martes, 20 de mayo de 2025

-Relato 1B de Óscar García

 

Ángel


 Aún recuerdo hoy nítidamente aquellos días otoñales en que había arribado en la gran ciudad. Con mis costumbres moldeadas de acuerdo con esa sencillez humanista de mi Oregón natal, el primer pensamiento que dirigí hacia aquellos grandes rascacielos del downtown urbanita fue una sincera sublimidad transhumana: como el hallazgo inesperado del rango que puede alcanzar la potencia de la expansión y del crecimiento del hombre. Pensaba en la pequeña y vetusta caseta roja de la estación de tren de Wheeler que me había visto partir, aventurándome intrépidamente hacia lo desconocido y, hasta cierto punto, me costaba creer que las añejas paredes de aquel desvaído enclave compartiesen mundo con aquellos colosos de acero y de piedra. Recuerdo cómo el intermitente titileo de las luces manadas del cristal de sus ventanas me parecía una especie de lenguaje de atracción; y recuerdo lo arduo que me resultaba convencerme, visto desde la distancia, de que detrás de cada uno de aquellos diminutos, casi insignificantes paneles se escondían decenas de personas, como los peces que habitan libremente cada angosto confín de un acuario.

Recuerdo también a la gente. No de la misma forma en que aún hoy pienso en las personas de mi villa: en el joven y enclenque Timothy al que todos llamábamos cariñosamente Tim repartiendo jovialmente, con eficiencia insospechada, los jornales del día en su oxidada bicicleta; en el viejo Jack, sentado en la mecedora de su porche, fumando su pipa de opio y rumiando, melancólico, sobre el incierto devenir de los tiempos; o en la entrañable pastelera Isabelle: una mujer de mediana edad cuyo establecimiento solía encontrarse siempre concurrido tal vez por el embriagador aroma de su repostería, o quizás, realmente, por la magnética sinceridad de su sonrisa. Y nunca llegué a recordar a ninguna de las personas en la ciudad tan vívidamente como a Emily. Nada que fuese remotamente semejante a aquel sonriente perfil salpicado de pecas en aquel atardecer en la orilla del lago. Nada parecido al tono pelirrojo anaranjado de su largo cabello liso, ungido irregularmente por un sol de trémulos rayos mandarina, o al verde azulado que con timidez se insinuaba en el fondo insondable de su vítrea mirada.

La gente de aquella ciudad era informe. Caminaban bulliciosamente en todas direcciones, sin serenidad ni armonía; con una extraña uniformidad en el modo de hacerlo. Lo que más me llamaba la atención es la forma en que todos ellos parecían siempre tener prisa, aun en los que parecían ser sus momentos de ocio y de vagar. Mi relación con ellos no se daba ninguno, sino con todos a la vez; como la gran masa que en sus superpuestas identidades se contorneaba. Todos ellos siempre me parecieron iguales. La mayor parte vestía pulcramente: con trajes y corbatas idénticos en la forma, pero que se distinguían entre sí por el color generalmente por la tonalidad concreta entre el negro y el gris o, en la menor cantidad de los casos, por algún estampado que se repetía sobre su superficie como un patrón regular. Algunos hombres contados vestían de forma casual, con camiseta de manga corta y pantalón deportivo; mientras que otras mujeres, también en minoritaria proporción, portaban algún vestido u otro tipo de vestuario más desenfadado. Todos ellos suponían un hallazgo infrecuente, y casi siempre se dejaban avistar en las periferias urbanas que se alejaban del centro en que yo me movía con mayor asiduidad.

Con todo, sin lugar a dudas, lo que más recuerdo de aquellos primeros días en la ciudad eran mis tiempos a solas en el apartamento. Se trataba de un nada desdeñable piso de alquiler en un gran bloque de edificios residenciales, en el corazón de Vermont Avenue: un espacio sobradamente amplio para alquilarlo una única persona. A pesar de ello, y de una manera que aún hoy se me hace extraña, nunca lo llegue a sentir tan amplio y espacioso como las pequeñas casitas rurales de Oregón lo cual era extraño, pero quizá se debiese a la ausencia del porche o jardín anexo, en que yo solía moverme durante tardes enteras en mi infancia con esa prístina sensación de libertad sin horizonte, sin límites en el despliegue del cuerpo en el espacio en que se mueve. Aún con todo, se trataba de un apartamento lo suficientemente amplio como para sentir, en las noches más frías de otoño, el grave vacío sepultado entre las cuatro huecas paredes que lo confinan.

