jueves, 29 de mayo de 2025

- Relato 5B Sofía Portilla

 

El precio de un buen sueño

—Siempre ha estado conmigo, desde que tengo memoria, pero jamás se había presentado de esta manera tan… violenta —dije, retorciéndome las manos con nerviosismo—. No recuerdo la primera vez que lo soñé, ni el orden en que fueron apareciendo las distintas mmm… ¿cómo decirlo? Las distintas… variantes. Después de tantos años, todo se ha vuelto confuso.

La mujer sentada frente a mí me examina con unos ojos que parecen estar tallados en piedra. Oscuros y fríos como una noche invernal, pero… ahí. Cuando se gira y el tenue rayo de luz que entra por la ventana la alcanza, percibo unas pequeñas motas doradas, como destellos de oro. Lo más probable es que sea un efecto óptico producido por el sol. Su mirada pasa de la ventana a mis manos y se queda quieta ahí, analizándolas. Al percatarme de esto, instantáneamente dejo de moverlas y las coloco sobre mis piernas. Ella sonríe, satisfecha.  

—¿Las variantes, dice? No entiendo muy bien a qué se refiere. ¿Podría ser un poco más específico, por favor?

Su voz es suave, apenas un susurro en el viento, una caricia. Pero al escucharla hablar siento como si algo me recorriera la espalda, algo frío y duro, como si una mano fantasma estuviera atravesando una daga por toda mi columna vertebral, desde la nuca hasta el coxis. Intento controlar el temblor que amenaza con sacudirme entero en un intento desesperado por liberarme del efecto que me produjo su voz y, carraspeando para aclararme la garganta, continúo con mi explicación.

—Sí, bueno… como le dije antes, el sueño había sido siempre el mismo. Siempre se trató de mí queriendo ir al baño y jamás lográndolo. Lo que ha ido cambiando con el paso del tiempo son los motivos. Al principio era porque la puerta estaba cerrada y yo no conseguía abrirla, no importa que tan fuerte la empujara o jalara. En otra ocasión fue porque había una gran fila de gente esperando para entrar y, aunque yo les suplicaba que me permitieran pasar antes porque no aguantaba más, era como hablar con la pared. Nadie me respondía, pero si intentaba saltármelos se ponían como fieras y me regresaban al final de la fila. Otro motivo era que el baño se encontraba en un estado deplorable, terriblemente sucio y con un olor nauseabundo. Incluso a veces era tan simple como que no había papel. Cosas así, nada del otro mundo. Y cuando sentía que mi vejiga estaba a punto de explotar, siempre me despertaba, iba al baño con absoluta tranquilidad y volvía a dormir como si nada —hice una pausa y un recuerdo me vino a la mente. “¿Sabes?, creo que deberías dejar de tomar café antes de acostarte. Así no tendrías que levantarte en mitad de la noche al baño y yo podría dormir tranquila por una vez en la vida”. Mi esposa me sugirió eso en algún momento, a manera de broma. Decidí hacerle caso, aunque fuera sólo por probar, pero tristemente no sirvió de nada—. En cambio, ahora… —me atrevo a levantar la cabeza, apenas lo suficiente para mirarla por entre mis pestañas, pero en seguida aparto la vista. Esos ojos tienen algo que me impide mirarlos durante mucho tiempo—. Ahora es algo horrible, espantoso. No es sólo una pesadilla, es, es… me está arruinando.

Silencio. Mantengo la vista baja, en espera de que la mujer diga algo. Por el rabillo del ojo noto como ella se limita a mirarme con la cabeza ladeada, inquisitiva, esperando a que continúe el relato. Una tos seca y rasposa sale de mi pecho sin que pueda evitarlo. El sonido que produce resulta en extremo ruidoso en esta habitación silenciosa. Demasiado, diría yo. No es natural. Tanto silencio, tanta quietud, como si incluso el viento tuviera miedo de soplar aquí dentro. Imagino que la mujer frente a mí es responsable de generar este ambiente. Probablemente sea algún truco para atemorizar a los ingenuos como yo que se aventuran a entrar aquí en busca de sus servicios.  

