El
precio de un buen sueño
—Siempre
ha estado conmigo, desde que tengo memoria, pero jamás se había presentado de
esta manera tan… violenta —dije, retorciéndome las manos con nerviosismo—. No
recuerdo la primera vez que lo soñé, ni el orden en que fueron apareciendo las
distintas mmm… ¿cómo decirlo? Las distintas… variantes. Después de tantos años,
todo se ha vuelto confuso.
La
mujer sentada frente a mí me examina con unos ojos que parecen estar tallados
en piedra. Oscuros y fríos como una noche invernal, pero… ahí. Cuando se gira y
el tenue rayo de luz que entra por la ventana la alcanza, percibo unas pequeñas
motas doradas, como destellos de oro. Lo más probable es que sea un efecto
óptico producido por el sol. Su mirada pasa de la ventana a mis manos y se
queda quieta ahí, analizándolas. Al percatarme de esto, instantáneamente dejo
de moverlas y las coloco sobre mis piernas. Ella sonríe, satisfecha.
—¿Las
variantes, dice? No entiendo muy bien a qué se refiere. ¿Podría ser un poco más
específico, por favor?
Su
voz es suave, apenas un susurro en el viento, una caricia. Pero al escucharla
hablar siento como si algo me recorriera la espalda, algo frío y duro, como si
una mano fantasma estuviera atravesando una daga por toda mi columna vertebral,
desde la nuca hasta el coxis. Intento controlar el temblor que amenaza con
sacudirme entero en un intento desesperado por liberarme del efecto que me produjo
su voz y, carraspeando para aclararme la garganta, continúo con mi explicación.
—Sí,
bueno… como le dije antes, el sueño había sido siempre el mismo. Siempre se
trató de mí queriendo ir al baño y jamás lográndolo. Lo que ha ido cambiando
con el paso del tiempo son los motivos. Al principio era porque la puerta
estaba cerrada y yo no conseguía abrirla, no importa que tan fuerte la empujara
o jalara. En otra ocasión fue porque había una gran fila de gente esperando
para entrar y, aunque yo les suplicaba que me permitieran pasar antes porque no
aguantaba más, era como hablar con la pared. Nadie me respondía, pero si
intentaba saltármelos se ponían como fieras y me regresaban al final de la fila.
Otro motivo era que el baño se encontraba en un estado deplorable,
terriblemente sucio y con un olor nauseabundo. Incluso a veces era tan simple
como que no había papel. Cosas así, nada del otro mundo. Y cuando sentía que mi
vejiga estaba a punto de explotar, siempre me despertaba, iba al baño con
absoluta tranquilidad y volvía a dormir como si nada —hice una pausa y un
recuerdo me vino a la mente. “¿Sabes?, creo que deberías dejar de tomar café
antes de acostarte. Así no tendrías que levantarte en mitad de la noche al baño
y yo podría dormir tranquila por una vez en la vida”. Mi esposa me sugirió eso
en algún momento, a manera de broma. Decidí hacerle caso, aunque fuera sólo por
probar, pero tristemente no sirvió de nada—. En cambio, ahora… —me atrevo a
levantar la cabeza, apenas lo suficiente para mirarla por entre mis pestañas,
pero en seguida aparto la vista. Esos ojos tienen algo que me impide mirarlos
durante mucho tiempo—. Ahora es algo horrible, espantoso. No es sólo una
pesadilla, es, es… me está arruinando.
Silencio.
Mantengo la vista baja, en espera de que la mujer diga algo. Por el rabillo del
ojo noto como ella se limita a mirarme con la cabeza ladeada, inquisitiva,
esperando a que continúe el relato. Una tos seca y rasposa sale de mi pecho sin
que pueda evitarlo. El sonido que produce resulta en extremo ruidoso en esta
habitación silenciosa. Demasiado, diría yo. No es natural. Tanto silencio,
tanta quietud, como si incluso el viento tuviera miedo de soplar aquí dentro.
Imagino que la mujer frente a mí es responsable de generar este ambiente.
