Ángel
Recuerdo también a la
gente. No de la misma forma en que aún hoy pienso en las personas de mi villa: en
el joven y enclenque Timothy —al que todos llamábamos cariñosamente Tim— repartiendo
jovialmente, con eficiencia insospechada, los jornales del día en su oxidada
bicicleta; en el viejo Jack, sentado en la mecedora de su porche, fumando su
pipa de opio y rumiando, melancólico, sobre el incierto devenir de los tiempos;
o en la entrañable pastelera Isabelle: una mujer de mediana edad cuyo
establecimiento solía encontrarse siempre concurrido —tal vez por el embriagador
aroma de su repostería, o quizás, realmente, por la magnética sinceridad de su
sonrisa—. Y nunca llegué a recordar a ninguna de las personas en la
ciudad tan vívidamente como a Emily. Nada que fuese remotamente semejante a
aquel sonriente perfil salpicado de pecas en aquel atardecer en la orilla del
lago. Nada parecido al tono pelirrojo anaranjado de su largo cabello liso,
ungido irregularmente por un sol de trémulos rayos mandarina, o al verde
azulado que con timidez se insinuaba en el fondo insondable de su vítrea
mirada.
La gente de aquella
ciudad era informe. Caminaban bulliciosamente en todas direcciones, sin serenidad
ni armonía; con una extraña uniformidad en el modo de hacerlo. Lo que más me
llamaba la atención es la forma en que todos ellos parecían siempre tener
prisa, aun en los que parecían ser sus momentos de ocio y de vagar. Mi relación
con ellos no se daba ninguno, sino con todos a la vez; como la gran masa que en
sus superpuestas identidades se contorneaba. Todos ellos siempre me parecieron
iguales. La mayor parte vestía pulcramente: con trajes y corbatas idénticos en
la forma, pero que se distinguían entre sí por el color —generalmente
por la tonalidad concreta entre el negro y el gris— o, en la menor
cantidad de los casos, por algún estampado que se repetía sobre su superficie
como un patrón regular. Algunos hombres contados vestían de forma casual, con
camiseta de manga corta y pantalón deportivo; mientras que otras mujeres,
también en minoritaria proporción, portaban algún vestido u otro tipo de vestuario
más desenfadado. Todos ellos suponían un hallazgo infrecuente, y casi siempre
se dejaban avistar en las periferias urbanas que se alejaban del centro en que
yo me movía con mayor asiduidad.
Con todo, sin lugar a
dudas, lo que más recuerdo de aquellos primeros días en la ciudad eran mis
tiempos a solas en el apartamento. Se trataba de un nada desdeñable piso de
alquiler en un gran bloque de edificios residenciales, en el corazón de Vermont
Avenue: un espacio sobradamente amplio para alquilarlo una única persona. A
pesar de ello, y de una manera que aún hoy se me hace extraña, nunca lo llegue
a sentir tan amplio y espacioso como las pequeñas casitas rurales de Oregón —lo
cual era extraño, pero quizá se debiese a la ausencia del porche o jardín anexo,
en que yo solía moverme durante tardes enteras en mi infancia con esa prístina
sensación de libertad sin horizonte, sin límites en el despliegue del cuerpo en
el espacio en que se mueve—. Aún con todo, se trataba de un apartamento
lo suficientemente amplio como para sentir, en las noches más frías de otoño,
el grave vacío sepultado entre las cuatro huecas paredes que lo confinan.
Recuerdo también cómo en
esas noches solía acechar el gran ventanal del silencioso salón, y cómo, casi
por inercia, apoyaba mi cabeza y el peso de mi cuerpo contra el grueso cristal
que lo mantenía en su lugar, orientando mi mirada hacia abajo. Veía el
movimiento de los coches, con intermitentes señales luminosas, y el flujo y
marea de aquel indistinto vaivén de personas, ahora en una todavía más pura
informidad, debida a la distancia desde la que lo observaba. Recuerdo sentir la
distancia ante aquella corriente, como un dios que juzga a los mortales desde su
torre de marfil —solo que, en mi caso, en lugar del lustroso marfil
marmóreo estaba aquella sucia losa de pizarra negra de una estancia a medio
amueblar, enfatizada en su penumbra por el débil foco de luz cálida que incidía
en su superficie—.