Recuerdo también cómo en esas noches solía acechar el gran ventanal del silencioso salón, y cómo, casi por inercia, apoyaba mi cabeza y el peso de mi cuerpo contra el grueso cristal que lo mantenía en su lugar, orientando mi mirada hacia abajo. Veía el movimiento de los coches, con intermitentes señales luminosas, y el flujo y marea de aquel indistinto vaivén de personas, ahora en una todavía más pura informidad, debida a la distancia desde la que lo observaba. Recuerdo sentir la distancia ante aquella corriente, como un dios que juzga a los mortales desde su torre de marfil solo que, en mi caso, en lugar del lustroso marfil marmóreo estaba aquella sucia losa de pizarra negra de una estancia a medio amueblar, enfatizada en su penumbra por el débil foco de luz cálida que incidía en su superficie.

Recuerdo, por último, cómo contemplando aquel paisaje urbano evocaba con nostalgia los últimos años que había pasado en Wheeler. Me acordaba de aquella historia de la torre de Babel que Mrs. Smith en alguna ocasión nos había relatado en su clase de catequesis. Me acordaba de cómo en esa clase Will siempre nos hacía reír, satirizando guiñolescamente los gestos faciales de la profesora cade vez que se daba la vuelta, volviéndose hacia el desgastado encerado del salón. Recuerdo cómo ella le reprendía con severidad, mientras el resto de la clase reíamos coralmente con la última de sus payasadas. Pero lo que más claramente recuerdo era cómo reía Emily entonces: visceralmente, con aquella naturalidad espontánea que destilaba en la mayor parte de sus movimientos.

Cada vez que mis pensamientos acababan por deslizarse por aquellos confines, no podía evitar esbozar una sonrisa repentina. Mis brazos solían estar para entonces completamente apoyados contra el cristal del ventanal, como si fuese una bestia zoológica que palpa los límites de su jaula para conocer las posibilidades de su entorno. Tal vez si alguien hubiese podido ver desde fuera aquella transformación en mi rostro habría pensado que se trataba de una actitud estúpida por probablemente no haber llegado a entender su causa. Hasta cierto punto, incluso ni yo podía llegar a hacerlo. Lo único que sentía en aquellos extraños instantes era la impelente necesidad de llenar una de las copas de cristal estilizado de la cocina hasta arriba de Pinot Noir; de beberme su contenido en la estrecha compañía de aquella inusitada melancolía.

Solía flexionarme y recomponerme de mi abstracción cuando la fatiga pedía reposo a mi cuerpo extenuado. Tendía a suceder una vez ya entrada la noche, en el momento en que la presión en mis párpados me recordaba la larga y demandante jornada laboral a la que me había tenido que someter escasas horas antes, y la inquietud sobre mi mente me alertaba de la nueva que se avecinaría con el despuntar de la mañana del día venidero. En algunas ocasiones me había llegado a quedar absorto hasta muy entrada la madrugada, siempre y cuando, por razones personales o profesionales, no hubiese tenido la obligación de acudir al trabajo al día posterior. Algunas veces, mientras levantaba nuevamente la mirada del cristal y me dirigía hacia el dormitorio, pensaba en Emily otra vez. Llevaba ya un par de años sin saber nada de ella: desde el accidente de su padre en la mina, cuando ella misma tuvo que subir al tren que partía de las vías contiguas a la depauperada caseta roja de madera que, de igual modo, me habría de ver partir a mí un tiempo después hacia el incógnito corazón de la urbe misteriosa.

