El lince ibérico
Odio estas
salidas al bar cuando un montón de personas que apenas se conocen se sientan a
la mesa, se piden sus cervezas, empiezan a hablar de películas de Disney o de
algún amigo que vive en un pueblo lejano y no hay quien les entienda. Por lo
menos yo, que soy extranjera, no les entiendo. Me quedo callada intentando
seguir el hilo, pero me cuesta y dentro de un rato pierdo el interés. No
conozco a la gente de la que hablan. No me gustan las películas de Disney. Y mi
español todavía deja mucho que desear.
La fiesta a la
que me llevó Lera cuando la visitaba en Madrid era una de estas. Peor todavía,
era una fiesta sorpresa que le hicieron a uno de sus compañeros del máster: se
pusieron de acuerdo con la novia del chico, ella lo invitó a un bar “a tomar
algo” para celebrar su cumpleaños, supuestamente entre ellos dos, pero en
cuanto llegaron, aparecieron casi todos sus compañeros de clase y unas personas
más. Este tipo de sorpresas que a muchos españoles tanto les gustan, para mí no
son otra cosa que una infracción de los límites personales.
Al principio no
quería ir porque no conocía al cumpleañero, pero Lera me convenció. “Te vendrá
bien para practicar español”. Yo, en realidad, no quería practicar nada, lo que
necesitaba era distraerme después de cuatro meses de clases cuatro veces a la
semana, un montón de trabajo, un idioma prácticamente desconocido y la
adaptación a una nueva realidad que resultó ser más dura de lo que me había
imaginado.
Antes de venir a
España, yo apenas conocía a Lera ―era una antigua compañera de clase de mi
exnovia y solo coincidimos unas cuantas veces en fiestas de cumpleaños y otras
ocasiones parecidas― y no podía esperar que me prestara demasiada atención. Así
que no me sorprendió cuando, después de unos veinte minutos, se levantó y se
sentó al lado de un chico latinoamericano, su compañero del máster, que
seguramente le interesaba mucho más que yo. Me quedé un rato escuchando las
conversaciones de los demás e intentando, sin mucho éxito, hablar con un chico
inglés que estaba a mi lado. Le estaba contando sobre las ciudades que había
visitado en España cuando escuché una voz que supuestamente se dirigía a mí.
―¿Puedo? ―Me giré
y vi a una chica de pelo largo y oscuro que se estaba sentando en la silla donde
antes había estado Lera. Asentí con la cabeza―. Eres amiga de Lera, ¿verdad?
―Sí. ¿Y tú?
―Yo soy amiga de
Miguel. ¿Conoces a Miguel? ―Hice un gesto negativo con la cabeza―. Es ese chico
de allí, un compañero de Lera. ―Intentó señalarme a un chico al otro lado de la
mesa, pero no entendí a quién se refería―. ¿También eres de Rusia?
―Sí. Me llamo
Vera. ¿Y tú?
―Soy María. Guera, ¿no?
―Vera. Con uve,
como Valencia.
―Ah. Encantada.
Siempre me pasaba
lo mismo. Nunca antes habría pensado que mi nombre ―tan sencillo, solo cuatro
letras― pudiera ser complicado de entender, pero los españoles con su
incapacidad genética de distinguir y pronunciar la V casi nunca lograban captarlo
bien a la primera. Pensaban que me llamaba Guera, Hiera, Dera. En algún momento
se me ocurrió este truco con Valencia, sobre todo para que los funcionarios
públicos y empleados de mi academia de idiomas lo escribieran bien.
En los siguientes
minutos, intenté aprovechar la situación para practicar las típicas frases de
libros de español para principiantes: presentarse, hablar del trabajo y
estudios, etc. Pero, como suele sucedernos a los extranjeros, a veces se me
escapaba media frase de mi interlocutora y tenía que pedir aclaraciones ―lo que
no me gustaba nada― o improvisar.
―Voy a pedirme otra.
―María se levantó y me preguntó algo que no logré descifrar, así que me
apresuré para levantarme también. No quería que se quedara en la barra hablando
con alguien, quería seguir con nuestra conversación.
―Yo también.
Nos dirigimos a
la barra. Me fijé en los tatuajes que María tenía en los brazos: una nube
sonriendo con un arco iris, un libro abierto y una cabeza de un animal, tal vez
un lince. Primero mi atención atrajo la nube ―o más bien el arco iris, tatuado
en color a diferencia de otras imágenes―, y luego el felino. Quería preguntarle
qué animal era exactamente, por qué se lo había tatuado y qué significaba para
ella, decirle que para mí el lince era casi como un tótem, pero mi español no
daba para ello. Sin embargo, me di cuenta de que teníamos algo en común.
―¿Y qué te parece
Valencia? ―María estaba jugueteando con el móvil mientras esperaba su cerveza.
―Bien, bien… ―Al
principio no entendí por qué me lo estaba preguntando. Según recordaba, no fue a
María, sino al chico inglés a quien le hablé de mi reciente viaje a Valencia, pero
era probable que ella lo hubiera escuchado―. Me gusta.
―Yo nunca he
estado, pero me gustaría ir algún día.