Recuerdo, por último, cómo
contemplando aquel paisaje urbano evocaba con nostalgia los últimos años que
había pasado en Wheeler. Me acordaba de aquella historia de la torre de Babel
que Mrs. Smith en alguna ocasión nos había relatado en su clase de catequesis.
Me acordaba de cómo en esa clase Will siempre nos hacía reír, satirizando
guiñolescamente los gestos faciales de la profesora cade vez que se daba la
vuelta, volviéndose hacia el desgastado encerado del salón. Recuerdo cómo ella
le reprendía con severidad, mientras el resto de la clase reíamos coralmente con
la última de sus payasadas. Pero lo que más claramente recuerdo era cómo reía
Emily entonces: visceralmente, con aquella naturalidad espontánea que destilaba
en la mayor parte de sus movimientos.
Cada vez que mis
pensamientos acababan por deslizarse por aquellos confines, no podía evitar
esbozar una sonrisa repentina. Mis brazos solían estar para entonces
completamente apoyados contra el cristal del ventanal, como si fuese una bestia
zoológica que palpa los límites de su jaula para conocer las posibilidades de
su entorno. Tal vez si alguien hubiese podido ver desde fuera aquella
transformación en mi rostro habría pensado que se trataba de una actitud estúpida
por probablemente no haber llegado a entender su causa. Hasta cierto punto, incluso
ni yo podía llegar a hacerlo. Lo único que sentía en aquellos extraños instantes
era la impelente necesidad de llenar una de las copas de cristal estilizado de la
cocina hasta arriba de Pinot Noir; de beberme su contenido en la estrecha
compañía de aquella inusitada melancolía.
Solía flexionarme y
recomponerme de mi abstracción cuando la fatiga pedía reposo a mi cuerpo
extenuado. Tendía a suceder una vez ya entrada la noche, en el momento en que
la presión en mis párpados me recordaba la larga y demandante jornada laboral a
la que me había tenido que someter escasas horas antes, y la inquietud sobre mi
mente me alertaba de la nueva que se avecinaría con el despuntar de la mañana
del día venidero. En algunas ocasiones me había llegado a quedar absorto hasta muy
entrada la madrugada, siempre y cuando, por razones personales o profesionales,
no hubiese tenido la obligación de acudir al trabajo al día posterior. Algunas
veces, mientras levantaba nuevamente la mirada del cristal y me dirigía hacia
el dormitorio, pensaba en Emily otra vez. Llevaba ya un par de años sin saber
nada de ella: desde el accidente de su padre en la mina, cuando ella misma tuvo
que subir al tren que partía de las vías contiguas a la depauperada caseta roja
de madera —que, de igual modo, me habría de ver partir a mí un tiempo
después hacia el incógnito corazón de la urbe misteriosa—.
La última vez que la
había visto se despedía de mí, sonriente. Lo había hecho sacudiendo de arriba
abajo su brazo izquierdo sin articular, a través de la puerta abierta del tren
que se alejaba en aquel horizonte crepuscular. Yo la conocía. Me atrevo a
afirmar que la conocía lo suficiente como para percibir sin margen de duda
razonable la falsedad de aquella extraña sonrisa artificial —tan diferente a
aquella carcajada espontánea en las lecciones de catecismo, a aquella bucólica tarde
de verano en la orilla del lago Lytle—. Pese a ello, decidí honrar su
decisión. Si ella había querido que mi última imagen de ella fuese sonriendo, a
pesar de todo, ¿quién era yo para negar tan egoístamente esa voluntad? ¿Quién
para añadir otro nudo más a su soga?
