viernes, 30 de mayo de 2025

- Relato 2 B Tristán Díaz

Naturaleza reprimida y condiciones para la existencia


Las tejas de barro están frías y húmedas. Ha llovido por la noche, y Sibilante tiene que abrir las garras para aferrarse a los pocos parches de musgo que motean los tejados viejos del barrio. En el horizonte lejano que sus ojos hechos para la noche apenas alcanzan a vislumbrar las casas son más altas y acaban en techos planos. Sobresalen más allá de las casas, y por la noche se iluminan como los balcones de sus casas lo hacen en invierno. Agita la cabeza. El viento le ha infectado a un oído, y ya no es solo el dolor, sino ese sonido constante, como si lo tuviera lleno de agua. Se sacude hasta sentir cómo el líquido rebota dentro de su cabeza. Baja la oreja incómodo pero resignado. Espera que el cierzo pare pronto. Es temprano y los vecinos comienzan a irse, así que Sibilante ha tenido que salir de la acogedora alcoba que le acogía sobre la rueda de su coche favorito. Está desgastada, así que es cómoda para dormir, y la mujer que se lo lleva todos los días tiene al menos la decencia de avisarle dando unos golpes a la chapa para despertarlo antes de arrancar. La mayoría de los hermanos de Sibilante acabaron entre los surcos de otros neumáticos. A veces Sibilante les echa en falta. En esos momentos, se cuela en la conejera de la casa de la glicina y se echa con Gustavo y Gastón. Les acicala la coronilla y las orejas, y ellos cierran sus ojillos negros y le dan con el hocico. Pero últimamente llueve mucho, así que han pasado a los conejos a la jaula de dentro. Sibilante sabe que no importa cuánto los llame, no pueden hacer nada para salir. A veces se asoma a verlos cuando ha oscurecido y su pelaje negro se funde con el entorno. Sube al alféizar de la ventana, caliente gracias a la estufa humeante de dentro, y los ve rodar por la alfombra. Cuando sa cagan los agarran por las axilas y los devuelven a su jaulita de serrín y barrotes blancos. Gastón da patadas a veces y hasta se consigue escapar, pero sus intentos siempre son inútiles. Le gusta dormir en su alféizar, mirándolos dar cabezadas cuando ya han apagado la luz hasta que el calor de la estufa se extingue y ese lecho vuelve a resultarle inhóspito. Es entonces cuando se dirige a su neumático predilecto, donde el viento no llega a sacudirle. Eso es lo que sus amigos no pueden hacer. Sibilante no ha conseguido que salgan de la conejera, aunque les ha enseñado cómo. Él salta de patio en patio, sube por las fachadas y cuando las calles están demasiado concurridas se acomoda en el tejado con mejores vistas para mirarlos. Hace un rato que su dormitorio se ha ido, volverá sobre el mediodía. A Sibilante no le importa porque hasta que se levante el cierzo por la noche no necesita que esté aparcado en la puerta. Encuentra unas tejas calientes. Un rayo de sol ha conseguido hacerse paso hasta ellas y Sibilante no va a dejarlo pasar. Se deja caer y cruza las patas con un bostezo. Desde allí puede verlo todo. En la casa de la glicina sacan la jaula y sueltan a los conejos en el patio antes de irse. En la de al lado un hombre sale corriendo con una niña pequeña de la mano. Él lleva una mochila demasiado pequeña para su espalda, la niña da zancadas intentando alcanzarle. Se pierden calle abajo. Una pareja pasea a tres perros enormes, Sibilante ha tenido altercados con ellos en otras ocasiones, pero su atención ahora está demasiado consumida por la leve esencia que ha quedado de algún meado anterior. Levantan la pata, pero les tiran de la correa antes de que puedan encharcar aún más la acera. Les sigue un perrito pequeño que va sin correa. Al ir un par de pasos