Probablemente sea algún truco para atemorizar a los ingenuos como yo que se
aventuran a entrar aquí en busca de sus servicios.
—Perdóneme.
Es difícil para mí hablar de esto. Me… me apena mucho.
De
nuevo, ambos permanecemos callados durante un rato más. Hasta que se vuelve
insoportable. Ella no emite un solo sonido: no dice nada, no se mueve, incluso
parece que no respira. De hecho, si no fuera por mi propia respiración cada vez
más agitada, el silencio sería absoluto. Inhalo profundo, intentando
tranquilizarme, y continúo.
—Bien,
aquí va —sacudo la cabeza y me limpio el sudor de las manos en mi pantalón—. De
un tiempo para acá, ese sueño al que prácticamente ya me había acostumbrado, ha
pasado de ser un viejo conocido a convertirse en un acosador de mierda. No sé
hace cuánto se produjo el cambio, pero…
—Perdone
que lo interrumpa, pero, ¿sería tan amable de ir al punto?
La
mujer se yergue en su asiento, altiva. Parece que me viera desde arriba, aunque
yo soy mucho más alto que ella. Por primera vez desde que llegué, me atrevo a
mirar directamente al interior de esos extraños ojos negros con dorado, en los
que no descansa ni siquiera un rastro de empatía o comprensión. Su mirada está
llena de desdén, de aburrimiento, como si haberme concedido este tiempo
representara para ella un enorme fastidio y estuviera deseosa de terminar
conmigo para irse a hacer cosas que realmente valgan su tiempo. El miedo que me
produce la mujer se evapora ante la creciente furia que hierbe dentro de mí y
que termina por explotar en un grito airado:
—¡HAY
UN AHORCADO! Hay un ahorcado, ¡¿ya?! ¡Eso es lo que pasa! Ahora cada vez que
sueño que entro al baño me encuentro frente a un largo pasillo que además está
oscuro y huele mal y como ya no aguanto más empiezo a correr y correr pero el
pasillo parece infinito y cuando pienso que jamás se terminará veo una luz y
una puerta abierta y suspiro aliviado porque por fin llegué y… —hago una pausa
para jalar aire e intentar controlar mi respiración frenética. Toda el coraje que
me había impulsado a hablar se ha convertido en un terror absoluto, y las
siguientes palabras que salen de mi boca son apenas un susurro entrecortado por
el sollozo que amenaza con desbordar mi garganta— y entonces lo veo, colgado
del techo, sus ojos abiertos inyectados en sangre, sus labios negros y partidos,
y los arañazos frescos alrededor de su cuello. Pero lo más aterrador es cuando
le dan los espasmos. No sé si eso significa que aún está vivo y lucha por meter
aire a sus pulmones, o si se trata sólo de una reacción involuntaria de su
cuerpo moribundo, pero ocurre. Sus piernas y brazos se sacuden y el cuerpo
entero se balancea como un péndulo. Empiezo a gritar y, sin poder evitarlo, me
orino encima. Corro de regreso por el interminable pasillo y, cuando estoy a
punto de alcanzar la puerta de salida, me resbalo con algo y caigo de cara al
suelo. Es en ese momento cuando me despierto gritando a todo pulmón, muerto de
miedo, empapado en sudor y… también en orina.
Oculto
la cara entre mis manos, como si con eso pudiera ocultar también mi vergüenza y
escapar de esa mirada inquisidora que me atraviesa sin piedad hasta el alma. La
ira que hasta hace apenas un momento me recorrió el cuerpo entero ha
desaparecido, reemplazada por un sentimiento de vacío y desesperanza. Me siento
drenado, tan cansado que todos los músculos me pesan una tonelada y cualquier
leve movimiento resulta doloroso en extremo.
—Bien
—responde la mujer con tranquilidad. Estoy seguro de que con esos ojos de jaguar
se da perfecta cuenta de mi malestar, pero no hace ningún intento por acercarse
o comprobar si me encuentro estable—. ¿Cada cuánto ocurre esto?