Corrí riendo hacia el
tren, conteniendo las lágrimas tras mis ojos, mientras agitaba mis brazos en
señal de despedida. Mientras corría, me daba cuenta de que toda aquella
exaltación no formaba parte de mi carácter. Me extrañaba, pese a ello, la firme
voluntad de mis piernas por persistir todavía en su esfuerzo. Tenía los ojos
cerrados, presionados con fuerza contra los párpados, para poder contener tras
ellos mis lágrimas. Sin embargo, decidí finalmente abrirlos: tal vez como mi
último gesto de honestidad, o quizá con el fin de poder contemplar su rostro
una última vez. Con ello, me sorprendí al ver que allí estaba; que había
vuelto. Una sonrisa incomparablemente pulcra, inmaculada, que se desvanecía
progresivamente en el horizonte al que se dirigía. Era la sonrisa de un ángel: un
ángel quebrado por las cadenas que lo ataban, domeñado ante el llanto que lo
constreñía. Era la figura de un hermoso numen agrietado que me mostró
infaliblemente que la belleza sí que existe en este mundo terreno.
Desde aquellos sucesos
habían pasado ya unos años. Durante ese intervalo, había tenido tiempo de
acabar la escuela, adquirir un poco de experiencia profesional en los empleos
que me ofrecía alguno de mis vecinos y de formar, así, un modesto currículum
que me orientaba tentativamente a mi incipiente vida laboral. Mi padre había
telefoneado a uno de sus viejos conocidos —uno de sus amigos de la infancia
que, al parecer, había logrado emigrar de Oregón y fundar, con éxito notable,
un negocio de compraventa de acciones— para asegurar mi puesto en una de sus
sucursales en el estado de California. Después de que mi padre hubiese ultimado
los detalles de mi incorporación a su empresa, y de que me hubiese conseguido cerrar
el alquiler del apartamento en que me hospedé durante aquellos meses, emprendí
mi trayecto en aquel mismo ferrocarril Washington-California que tantos
extraños sentimientos me lograba entonces despertar.
Recuerdo cómo las casi
8 horas de trayecto entre las dos ciudades parecían haberse desvanecido
repentinamente. A pesar de no haber podido esperar en aquella ruta ninguna de las
comodidades propias de un tren turístico, dada su principal finalidad comercial
de transporte de mercancías, yo había encontrado un relativo acomodo en una de
las esquinas mal iluminadas del vagón, entre algunos de los sarmientos
cercenados de uva y de las pilas de leña geométricamente dispuestas como un
fractal.
Durante la totalidad de
aquel recorrido, pensé en cómo Emily habría tenido que realizar el mismo
recorrido, con la incertidumbre de no conocer siquiera de antemano el trayecto
ni el destino. Todo ello, sumado al profundo dolor que yo sabía que sentía por
el repentino fallecimiento de su padre. Él había sido el único familiar que se
había podido hacer cargo de ella durante su infancia: puesto que ninguno de sus
abuelos seguía con vida en aquel entonces, y su madre entró en coma cuando apenas
tenía dos años, debido a un súbito y desafortunado paro cardíaco. El buen Steve
—su difunto padre— no era un erudito, pero tampoco era estúpido. Sabía que los
auspicios para un coma que se había prolongado durante tantos años eran, en el
mejor de los casos, ligeramente aciagos. Pero lo que sí que era tan cándido e
irremediablemente bueno como a mí Emily me había demostrado ser en más de una
ocasión —al fin y al cabo, «de tal mena, tal filón», como a él mismo le gustaba
decir cada vez que presumía de hija frente a sus amigos—.
El pobre Steve ya se
había decidido: estaba resuelto a costear, mientras mantuviese ella un trémulo
hálito en su pulso, el gravoso cuidado médico de su mujer, a la que amaba con
la pasión intacta con que ningún hombre sabe amar ya en este mundo. Con tal objeto
en mente, con el fin de aumentar la solvencia pecuniaria que le permitiese
lograrlo, había comenzado a incrementar la cantidad de horas que se dedicaba a
trabajar en la mina. El bueno de Steve debía pensar, con aquella magnánima
honestidad que lo caracterizaba, que cualquier esfuerzo debían ser poco a cambio
del bien de su esposa y su hija.