detrás de la pareja él sí que se mea en todos los puntos que el resto de sus amigos han encontrado de interés. El aparcamiento del coche favorito de Sibilante está desocupado, así que puede ver a la mujer que llama a la cancela. La conoce, ha estado otras veces. No es la que se lleva el coche y nunca coincide con ella. En la casa justo en frente de Sibilante hay una señora en la ventana. Está mirando hacia fuera también. Una vez le tiró una piedra a Sibilante por cagarse en sus geranios, pero solo sale para eso. Sibilante se rasca la oreja con la pata de atrás. Se huele la sangre bajo las uñas. Sigue sintiendo el oído encharcado. Intenta sacar lo que haya dentro agitando la cabeza, pero no sale. El hombre que vive con la dueña del coche de Sibilante deja pasar a la visitante. Sibilante estira las patas. Ha llegado el momento. Ese hombre no sale en todo el día. Suele estar calentando una silla que Sibilante aprovecha cuando se cuela. Poco después de que la dueña del coche se vaya, el hombre abre la ventana del cuarto de baño. Es un lugar peligroso, porque a veces está mojado y tiene un fuerte olor a químico que nubla los sentidos de Sibilante, pero cuando esa mujer viene, la planta baja siempre está vacía. Ayer trajeron carne, Sibilante los vio bajar las bolsas. Estaba esperando que llegasen para acostarse y los vio. Ha tenido suerte de coincidir con la visita. Se levanta y baja por el tejado, corre siguiendo los canalones, en la parte baja de los tejados. Gira la cabeza antes de saltar la farola para bajar. El dolor de oído le desorienta. Normalmente puede hacer ese salto sin detenerse, pero en ese momento tiene que detenerse a medir la distancia. Mueve la cola, el viento está quieto. Salta sobre el hierro forjado negro y retorcido y se agarra con las uñas. Está mojado. Agita la oreja y da un coletazo. Desde la farola saltará a la verja, y de ahí al techo del garaje. Pasará agachado, eludiendo la ventana, y una vez cruzado el techo del garaje saltará al balcón de la parte trasera. El toldo estará cerrado por la lluvia, así que podrá subirse al mecanismo recogido, y de ahí tendrá el ángulo perfecto para acceder a la ventana abierta del cuarto de baño. Tendrá cuidado de no tirar las plantas del alféizar. La puerta del dormitorio estará cerrada. Bajará las escaleras y llegará a la cocina. Los vecinos de los tres perros grandes siempre dejan la carne descongelándose encima de la nevera, pero aquí no tienen animales. Estará en la encimera. Solo tendrá que rasgar el paquete. Mira la pechuga de pollo frente a él. Está marinando en una bandeja con las demás. Son muy grandes. Si se las lleva va a dejar un rastro por toda la casa. No sabe si tendrá tiempo para comérsela allí. Sacude la oreja. Le pita el oído. Tiene hambre. Olisquea las pechugas y mira a su alrededor. Lame los platos del fregadero, están salados. Huele las tazas pero el aroma es amargo y desagradable. Tiene una arcada. Escucha voces en la planta de arriba, levanta la barbilla y gira la oreja buena. ―He estado pensando en ti… ―Claro que has pensado en mí… pero dime, ¿iba en serio el mensaje del otro día? ―Sabes que sí. ―Es muy fácil hablar… ―Déjame que te lo demuestre. Un mueble se arrastra por el suelo. Entonces, pitidos. ―Tengo que cogerlo. ―Odio tener que vernos en horario laboral. ―Las últimas palabras van con sorna. Sibilante olisquea las pechugas. Tiene todo el lomo erizado. Una puerta se abre. El hombre va a la silla hundida. Pasará por el pasillo. Tiene que irse ya. Abre la boca y se la llena con una de las pechugas. Se agacha y el filete mancha la encimera. Las encimeras están sucias muchas veces. Cuando está cruzando la cocina, gotea