos la estructura del carro.
Recordó el día en que su primo se lo vendió. Le había prometido que aún tenía vida, que con un poco de trabajo podría andar como nuevo. Pero la realidad era otra. Lo que tenía delante era un amasijo de piezas inservibles, un cadáver mecánico irreparable. Sin embargo, a pesar de todo, había algo que lo mantenía allí, como si ese pedazo de metal torcido guardara secretos que aún necesitaba descubrir o, tal vez, redimir.
Se quedó mirando, en silencio, mientras el sol se ponía y la sombra de la casa vacía caía lentamente sobre el coche destrozado.
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