Se cree que fue la
fatiga acumulada lo que acabó por causar su desmayo, aunque tampoco se
descartase la exposición prolongada al azufre o a algún otro elemento químico
de la mina. Fue aquel mismo desmadeje el que precipitó su caída desde un
altillo al nivel inferior, en el cual su pecho indefenso sería fatalmente
empalado por una de las rocosas estalagmitas formadas en la cueva. Su rostro ligeramente
sonriente, junto con unos ojos tan dulce e ingenuamente cerrados, evidenciaban
la ausencia total de sufrimiento y de resistencia durante la caída. Con ello se
descartaba la posibilidad de un accidente. Dados además su carácter, su
tenacidad —u obstinación, según se quisiese ver— y su marcado sentido de la responsabilidad
hacia su familia, pensar en suicidio —más aun, en la radical ausencia de
remordimiento alguno en un suicidio hipotético— sería como considerar un
disparate. Hasta el día de hoy aun me pregunto con qué último pensamiento
podría haber Steve haber abandonado este mundo; cuál fue la razón con la que se
dibujó su sonrisa una vez que su cuerpo había perdido ya finalmente el sentido.
Cuando Emily se tuvo
que subir a aquel mismo tren en que yo entonces estaba, lo hizo sin sospecha
alguna de cuál habría de ser su destino. Yo sentía que había algo de imprudente
en mi decisión de aventurarme a una gran urbe desconocida, pero Emily, que no
había tenido alternativa, no había sabido de antemano siquiera en qué estación
habría de apearse. Yo pensaba con pena en lo sola que se había debido de sentir
en el mundo. A pesar de los ofrecimientos de algunos de los vecinos de Wheeler —pues
todo el mundo en el pueblo tenía en gran estima al bueno de Steve— de tomarla
en adopción y ayudarla a encontrar un trabajo, ella decidió subirse al tren de
todos modos. Tal vez hubiese algo de la obstinación de su padre en dicha
conducta. El viejo Jack, tal vez algo atacado por la demencia, culpaba agriamente
a la Guerra de Secesión, pero parecía hacerlo más por la impotencia de no poder
encontrar ningún verdadero culpable. Lo que sí que es cierto es que, después de
su partida, todo el vecindario de Wheeler quedó sumergido en una densa
atmósfera enrarecida que, en el fondo —o tal vez solo fuese así a mis ojos—
nunca había logrado disiparse.
En mis primeros días en
aquella ciudad pensaba frecuentemente en Wheeler y, por tanto, no podía evitar
pensar en Emily. Me preguntaba qué habría sido de ella: en qué remoto confín de
acaso California, si es que no Estados Unidos o del resto del mundo, se encontraría
en aquellos instantes. Habían transcurrido unos años de los acontecimientos, y
ella, con los tres años de edad que me sacaba, debía ser ya una joven adulta en
aquel entonces. Cada vez que trataba de poner en orden mis pensamientos, únicamente
lograba el asalto monomaníaco de un único juicio: existía una remota
posibilidad de que ella se encontrase también en la misma ciudad.
No era una suposición
inverosímil. La ciudad de Los Ángeles era en aquellos años una de las más
prósperas y desarrolladas de todos los Estados Unidos. Tal vez aquello hubiera
sido acicate suficiente para lograr que Emily acabase asentándose, y
encontrando en ella un medio de vida. Al fin y al cabo, vagando sin rumbo en un
tren que se dirige a diferentes emplazamientos en el estado de California, ¿qué
mejor lugar podría haber para encontrar un trabajo, hogar o, en el peor de los
casos, siquiera un medio de subsistencia?
Tan solo el hecho de
pensar fugazmente en aquello, en un posible reencuentro tras aquel par de años
que había sentido como una infinitud de tiempo, suponía un impacto emocional lo
suficientemente pesado como para conseguir ruborizar completamente mi rostro.