por la alfombra. El marinado es desagradable. Sibilante abre las fosas nasales, intenta oler la casa; los restos de leña, el desayuno, las plantas recién regadas, la fregona de recoger el agua que se metió por la noche. Pero la pechuga apesta en su boca. Vuelve a morderla, intenta sujetarla mejor. Aprieta la mandíbula inferior y levanta la carne sobre el suelo. Hay una sombra en lo alto de las escaleras. Sibilante espera agachado que desaparezca. ―Sí, estoy esperando el feedback de Víctor. Cuando tenga respuesta sigo. No, no. Estoy avanzando con el otro pedido. Ya, pero sabes que no damos a basto… No pasa a su oficina. Está dando vueltas por el pasillo. Más pasos. Una risa suave y aguda. ―Vale… lo dejo en tus manos. En cuanto Víctor me responda te lo reenvío. Si no, le hago una llamada, a ver qué carajo está haciendo. Venga, sí, te llamo yo. ―Por fin. Sibilante piensa lo mismo. Pero siguen en el pasillo. Mueve las orejas en dirección de las voces, esperando que se vayan, pero se olvida de la infección y una punzada le atraviesa la cabeza. Escucha pasos, pero son vacilantes, se balancean adelante y atrás. Las voces son incoherentes. Escucha una puerta, pero no se cierra. La pechuga gotea sobre su pata. Las bisagras de la puerta crujen. Sibilante sale corriendo. Cuando llega arriba de las escaleras los dos vecinos siguen allí, en el pasillo, pegados contra la puerta abierta del dormitorio. La mujer se sobresalta y pega un grito. Están delante de la puerta del baño. El hombre exclama algo. Sibilante pasa corriendo entre las piernas de los dos hasta el baño, salta sobre el váter pero se resbala y tira todas las macetas, que se precipitan hacia el patio de abajo. Él se aferra al toldo, pero lo desgarra con las uñas. Aun así, consigue no caerse. Sigue corriendo por el balcón, el garaje, la verja, la farola, el tejado. Atraviesa dos tejados diferentes siguiendo el canalón. Los perros están volviendo del paseo, ladran y el pequeñito sale corriendo intentando perseguirlo desde la carretera. Uno de los dueños tiene que correr detrás. Sibilante sube por el tejado para alejarse de la carretera y llegar a los patios traseros. Solo escucha los ladridos de los perros, solo huele el marinado, no se da cuenta de que en la casa que está atravesando están encendiendo la chimenea. Un caño de humo aparece en su camino, eso le desestabiliza. El dolor de oído le marea y hace que se resbale por las tejas. Queda agarrado con las uñas al canalón. Intenta levantar las patas traseras para volver a subir, pero no puede hacerlo cargando la carne. ―¡Lleva un filete! ―¿De dónde lo ha sacado? ―¡Viene de donde Alicia y Alfredo! Se da cuenta de que la señora de la ventana se ha asomado a delatarlo. Lo ha visto todo. Ella siempre lo ve todo. Después de balancearse varias veces logra subir de nuevo al canalón. Salta al tejado, y desaparece tras el tejado. Cae en un patio que no conoce. Está asustado y desorientado. Se rasca la oreja pero tiene la pata sucia y le escuece al levantarse la postilla. No puede comer. Sacude la cabeza varias veces, intentando sacarse el agua. Está desesperado. Comienza a maullar, pero solo le responden ladridos. Quiere que llegue el mediodía y esconderse en la rueda suave del coche. Deshace a jirones la pechuga, se atraganta varias veces, hasta que vomita y entonces come el vómito, que le resulta mucho más digerible. Cuando sube al tejado no sabe dónde está. Ha corrido demasiado. No ve la glicina, ni los geranios, ni los perros. No conoce esos coches ni esos tejados. Maúlla. Es un sonido lastimero, casi patético. No lo hace desde que era un cachorro, y ahora suena diferente. Está asustado y el marinado le arde en