—Si
durmiera todas las noches sería cosa del diario, de eso no tengo duda. Pero
hace algún tiempo que trato de dormir lo menos posible, cosa que tampoco me fha
ayudado mucho. Pero a estas alturas prefiero estar desvelado y al borde del
colapso durante el día, que enfrentarme con los terrores nocturnos que me
acechan apenas pongo la cabeza sobre la almohada. Verá… estoy desesperado. He
probado de todo y nada funciona. Me he pasado los últimos dos años entre
psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y nada. Lo único que han conseguido es
vaciarme los bolsillos. He estado horas enteras sentado en un sillón hablando
sobre mis traumas de la infancia; me han medicado una y otra vez con cada nueva
fórmula que sale al mercado. Incluso se plantearon la posibilidad de internarme
en un asilo mental, pero por supuesto la rechacé —crucé los brazos, en un
intento desesperado por ocultar el temblor de mis manos, de mi cuerpo entero.
“Hay una institución muy reconocida que se dedica a tratar pacientes con
afecciones similares a la suya. El coste es alto, pero los resultados son
excelentes”. El médico que me recomendó tan encarecidamente aquella institución
me entregó una tarjeta con los datos y me ofreció un generoso descuento a la
hora de ingresar. Le di las gracias con una amplia sonrisa y, al salir del
consultorio, arrojé la maldita tarjeta dentro del primer basurero que encontré
en la calle—. Tengo una hija, ¿sabe? Y no tengo ningún interés en dejarla
abandonada, ni a ella ni a su madre. Pero tampoco quiero que me vea en este
estado: se está haciendo mayor, y cada vez es más difícil ocultarle el hecho de
que su padre se despierta todas las noches gritando y cubierto de orina. Así
que, como comprenderá, me urge encontrar una solución rápida y efectiva. Por…
por eso estoy aquí, porque ya no sé a quién más recurrir.
Recuperado
ya de mi episodio de rabia, me concentro en mi respiración mientras espero su
respuesta. Las manos de la mujer descansan en los reposabrazos de su silla. Con
una uña larga y afilada golpea rítmicamente sobre la madera. Los golpeteos se
asemejan a los latidos de mi corazón desbocado, como si fuera ella la que
llevara el ritmo. Sus ojos de pedernal me miran con incredulidad.
—¿Así
que busca una solución rápida y efectiva? Bien, ¿por qué no me dice qué es
exactamente lo que cree que pasará a continuación? ¿Piensa que danzaré a su
alrededor, agitando hierbas en incienso sobre usted, mientras recito palabras
en náhuatl y con eso quedará usted como nuevo? ¿O acaso piensa que le ofreceré
algún brebaje mágico y listo, sanseacabó? —su voz se endurece. Pasa de ser una
caricia a un golpe duro y certero—. No tiene ni la menor idea de cómo funciona
esto, ¿verdad? Bueno, pues déjeme ponérselo en palabras sencillas, para que lo
entienda: la magia exige siempre un alto precio para…
—No
me importa el precio. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.
Sus
ojos brillan con irritación al ver su explicación interrumpida por mi
comentario. Antes de que pueda decir nada, saco del bolsillo interior de mi
chamarra un fajo de billetes y lo coloco en la mesa de centro que nos separa.
La mujer mira el efectivo con un ligero toque de sorpresa y de sus labios
escapa una risita sensual. Toma el dinero y niega levemente con la cabeza
mientras lo cuenta con rapidez.
—No
se trata de dinero. Pero de momento, esto servirá. Espere aquí.