Pensaba que quizá estaría dejándome llevar por el mimo con que yo atesoraba un
recuerdo que tal vez debía de haber dejado marchar hace mucho. Sabía con total seguridad
que era probable que nuestros caminos nunca se volviesen a cruzar, y que nada
bueno podría salir de aferrarme con fuerza a aquella punzante memoria. Creía
que, en el fondo, solamente lograría prolongar un estéril padecimiento al regar
una esperanza sobre el árido suelo de la realidad material. Todo aquello lo
creía firmemente, pero, aun así, me negaba a deshacerme de un pensamiento que
poco a poco iba convirtiéndose en lo único que me quedaba en aquellas noches
eternas de mi solitario aislamiento. Con el transcurso de las semanas me
comenzaba a preguntar qué era lo que realmente sentía por Emily; cuál era la
verdad que soterraba mi afecto hacia su memoria. Hasta entonces, la había
considerado siempre como algo parecido a mi mejor amiga, pero había algo en la
raíz de aquel centrípeto orbitar que no se dejaba explicar de acuerdo con
aquella premisa. No pensaba en ella de la misma forma en que pensaba en el
payaso de Will. Tampoco de igual manera en la que podría pensar en Audrey, el
inquieto Thomas o en el pequeño Tim.
Habían pasado ya unos
años desde que la había visto por última vez. En el fondo, nunca había dejado
de pensar en ella, pero nunca antes lo había hecho del metastático modo en que
en aquellos días me había sorprendido haciéndolo. Lo que comenzó como un
aislado pensamiento de mi soledad vespertina terminó siendo un tópico
recurrente cada instante de mi día: tras levantarme por la mañana, en el metro
en mi camino hacia el trabajo o en el transcurso de la jornada de trabajo como
tal. Fue entonces, justo en el momento en que aquella intrusión rozó su cénit,
y cuando ya amenazaba seriamente con convertirse en un fenómeno patológico que,
contra toda expectativa razonable, la volví a ver de nuevo.
Fue una de esas
improbables mañanas soleadas de noviembre. Era domingo y, aunque no fuese lo
más habitual en mí una de esas jornadas, aquel día había salido de mi
apartamento en Vermont Avenue; tal vez impulsado por una afabilidad contagiosa
en el modo en el que el sol brillaba con intensidad y por el polifónico arrullo
con que jilgueros y pinzones parecían querer acompañar a su brillo. O tal vez
fuera simplemente por capricho. El caso es que, por primera vez en algo más de
un mes, había decidido descender de mi ático en mi tiempo libre para mezclarme durante
unas horas con el gentío informe en su más embravecido temporal, dentro del
laberíntico núcleo del callejón de Santee Alley.
Santee Alley era, en
aquel entonces, el corazón de la vida urbana de todo Los Ángeles. Comercialmente
hiperactivo, se trataba de un gran distrito mercantil, alrededor del cual se
congregaban caudales de personas que buscaban algún establecimiento al que
tributar como ofrenda el poco tiempo libre del que pudieran disponer. Era por
ello por lo que, en un domingo como aquel, el lugar se encontraba particularmente
concurrido.
Lo primero en lo que
pensé al poner un pie en el lugar fue en la gente. Otro séquito, aunque ahora sin
el rigor uniformado en el pulcro vestuario de la gente del downtown. En
aquel lugar me resultaba más complicado señalar qué era lo que los hacía tan
semejantes a todos ellos entre sí, pero había algo que, en el fondo, me lo
hacía pensar.
Al principio, durante
un largo rato, me dediqué a deambular por los callejones. Ojeaba con un ligero
interés algún establecimiento puntual, considerando remotamente alguno de los
accesorios o prendas de ropa que se exponían en algunas de las pequeñas casetas
o austeros tenderetes del lugar. Sin embargo, como a duras penas salía de mi
apartamento si no era para acudir a trabajar —y como al trabajo debía presentarme
en alguno de los tres trajes que ya me había encargado de comprar, y que yo iba
rotando desde entonces en ciclo de barbecho— no vi necesario realizar
ningún desembolso por nada de lo expuesto. Fue en el momento en el que reparé
sobre tales restricciones cuando decidí replantear la finalidad de mi expedición.