La última vez que la había visto se despedía de mí, sonriente. Lo había hecho sacudiendo de arriba abajo su brazo izquierdo sin articular, a través de la puerta abierta del tren que se alejaba en aquel horizonte crepuscular. Yo la conocía. Me atrevo a afirmar que la conocía lo suficiente como para percibir sin margen de duda razonable la falsedad de aquella extraña sonrisa artificial —tan diferente a aquella carcajada espontánea en las lecciones de catecismo, a aquella bucólica tarde de verano en la orilla del lago Lytle. Pese a ello, decidí honrar su decisión. Si ella había querido que mi última imagen de ella fuese sonriendo, a pesar de todo, ¿quién era yo para negar tan egoístamente esa voluntad? ¿Quién para añadir otro nudo más a su soga?

Corrí riendo hacia el tren, conteniendo las lágrimas tras mis ojos, mientras agitaba mis brazos en señal de despedida. Mientras corría, me daba cuenta de que toda aquella exaltación no formaba parte de mi carácter. Me extrañaba, pese a ello, la firme voluntad de mis piernas por persistir todavía en su esfuerzo. Tenía los ojos cerrados, presionados con fuerza contra los párpados, para poder contener tras ellos mis lágrimas. Sin embargo, decidí finalmente abrirlos: tal vez como mi último gesto de honestidad, o quizá con el fin de poder contemplar su rostro una última vez. Con ello, me sorprendí al ver que allí estaba; que había vuelto. Una sonrisa incomparablemente pulcra, inmaculada, que se desvanecía progresivamente en el horizonte al que se dirigía. Era la sonrisa de un ángel: un ángel quebrado por las cadenas que lo ataban, domeñado ante el llanto que lo constreñía. Era la figura de un hermoso numen agrietado que me mostró infaliblemente que la belleza sí que existe en este mundo terreno.

Desde aquellos sucesos habían pasado ya unos años. Durante ese intervalo, había tenido tiempo de acabar la escuela, adquirir un poco de experiencia profesional en los empleos que me ofrecía alguno de mis vecinos y de formar, así, un modesto currículum que me orientaba tentativamente a mi incipiente vida laboral. Mi padre había telefoneado a uno de sus viejos conocidos —uno de sus amigos de la infancia que, al parecer, había logrado emigrar de Oregón y fundar, con éxito notable, un negocio de compraventa de acciones— para asegurar mi puesto en una de sus sucursales en el estado de California. Después de que mi padre hubiese ultimado los detalles de mi incorporación a su empresa, y de que me hubiese conseguido cerrar el alquiler del apartamento en que me hospedé durante aquellos meses, emprendí mi trayecto en aquel mismo ferrocarril Washington-California que tantos extraños sentimientos me lograba entonces despertar.

Recuerdo cómo las casi 8 horas de trayecto entre las dos ciudades parecían haberse desvanecido repentinamente. A pesar de no haber podido esperar en aquella ruta ninguna de las comodidades propias de un tren turístico, dada su principal finalidad comercial de transporte de mercancías, yo había encontrado un relativo acomodo en una de las esquinas mal iluminadas del vagón, entre algunos de los sarmientos cercenados de uva y de las pilas de leña geométricamente dispuestas como un fractal.

Durante la totalidad de aquel recorrido, pensé en cómo Emily habría tenido que realizar el mismo recorrido, con la incertidumbre de no conocer siquiera de antemano el trayecto ni el destino. Todo ello, sumado al profundo dolor que yo sabía que sentía por el repentino fallecimiento de su padre. Él había sido el único familiar que se había podido hacer cargo de ella durante su infancia: puesto que ninguno de sus abuelos seguía con vida en aquel entonces, y su madre entró en coma cuando apenas tenía dos años, debido a un súbito y desafortunado paro cardíaco. El buen Steve —su difunto padre— no era un erudito, pero tampoco era estúpido. Sabía que los auspicios para un coma que se había prolongado durante tantos años eran, en el mejor de los casos, ligeramente aciagos. Pero lo que sí que era tan cándido e irremediablemente bueno como a mí Emily me había demostrado ser en más de una ocasión —al fin y al cabo, «de tal mena, tal filón», como a él mismo le gustaba decir cada vez que presumía de hija frente a sus amigos—.