Se
levanta y camina hacia el cuarto que está a su derecha. El dinero ya ha
desaparecido de sus manos. Permanezco sentado, prestando atención a los sonidos
que salen de aquel lugar. Escucho ruidos metálicos, como de ollas y sartenes
que chocan entre sí; agua que hierve y el golpe constante de un cuchillo sobre
una tabla de madera. Parece como si estuviera cocinando, hasta que empiezo a escuchar
los cantos. Primero suaves, lentos, pausados, con esa voz de terciopelo. Luego
veo humo salir del cuarto y, a la par, los cantos aumentan en intensidad hasta
volverse guturales. Finalmente, un grito desgarrador lo inunda todo y me deja
momentáneamente sordo, aturdido. No sé si salió de boca de la mujer y, siendo
sincero, prefiero no saberlo. Ella regresa a la salita como si nada, con un
amuleto parecido a un atrapasueños en la mano izquierda. La derecha la trae
envuelta en una venda blanca manchada de rojo. Deja caer el objeto en la mesita
y vuelve a sentarse con esa gracia felina y sobrenatural que posee.
—Tome,
coloque esto bajo su almohada durante siete noches seguidas. A la octava,
quémelo en un recipiente de madera junto con unas hojas de ruda y flores de
valeriana. Le daré unas oraciones dedicadas al dios Xoaltentli, que deberá
recitar todas las noches antes de dormir y una para cuando realice la quema. Le
advierto que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra, o de lo
contrario…
—Sí,
sí. Un alto precio deberá pagarse. Ya lo he entendido. Muchas gracias señora,
con su permiso.
Me
levanté de la silla tan deprisa que me mareé. Apunto estuve de caer sobre la
mujer, pero logré recuperar el equilibrio a tiempo. La miré y sonreí apenado,
disculpándome en silencio. No respondió. Sus ojos estaban cerrados y, aunque
daba la impresión de haberse quedado dormida, de algún modo sabía que podía
verme, que se había dado cuenta de todo. Me retiré sin más, deseoso de
abandonar por fin ese horrible lugar, y volví a casa.
***
Durante
seis noches realicé el ritual, tal como lo especificó la bruja. El primer día
fue el más fácil. Seguí sus indicaciones con precisión, apresurándome lo más
que pude para evitar que mi esposa me descubriera haciendo brujería en la casa.
Traté de no pensar mucho en lo que estaba haciendo. Sabía que, en cuanto
empezara a darle vueltas de más al asunto, arrojaría toda la parafernalia
mágica por la ventana y renunciaría a esta locura. Porque era una locura, de
eso no tenía duda. Pero al menos merecía el beneficio de la duda, ya que todo
lo demás no había servido para nada. Terminé un segundo antes de que mi esposa
asomara la cabeza por la puerta.
—Mira, hacía mucho que no te ibas a
la cama tan temprano —sonrió y me lanzó un beso antes de cerrar la puerta—.
¡Buenas noches!
Por obvias razones, ya no dormíamos
en la misma cama. Ni siquiera en la misma recámara. Pero siempre venía a darme
las buenas noches antes de acostarse. Deseé con todas mis fuerzas que esto
funcionara para volver a dormir junto a ella, abrazados. Y ya fuera por eso o
por alguna especie de efecto placebo, esa primera noche dormí mejor que nunca.
Fue la única.
Cada
noche que pasaba, los sueños que me acosaban se volvían más y más aterradores. Intenté
pensar en lo que estaba haciendo como en una purga: cada día que transcurría me
hacía sentir peor, pero confiaba en que al final todo lo malo, todas las
toxinas saldrían de mí y me sentiría ligero, limpio, libre. Sin embargo, cada
mañana me levantaba más y más mal, y el día se volvía una agonía al pensar en
los horrores que me esperan al dormir.
La
última noche, tan cansado ya de todo, me fui a dormir sin realizar el ritual. No
era mi intención. Simplemente me recosté un momento porque no podía mantenerme
en pie, pero debí quedarme dormido sin querer. Por ahí de las tres de la mañana
un grito ensordecedor me despertó. Escuché a mi esposa levantarse y correr
hacia el cuarto de nuestra hija. La seguí lo más rápido que pude. Abrí la
puerta de una patada y encontré a mi hija gritando a todo pulmón sobre una cama
cubierta de orina. Un atrapasueños descansaba en el buró de junto, y supe
entonces que el precio que la bruja mencionó había sido pagado.
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