la boca y en el estómago. Maúlla otra vez. Sabe que Gustavo y Gastón no pueden salir de su conejera, pero por un momento espera que aparezcan saltando de patio en patio hasta él, que le lleven de vuelta. Todavía está mirando la carretera, aturdido y desorientado, cuando escucha algo que sí reconoce. Es su coche. Lo reconoce en la carretera, subiendo la calle. En seguida da un salto y corre por los tejados persiguiéndolo, manteniendo la altura. Conforme avanza empieza a reconocer la calle, las casas, las personas que vuelven. Un hombre con una niña pequeña de la mano. Los perros ya han vuelto a casa. La señora de la ventana está en la verja, esperando. Sibilante baja por la tapia de la casa de la conejera y salta dentro. Frota la cabeza contra los dos y se deja caer en el suelo, exhausto. Gustavo le mordisquea el lomo. El sol se cuela entre las ramas del limonero y le calienta el pelaje. Gastón está asomado en la verja de la conejera intentando alcanzar alguna planta. En primavera se come todos los limones que alcanzan a caer en su parte. El motor del coche que ha estado siguiendo se apaga, y sibilante abre los ojos. ―¡Gatito! La mujer pronuncia un prolongado seseo que Sibilante sabe va dirigido a él. Se levanta, frota la cabeza con Gustavo y Gastón le da un cabezazo en el muslo antes de que le dé tiempo a saltar fuera. Se asoma entre las rejas del patio. La mujer del coche lo está llamando. ―¡Chiquitito! ¿Qué ha pasado? Te he visto corriendo. Sibilante no se acerca, pero se sienta mirándola y parpadea despacio. Ella le devuelve el parpadeo. Da un paso hacia delante con la mano levantada y Sibilante baja la cabeza, desconfiado. ―Animalito, ¿qué te ha pasado en la oreja? ―¡Alicia! ¡El gato ese te ha robado! ¡Yo lo he visto! La señora está gritando. En cuanto haga la digestión Sibilante se asegurará de visitar sus geranios. ―¿Que me ha robado? ―¡Estaba corriendo por ahí con un filete! La mujer sonríe y ladea la cabeza. ―¿Tienes hambre? ―¡Te habrá echado a perder toda la comida! Ella se ríe. ―Pues la verdad que sí. El hombre sale. Le da un beso en la boca a la mujer y le pone la mano en la cintura. ―Te ha contado Ani, ¿no? El gato se ha puesto las botas. Hay demasiadas personas, Sibilante está aburrido. Solo quería saludar a la mujer del coche. Lo último que le apetece es ver al hombre del culo caliente. Gruñe y se da la vuelta. Vuelve a subir al tejado. Al poco, ve que la señora ha vuelto tras la ventana y la calle está vacía de nuevo. Sibilante está desenterrando los bulbos de la señora de la ventana aprovechando que ha visto encenderse una luz en la planta de arriba cuando la mujer del coche sale de su casa. Trae un cuenco en la mano. Gesticula hacia él y vuelve a silbar. ―Toma, guapo. –Habla en voz baja y mira a los lados. Sibilante entiende que ella tampoco debería estar ahí–. Me has roto el toldo y las plantas. Como se me mueran me voy a enfadar, pero el hambre es muy malo, ¿eh? ―Deja el cuenco en el suelo del patio y da unos pasos hacia atrás. Sibilante deja de mirarla a ella para ver el contenido. Huele a comida. Luego vuelve a levantar los ojos. No se va a mover mientras ella esté allí. ―Sucumbo a tu chantaje. Si no me rompes más la casa yo me ocupo de que no pases hambre, ¿qué te parece? Sibilante sacude la cabeza, escuchando el tapón de su oído. Luego vuelve a mirarla. Sube y baja los ojos de la vecina al cuenco de comida. Que se vaya y lo deje comer en paz. Ella se ríe. ―Que aproveche. En cuanto cierra la puerta, Sibilante cruza la verja y empieza a comer. No es carne, sino paté. Tiene un sabor fuerte y es pastoso en la boca. Más fácil de tragar. De repente nota algo amargo en la lengua, tiene