El pobre Steve ya se había decidido: estaba resuelto a costear, mientras mantuviese ella un trémulo hálito en su pulso, el gravoso cuidado médico de su mujer, a la que amaba con la pasión intacta con que ningún hombre sabe amar ya en este mundo. Con tal objeto en mente, con el fin de aumentar la solvencia pecuniaria que le permitiese lograrlo, había comenzado a incrementar la cantidad de horas que se dedicaba a trabajar en la mina. El bueno de Steve debía pensar, con aquella magnánima honestidad que lo caracterizaba, que cualquier esfuerzo debían ser poco a cambio del bien de su esposa y su hija.

Se cree que fue la fatiga acumulada lo que acabó por causar su desmayo, aunque tampoco se descartase la exposición prolongada al azufre o a algún otro elemento químico de la mina. Fue aquel mismo desmadeje el que precipitó su caída desde un altillo al nivel inferior, en el cual su pecho indefenso sería fatalmente empalado por una de las rocosas estalagmitas formadas en la cueva. Su rostro ligeramente sonriente, junto con unos ojos tan dulce e ingenuamente cerrados, evidenciaban la ausencia total de sufrimiento y de resistencia durante la caída. Con ello se descartaba la posibilidad de un accidente. Dados además su carácter, su tenacidad —u obstinación, según se quisiese ver— y su marcado sentido de la responsabilidad hacia su familia, pensar en suicidio —más aun, en la radical ausencia de remordimiento alguno en un suicidio hipotético— sería como considerar un disparate. Hasta el día de hoy aun me pregunto con qué último pensamiento podría haber Steve haber abandonado este mundo; cuál fue la razón con la que se dibujó su sonrisa una vez que su cuerpo había perdido ya finalmente el sentido.

Cuando Emily se tuvo que subir a aquel mismo tren en que yo entonces estaba, lo hizo sin sospecha alguna de cuál habría de ser su destino. Yo sentía que había algo de imprudente en mi decisión de aventurarme a una gran urbe desconocida, pero Emily, que no había tenido alternativa, no había sabido de antemano siquiera en qué estación habría de apearse. Yo pensaba con pena en lo sola que se había debido de sentir en el mundo. A pesar de los ofrecimientos de algunos de los vecinos de Wheeler —pues todo el mundo en el pueblo tenía en gran estima al bueno de Steve— de tomarla en adopción y ayudarla a encontrar un trabajo, ella decidió subirse al tren de todos modos. Tal vez hubiese algo de la obstinación de su padre en dicha conducta. El viejo Jack, tal vez algo atacado por la demencia, culpaba agriamente a la Guerra de Secesión, pero parecía hacerlo más por la impotencia de no poder encontrar ningún verdadero culpable. Lo que sí que es cierto es que, después de su partida, todo el vecindario de Wheeler quedó sumergido en una densa atmósfera enrarecida que, en el fondo —o tal vez solo fuese así a mis ojos— nunca había logrado disiparse.

En mis primeros días en aquella ciudad pensaba frecuentemente en Wheeler y, por tanto, no podía evitar pensar en Emily. Me preguntaba qué habría sido de ella: en qué remoto confín de acaso California, si es que no Estados Unidos o del resto del mundo, se encontraría en aquellos instantes. Habían transcurrido unos años de los acontecimientos, y ella, con los tres años de edad que me sacaba, debía ser ya una joven adulta en aquel entonces. Cada vez que trataba de poner en orden mis pensamientos, únicamente lograba el asalto monomaníaco de un único juicio: existía una remota posibilidad de que ella se encontrase también en la misma ciudad.

No era una suposición inverosímil. La ciudad de Los Ángeles era en aquellos años una de las más prósperas y desarrolladas de todos los Estados Unidos. Tal vez aquello hubiera sido acicate suficiente para lograr que Emily acabase asentándose, y encontrando en ella un medio de vida. Al fin y al cabo, vagando sin rumbo en un tren que se dirige a diferentes emplazamientos en el estado de California, ¿qué mejor lugar podría haber para encontrar un trabajo, hogar o, en el peor de los casos, siquiera un medio de subsistencia?