Estaba ya saliendo de
Santee Alley hacia el Arts District cuando, en medio de toda aquella marabunta
sin rostro, sentí una presencia anómala. La sentía observarme cuando, en un
arranque repentino, comencé a sentirla correr, alejándose de mí. Por unos
instantes, no supe cómo debía reaccionar. Aquella situación era imprevista, y
no sabía cuál habría sido el movimiento más adecuado. Así que, sin ningún mejor
plan de acción, comencé a correr hacia ella, a la vez que me alejaba hiperbóreamente
del distrito de Santee Alley.
Fue una secuencia
extraña que se prolongó durante varios minutos. A día de hoy, sigo sin saber
cómo poner en palabras esa sensación: se trataba de una atípica especie de
estremecimiento, con la que yo sentía nítidamente, tal vez como vestigio de una
suerte de instinto animal, que debía moverme. Durante mi movimiento en ese
intervalo, muchas veces corría en línea recta, sin saber muy bien el lugar
hacia el cual me estaba dirigiendo. En otras ocasiones no era capaz de rastrear
aquella presencia en mitad del gentío, que se apartaba ante mi paso acelerado
como con atónita incredulidad. Pero yo me negaba a simplemente dejar de mover
las piernas; a perder aquel rastro al que, por algún motivo que no llegaba a
comprender bien del todo, me sorprendía persiguiendo con un ímpetu que no había
descubierto en mi interior en años. En aquel entonces, creía haber olvidado ya
aquella sensación.
Corrí durante un largo
rato, atravesando con decisión aquellas colosales avenidas. Fue al haber recorrido
todo el distrito, una vez que ya había llegado, jadeante, al extremo del río
Los Ángeles, cuando volví a verla de nuevo. Estaba quieta y de espaldas, como
si hubiese estado esperando mi llegada. El tórrido sol del mediodía volvía a
resaltar una vez más aquel naranja intenso de su cabello, ahora mucho más
corto, pero que brillaba otra vez con el fulgor que me resultaba tan
inconfundible. Permanecí durante unos segundos en un silencio profundo,
tratando de encontrar la palabra más adecuada que decir. Fue entonces cuando,
de repente, fue ella quien tomó la palabra.
—Es igual que aquel día.
—Se giraba hacia mí, con la mayor cantidad de dulzura de la que parecía haber
podido hacer acopio. —Tu corrías torpemente hacia mí, agitando las manos,
aunque sabías que no tenías posibilidad alguna de alcanzarme. Y, pese a todo,
aquí estás. Otra vez.
Cuando se giró hacia
mí, pude verla de nuevo. Tenía el pelo corto y graso. Su rostro claro bañado en
pecas estaba cubierto de un hollín ceniciento que ocultaba a todas ellas en su
opacidad absoluta. La elegante sencillez con la que yo recordaba su vestuario
se había desvanecido, dejando únicamente tras de sí un montón de harapos y
retales, que a duras penas llegaban a conformar una pieza unitaria de ropa deshilachada.
Sus ojos verdosos estaban totalmente conquistados por las ojeras que los
resaltaban, así como por el color rojizo que denotaba el llanto o la falta de
sueño —quizá incluso las dos cosas—. Estaba bastante más delgada de lo que yo
nunca la había visto, y se le notaba, en términos generales, extenuada. Aun
así, en aquel momento pude verla de nuevo: aquella misma sonrisa que me había
dedicado. Aquel diamantino quilate, que seguía siendo el mismo que en aquellos
días, si es que no hubiese llegado a ser más lustroso incluso en estos años.
—Yo… —quise decir,
tratando vanamente de poner en palabras la infinitud de ideas que se deslizaban
ingrávidamente por mi cabeza. Pasaron unos segundos de expectativa y de
silencio en que quise determinarme para poder continuar con aquella oración.
Proseguí vanamente intentándolo, hasta que ella, tal vez habiéndose dado cuenta
de ello, me sonrió con más intensidad, interrumpiendo así mi indeciso tremor.
—¡Me alegro de verte de
nuevo, Angie!
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