—Perdóneme. Es difícil para mí hablar de esto. Me… me apena mucho.

De nuevo, ambos permanecemos callados durante un rato más. Hasta que se vuelve insoportable. Ella no emite un solo sonido: no dice nada, no se mueve, incluso parece que no respira. De hecho, si no fuera por mi propia respiración cada vez más agitada, el silencio sería absoluto. Inhalo profundo, intentando tranquilizarme, y continúo.

—Bien, aquí va —sacudo la cabeza y me limpio el sudor de las manos en mi pantalón—. De un tiempo para acá, ese sueño al que prácticamente ya me había acostumbrado, ha pasado de ser un viejo conocido a convertirse en un acosador de mierda. No sé hace cuánto se produjo el cambio, pero…

—Perdone que lo interrumpa, pero, ¿sería tan amable de ir al punto?

La mujer se yergue en su asiento, altiva. Parece que me viera desde arriba, aunque yo soy mucho más alto que ella. Por primera vez desde que llegué, me atrevo a mirar directamente al interior de esos extraños ojos negros con dorado, en los que no descansa ni siquiera un rastro de empatía o comprensión. Su mirada está llena de desdén, de aburrimiento, como si haberme concedido este tiempo representara para ella un enorme fastidio y estuviera deseosa de terminar conmigo para irse a hacer cosas que realmente valgan su tiempo. El miedo que me produce la mujer se evapora ante la creciente furia que hierbe dentro de mí y que termina por explotar en un grito airado:

—¡HAY UN AHORCADO! Hay un ahorcado, ¡¿ya?! ¡Eso es lo que pasa! Ahora cada vez que sueño que entro al baño me encuentro frente a un largo pasillo que además está oscuro y huele mal y como ya no aguanto más empiezo a correr y correr pero el pasillo parece infinito y cuando pienso que jamás se terminará veo una luz y una puerta abierta y suspiro aliviado porque por fin llegué y… —hago una pausa para jalar aire e intentar controlar mi respiración frenética. Toda el coraje que me había impulsado a hablar se ha convertido en un terror absoluto, y las siguientes palabras que salen de mi boca son apenas un susurro entrecortado por el sollozo que amenaza con desbordar mi garganta— y entonces lo veo, colgado del techo, sus ojos abiertos inyectados en sangre, sus labios negros y partidos, y los arañazos frescos alrededor de su cuello. Pero lo más aterrador es cuando le dan los espasmos. No sé si eso significa que aún está vivo y lucha por meter aire a sus pulmones, o si se trata sólo de una reacción involuntaria de su cuerpo moribundo, pero ocurre. Sus piernas y brazos se sacuden y el cuerpo entero se balancea como un péndulo. Empiezo a gritar y, sin poder evitarlo, me orino encima. Corro de regreso por el interminable pasillo y, cuando estoy a punto de alcanzar la puerta de salida, me resbalo con algo y caigo de cara al suelo. Es en ese momento cuando me despierto gritando a todo pulmón, muerto de miedo, empapado en sudor y… también en orina.

Oculto la cara entre mis manos, como si con eso pudiera ocultar también mi vergüenza y escapar de esa mirada inquisidora que me atraviesa sin piedad hasta el alma. La ira que hasta hace apenas un momento me recorrió el cuerpo entero ha desaparecido, reemplazada por un sentimiento de vacío y desesperanza. Me siento drenado, tan cansado que todos los músculos me pesan una tonelada y cualquier leve movimiento resulta doloroso en extremo.  

—Bien —responde la mujer con tranquilidad. Estoy seguro de que con esos ojos de jaguar se da perfecta cuenta de mi malestar, pero no hace ningún intento por acercarse o comprobar si me encuentro estable—. ¿Cada cuánto ocurre esto?