una arcada, pero se limpia la boca con la lengua y sigue comiendo. A partir de ese día, la vecina, que se llama Alicia, le da de comer todos los días. Sibilante ha empezado a tolerar su presencia durante la cena, aunque no le hace gracia que se acerque demasiado. Suelen echar la tarde en el patio. Él comiendo y ella fumando y hablando. A veces cuando ha terminado de comer, Sibilante se tumba a sus pies y la escucha. Ella sonríe y le acaricia con el tobillo para no acercarse demasiado. Sibilante se lo permite porque está de buen humor. Ha dejado de dolerle el oído. Una de esas tardes Sibilante está esperando en la puerta. Alicia va tarde. Por primera vez se plantea llamarla. No está cumpliendo con su parte del trato. La puerta se abre con violencia y el hombre de la silla caliente sale a zancadas. Tiene el paso tan seguro que ni siquiera ve a Sibilante. Cuando sale del patio cierra la cancela y se va. Sibilante escucha un motor encenderse, no sabe cuál es su coche, pero después de unos instantes entiende que se ha ido. Todavía con el lomo erizado mira la puerta. La ha dejado abierta. Alicia está en el sillón con la cara enterrada en las manos. No tiene el cuenco de Sibilante, ni comida, ni parece querer levantarse. Entonces hace un sonido, pero esta vez su voz suena como un maullido. Sibilante ladea la cabeza. Reconoce ese sonido lastimero y patético y perdido. Titubea antes de dar un paso hacia delante, pero al ver que Alicia no responde, da otro. Nunca antes ha entrado por esa puerta. Es demasiado grande. Acaba de cruzarla cuando Alicia levanta la vista por fin. Los dos se asustan al verse. ―Ay, tu cena, perdona. ―Alicia tiene la cara roja y mojada. Su voz sigue sonando a cachorro. Va a la cocina, y Sibilante la sigue unos pasos detrás―. Tranquilo, tú como en tu casa. Saca dos cuencos, uno es de cerámica, el que Sibilante usa. El otro es de cristal y se sostiene sobre un tallo de vidrio. Lo llena de un líquido que huele como el de aquella pechuga de pollo. Esta vez le pone la comida a Sibilante allí mismo. Mientras él come, ella va a cerrar la puerta. Sibilante nota el calor de la casa una vez el cierzo no puede entrar. Es más cómodo que cenar fuera. Alicia retira una silla y se sienta con él, como todas las tardes. Deja que la ceniza caiga sobre la alfombra. Cenan los dos en silencio. Cuando Sibilante termina de comer la mira. Tiene los ojos perdidos, vagan de un lado a otro de la cocina sin rumbo vidriosos. Sibilante se limpia los restos de comida del morro, se levanta, y frota la cabeza y el lomo contra sus piernas. Alicia vuelve a romper a llorar. La glicina se vuelve morada entera en primavera. Gastón vuelve a poder comer limones, y Gustavo duerme al mediodía con la cabeza apoyada en Sibilante. El gato sale corriendo en cuanto escucha el coche de Alicia y Gustavo parpadea antes de volver a dejarse caer a la tierra caliente. Las plantas de la señora de la ventana por fin han vuelto a florecer y los bulbos han germinado. Sibilante solo tiene piedad de ellas porque odia mancharse las patas y el arenero del baño de arriba es mucho más cómodo. Alicia ha cambiado por fin las ruedas del coche, y cuando baja, Sibilante la está esperando en la cancela. Entra con ella, aunque ahora tiene una gatera. El hombre que vivía allí se fue hace meses. Lo único malo fue que se llevó la silla. Acostado en los pies de la cama, Sibilante mira los tejados de barro. El musgo se ha secado por el sol. Ahora serían fáciles de trepar. Una mano cae sobre su cuello y hunde los dedos tras sus orejas. Él cierra los ojos y baja la cabeza. Su pecho también suena como un motor.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.