Tan solo el hecho de pensar fugazmente en aquello, en un posible reencuentro tras aquel par de años que había sentido como una infinitud de tiempo, suponía un impacto emocional lo suficientemente pesado como para conseguir ruborizar completamente mi rostro. Pensaba que quizá estaría dejándome llevar por el mimo con que yo atesoraba un recuerdo que tal vez debía de haber dejado marchar hace mucho. Sabía con total seguridad que era probable que nuestros caminos nunca se volviesen a cruzar, y que nada bueno podría salir de aferrarme con fuerza a aquella punzante memoria. Creía que, en el fondo, solamente lograría prolongar un estéril padecimiento al regar una esperanza sobre el árido suelo de la realidad material. Todo aquello lo creía firmemente, pero, aun así, me negaba a deshacerme de un pensamiento que poco a poco iba convirtiéndose en lo único que me quedaba en aquellas noches eternas de mi solitario aislamiento. Con el transcurso de las semanas me comenzaba a preguntar qué era lo que realmente sentía por Emily; cuál era la verdad que soterraba mi afecto hacia su memoria. Hasta entonces, la había considerado siempre como algo parecido a mi mejor amiga, pero había algo en la raíz de aquel centrípeto orbitar que no se dejaba explicar de acuerdo con aquella premisa. No pensaba en ella de la misma forma en que pensaba en el payaso de Will. Tampoco de igual manera en la que podría pensar en Audrey, el inquieto Thomas o en el pequeño Tim.

Habían pasado ya unos años desde que la había visto por última vez. En el fondo, nunca había dejado de pensar en ella, pero nunca antes lo había hecho del metastático modo en que en aquellos días me había sorprendido haciéndolo. Lo que comenzó como un aislado pensamiento de mi soledad vespertina terminó siendo un tópico recurrente cada instante de mi día: tras levantarme por la mañana, en el metro en mi camino hacia el trabajo o en el transcurso de la jornada de trabajo como tal. Fue entonces, justo en el momento en que aquella intrusión rozó su cénit, y cuando ya amenazaba seriamente con convertirse en un fenómeno patológico que, contra toda expectativa razonable, la volví a ver de nuevo.

Fue una de esas improbables mañanas soleadas de noviembre. Era domingo y, aunque no fuese lo más habitual en mí una de esas jornadas, aquel día había salido de mi apartamento en Vermont Avenue; tal vez impulsado por una afabilidad contagiosa en el modo en el que el sol brillaba con intensidad y por el polifónico arrullo con que jilgueros y pinzones parecían querer acompañar a su brillo. O tal vez fuera simplemente por capricho. El caso es que, por primera vez en algo más de un mes, había decidido descender de mi ático en mi tiempo libre para mezclarme durante unas horas con el gentío informe en su más embravecido temporal, dentro del laberíntico núcleo del callejón de Santee Alley.  

Santee Alley era, en aquel entonces, el corazón de la vida urbana de todo Los Ángeles. Comercialmente hiperactivo, se trataba de un gran distrito mercantil, alrededor del cual se congregaban caudales de personas que buscaban algún establecimiento al que tributar como ofrenda el poco tiempo libre del que pudieran disponer. Era por ello por lo que, en un domingo como aquel, el lugar se encontraba particularmente concurrido.

Lo primero en lo que pensé al poner un pie en el lugar fue en la gente. Otro séquito, aunque ahora sin el rigor uniformado en el pulcro vestuario de la gente del downtown. En aquel lugar me resultaba más complicado señalar qué era lo que los hacía tan semejantes a todos ellos entre sí, pero había algo que, en el fondo, me lo hacía pensar.

Al principio, durante un largo rato, me dediqué a deambular por los callejones. Ojeaba con un ligero interés algún establecimiento puntual, considerando remotamente alguno de los accesorios o prendas de ropa que se exponían en algunas de las pequeñas casetas o austeros tenderetes del lugar. Sin embargo, como a duras penas salía de mi apartamento si no era para acudir a trabajar y como al trabajo debía presentarme en alguno de los tres trajes que ya me había encargado de comprar, y que yo iba rotando desde entonces en ciclo de barbecho no vi necesario realizar ningún desembolso por nada de lo expuesto. Fue en el momento en el que reparé sobre tales restricciones cuando decidí replantear la finalidad de mi expedición.