—Si durmiera todas las noches sería cosa del diario, de eso no tengo duda. Pero hace algún tiempo que trato de dormir lo menos posible, cosa que tampoco me fha ayudado mucho. Pero a estas alturas prefiero estar desvelado y al borde del colapso durante el día, que enfrentarme con los terrores nocturnos que me acechan apenas pongo la cabeza sobre la almohada. Verá… estoy desesperado. He probado de todo y nada funciona. Me he pasado los últimos dos años entre psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y nada. Lo único que han conseguido es vaciarme los bolsillos. He estado horas enteras sentado en un sillón hablando sobre mis traumas de la infancia; me han medicado una y otra vez con cada nueva fórmula que sale al mercado. Incluso se plantearon la posibilidad de internarme en un asilo mental, pero por supuesto la rechacé —crucé los brazos, en un intento desesperado por ocultar el temblor de mis manos, de mi cuerpo entero. “Hay una institución muy reconocida que se dedica a tratar pacientes con afecciones similares a la suya. El coste es alto, pero los resultados son excelentes”. El médico que me recomendó tan encarecidamente aquella institución me entregó una tarjeta con los datos y me ofreció un generoso descuento a la hora de ingresar. Le di las gracias con una amplia sonrisa y, al salir del consultorio, arrojé la maldita tarjeta dentro del primer basurero que encontré en la calle—. Tengo una hija, ¿sabe? Y no tengo ningún interés en dejarla abandonada, ni a ella ni a su madre. Pero tampoco quiero que me vea en este estado: se está haciendo mayor, y cada vez es más difícil ocultarle el hecho de que su padre se despierta todas las noches gritando y cubierto de orina. Así que, como comprenderá, me urge encontrar una solución rápida y efectiva. Por… por eso estoy aquí, porque ya no sé a quién más recurrir.

Recuperado ya de mi episodio de rabia, me concentro en mi respiración mientras espero su respuesta. Las manos de la mujer descansan en los reposabrazos de su silla. Con una uña larga y afilada golpea rítmicamente sobre la madera. Los golpeteos se asemejan a los latidos de mi corazón desbocado, como si fuera ella la que llevara el ritmo. Sus ojos de pedernal me miran con incredulidad.

—¿Así que busca una solución rápida y efectiva? Bien, ¿por qué no me dice qué es exactamente lo que cree que pasará a continuación? ¿Piensa que danzaré a su alrededor, agitando hierbas en incienso sobre usted, mientras recito palabras en náhuatl y con eso quedará usted como nuevo? ¿O acaso piensa que le ofreceré algún brebaje mágico y listo, sanseacabó? —su voz se endurece. Pasa de ser una caricia a un golpe duro y certero—. No tiene ni la menor idea de cómo funciona esto, ¿verdad? Bueno, pues déjeme ponérselo en palabras sencillas, para que lo entienda: la magia exige siempre un alto precio para…

—No me importa el precio. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

Sus ojos brillan con irritación al ver su explicación interrumpida por mi comentario. Antes de que pueda decir nada, saco del bolsillo interior de mi chamarra un fajo de billetes y lo coloco en la mesa de centro que nos separa. La mujer mira el efectivo con un ligero toque de sorpresa y de sus labios escapa una risita sensual. Toma el dinero y niega levemente con la cabeza mientras lo cuenta con rapidez.

—No se trata de dinero. Pero de momento, esto servirá. Espere aquí.