Estaba ya saliendo de Santee Alley hacia el Arts District cuando, en medio de toda aquella marabunta sin rostro, sentí una presencia anómala. La sentía observarme cuando, en un arranque repentino, comencé a sentirla correr, alejándose de mí. Por unos instantes, no supe cómo debía reaccionar. Aquella situación era imprevista, y no sabía cuál habría sido el movimiento más adecuado. Así que, sin ningún mejor plan de acción, comencé a correr hacia ella, a la vez que me alejaba hiperbóreamente del distrito de Santee Alley.

Fue una secuencia extraña que se prolongó durante varios minutos. A día de hoy, sigo sin saber cómo poner en palabras esa sensación: se trataba de una atípica especie de estremecimiento, con la que yo sentía nítidamente, tal vez como vestigio de una suerte de instinto animal, que debía moverme. Durante mi movimiento en ese intervalo, muchas veces corría en línea recta, sin saber muy bien el lugar hacia el cual me estaba dirigiendo. En otras ocasiones no era capaz de rastrear aquella presencia en mitad del gentío, que se apartaba ante mi paso acelerado como con atónita incredulidad. Pero yo me negaba a simplemente dejar de mover las piernas; a perder aquel rastro al que, por algún motivo que no llegaba a comprender bien del todo, me sorprendía persiguiendo con un ímpetu que no había descubierto en mi interior en años. En aquel entonces, creía haber olvidado ya aquella sensación.

Corrí durante un largo rato, atravesando con decisión aquellas colosales avenidas. Fue al haber recorrido todo el distrito, una vez que ya había llegado, jadeante, al extremo del río Los Ángeles, cuando volví a verla de nuevo. Estaba quieta y de espaldas, como si hubiese estado esperando mi llegada. El tórrido sol del mediodía volvía a resaltar una vez más aquel naranja intenso de su cabello, ahora mucho más corto, pero que brillaba otra vez con el fulgor que me resultaba tan inconfundible. Permanecí durante unos segundos en un silencio profundo, tratando de encontrar la palabra más adecuada que decir. Fue entonces cuando, de repente, fue ella quien tomó la palabra.

—Es igual que aquel día. —Se giraba hacia mí, con la mayor cantidad de dulzura de la que parecía haber podido hacer acopio. —Tu corrías torpemente hacia mí, agitando las manos, aunque sabías que no tenías posibilidad alguna de alcanzarme. Y, pese a todo, aquí estás. Otra vez.

Cuando se giró hacia mí, pude verla de nuevo. Tenía el pelo corto y graso. Su rostro claro bañado en pecas estaba cubierto de un hollín ceniciento que ocultaba a todas ellas en su opacidad absoluta. La elegante sencillez con la que yo recordaba su vestuario se había desvanecido, dejando únicamente tras de sí un montón de harapos y retales, que a duras penas llegaban a conformar una pieza unitaria de ropa deshilachada. Sus ojos verdosos estaban totalmente conquistados por las ojeras que los resaltaban, así como por el color rojizo que denotaba el llanto o la falta de sueño —quizá incluso las dos cosas—. Estaba bastante más delgada de lo que yo nunca la había visto, y se le notaba, en términos generales, extenuada. Aun así, en aquel momento pude verla de nuevo: aquella misma sonrisa que me había dedicado. Aquel diamantino quilate, que seguía siendo el mismo que en aquellos días, si es que no hubiese llegado a ser más lustroso incluso en estos años.

—Yo… —quise decir, tratando vanamente de poner en palabras la infinitud de ideas que se deslizaban ingrávidamente por mi cabeza. Pasaron unos segundos de expectativa y de silencio en que quise determinarme para poder continuar con aquella oración. Proseguí vanamente intentándolo, hasta que ella, tal vez habiéndose dado cuenta de ello, me sonrió con más intensidad, interrumpiendo así mi indeciso tremor.

—¡Me alegro de verte de nuevo, Angie!

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