Se levanta y camina hacia el cuarto que está a su derecha. El dinero ya ha desaparecido de sus manos. Permanezco sentado, prestando atención a los sonidos que salen de aquel lugar. Escucho ruidos metálicos, como de ollas y sartenes que chocan entre sí; agua que hierve y el golpe constante de un cuchillo sobre una tabla de madera. Parece como si estuviera cocinando, hasta que empiezo a escuchar los cantos. Primero suaves, lentos, pausados, con esa voz de terciopelo. Luego veo humo salir del cuarto y, a la par, los cantos aumentan en intensidad hasta volverse guturales. Finalmente, un grito desgarrador lo inunda todo y me deja momentáneamente sordo, aturdido. No sé si salió de boca de la mujer y, siendo sincero, prefiero no saberlo. Ella regresa a la salita como si nada, con un amuleto parecido a un atrapasueños en la mano izquierda. La derecha la trae envuelta en una venda blanca manchada de rojo. Deja caer el objeto en la mesita y vuelve a sentarse con esa gracia felina y sobrenatural que posee.

—Tome, coloque esto bajo su almohada durante siete noches seguidas. A la octava, quémelo en un recipiente de madera junto con unas hojas de ruda y flores de valeriana. Le daré unas oraciones dedicadas al dios Xoaltentli, que deberá recitar todas las noches antes de dormir y una para cuando realice la quema. Le advierto que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra, o de lo contrario…

—Sí, sí. Un alto precio deberá pagarse. Ya lo he entendido. Muchas gracias señora, con su permiso.

Me levanté de la silla tan deprisa que me mareé. Apunto estuve de caer sobre la mujer, pero logré recuperar el equilibrio a tiempo. La miré y sonreí apenado, disculpándome en silencio. No respondió. Sus ojos estaban cerrados y, aunque daba la impresión de haberse quedado dormida, de algún modo sabía que podía verme, que se había dado cuenta de todo. Me retiré sin más, deseoso de abandonar por fin ese horrible lugar, y volví a casa.

***

Durante seis noches realicé el ritual, tal como lo especificó la bruja. El primer día fue el más fácil. Seguí sus indicaciones con precisión, apresurándome lo más que pude para evitar que mi esposa me descubriera haciendo brujería en la casa. Traté de no pensar mucho en lo que estaba haciendo. Sabía que, en cuanto empezara a darle vueltas de más al asunto, arrojaría toda la parafernalia mágica por la ventana y renunciaría a esta locura. Porque era una locura, de eso no tenía duda. Pero al menos merecía el beneficio de la duda, ya que todo lo demás no había servido para nada. Terminé un segundo antes de que mi esposa asomara la cabeza por la puerta.

            —Mira, hacía mucho que no te ibas a la cama tan temprano —sonrió y me lanzó un beso antes de cerrar la puerta—. ¡Buenas noches!

            Por obvias razones, ya no dormíamos en la misma cama. Ni siquiera en la misma recámara. Pero siempre venía a darme las buenas noches antes de acostarse. Deseé con todas mis fuerzas que esto funcionara para volver a dormir junto a ella, abrazados. Y ya fuera por eso o por alguna especie de efecto placebo, esa primera noche dormí mejor que nunca. Fue la única. 

Cada noche que pasaba, los sueños que me acosaban se volvían más y más aterradores. Intenté pensar en lo que estaba haciendo como en una purga: cada día que transcurría me hacía sentir peor, pero confiaba en que al final todo lo malo, todas las toxinas saldrían de mí y me sentiría ligero, limpio, libre. Sin embargo, cada mañana me levantaba más y más mal, y el día se volvía una agonía al pensar en los horrores que me esperan al dormir.

La última noche, tan cansado ya de todo, me fui a dormir sin realizar el ritual. No era mi intención. Simplemente me recosté un momento porque no podía mantenerme en pie, pero debí quedarme dormido sin querer. Por ahí de las tres de la mañana un grito ensordecedor me despertó. Escuché a mi esposa levantarse y correr hacia el cuarto de nuestra hija. La seguí lo más rápido que pude. Abrí la puerta de una patada y encontré a mi hija gritando a todo pulmón sobre una cama cubierta de orina. Un atrapasueños descansaba en el buró de junto, y supe entonces que el precio que la bruja mencionó había sido pagado.

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