Solo unos minutos
después, cuando ella me estaba preguntando si mi casa estaba cerca de la playa
y si iba a menudo, me di cuenta de que María había entendido todo mal y había
pensado que yo vivía en Valencia. En el primer momento pensé que tenía que
hacer algo, arreglar la situación antes de que fuera demasiado tarde. Ya llevábamos
un tiempo hablando del tema. Me imaginé cómo se lo explicaba con mi escaso
español y me sentí muy avergonzada. Pensará que soy una tonta. Una extranjera
rara que no sabe ni donde vive. Una loca. ¿Cómo seguiremos hablando después de
eso? No quería quedar mal por un malentendido tan tonto. Así que le contesté
algo incierto sobre las playas e intenté cambiar de tema. “De todas formas, lo
más seguro es que no nos volvamos a ver”, pensé.
Cuando Lera y yo llegamos
a casa después de la fiesta, ya en la cama, me pasé un buen rato viendo en
internet imágenes de tatuajes con linces. Yo no tenía tatuajes y nunca había
pensado hacerme ninguno, pero me acordaba del de María y me gustaba. “Tengo que
verla otra vez, por lo menos para preguntarle qué significa”, decidí.
Nos volvimos a
ver un día antes de mi regreso a Granada (a Valencia, como pensaba ella). María
se propuso para enseñarme Madrid, así que quedamos en la Puerta de Alcalá y dimos
una vuelta por las calles del centro. Me contó que había estudiado un grado de
periodismo y quería hacer un máster, pero todavía no sabía cuál. Preguntó qué
estaba estudiando yo, asumiendo que estaba en la universidad. Esta vez quise
evitar el malentendido cuanto antes.
―Español. Estudio
español.
―¿En plan
filología hispánica? ¿Traducción?
―No, solo
español. Estoy en un curso de español. En una academia.
Lo repetí varias
veces de diferentes maneras para asegurarme de que María me entendiera bien. Ya
era suficiente lo de Valencia. Por un momento pensé que era el momento para
explicarle el malentendido anterior, pero volví a imaginar lo tonta que
quedaría hablando de esto sin ningún pretexto y decidí no sacar el tema. En
algún sentido, incluso me gustaba tener este secreto, estar creando una
identidad falsa para una persona con la que seguramente no iba a contactar
mucho. No sentía que estuviera haciendo algo malo, al contrario, esta situación
me daba una posibilidad de ser más libre, esconder mi verdadero ser y
convertirme en cierto modo en otra persona.
En realidad, era justo
lo que necesitaba: no me gustaba mucho la vida que llevaba últimamente. Desde
que llegué a España hace cuatro meses, casi no descansaba. Como mi nivel de
español no era muy alto, decidí primero hacer un curso intensivo de un año y
luego ver si consigo un trabajo o me matriculo en alguna universidad. Lo malo
era que el curso de español era mucho más caro que un año de carrera, así que
me gasté todos mis ahorros y tenía que trabajar mucho. Corregía libros para una
editorial de Moscú, daba clases de ruso a niños que se preparaban para los
exámenes, traducía artículos del inglés. El resto del tiempo lo ocupaban las clases
de español (veinte horas semanales) y los deberes. Estaba viviendo en un piso
compartido con dos chicas con las que no me llevaba muy bien. Quería viajar,
pero lo único que me podía permitir eran escapadas de dos o tres días a las
ciudades donde tenía amigas o conocidas, como en Valencia o en Madrid. No era
una vida que me gustara, así que me aferré a la posibilidad de imaginarme otra,
aunque fuera solo para unas horas.
Después de pasear
un rato, nos pedimos unos cafés para llevar y nos sentamos en el Retiro, al
lado del estanque. Su brazo se movía a mi lado y me quedé un rato mirando el
tatuaje del lince. “Es el momento para preguntar qué significa”, pensé.
―Muy bonito. Me
gusta.
―Gracias. ―Sonrió,
miró su tatuaje y luego a mí. Nuestras miradas se cruzaron para un segundo.
Bajé los ojos.
―¿Qué animal es?
―El lince
ibérico. Viven en los bosques de España, ¿sabes?
―Sí. Me gusta
mucho este animal. ―Quisiera decirle más cosas sobre mi pasión por los linces,
pero fue lo único que pude formular.
―Es que mis
abuelos son de Andalucía, de Cádiz… Cerca hay un parque que se llama Doñana y
allí viven los linces. Me gustan desde que era niña y visitaba a mis abuelos
allí, soñaba con encontrarme uno cuando íbamos al campo.
Una parte de mí
quería decirle que yo también vivía en Andalucía y que conocía un poco esta
región, pero la otra era consciente de que no tenía que hacerlo. Era muy raro
saber que tienes algo en común con una persona, pero no lo puedes compartir. Y
la otra persona nunca lo va a saber.
Seguía observando
el brazo de María con el tatuaje del lince, que casi me rozaba. No sentía
ninguna incomodidad física, más bien lo contrario, y al mismo tiempo me daba
pena que seguramente nuestra comunicación no continuara. Tal vez este encuentro
era el último. Y la causa de ello no era solo el hecho de que vivíamos en
diferentes ciudades, sino también este malentendido que con cada minuto era más
difícil de arreglar.
Cuando nos
despedíamos, en una estación de metro, ya era bastante tarde.
―Entonces te vas
mañana, ¿no?
―Sí. Mañana.
―¿En tren?
―En autobús. ―Me
sentí un poco tensa, como cada vez que ella mencionaba algo relacionado con mi
lugar de residencia. “Pero habrá autobuses entre Madrid y Valencia, seguro que
los habrá… Si los hay entre Madrid y Granada…”, pensé.
―Pues que tengas
un buen viaje.
―Gracias.
―Seguiremos en
contacto.
Nos dimos un
abrazo y fuimos cada una a coger su tren.
Mi autobús salía
a las ocho de la mañana, sin embargo, me quedé hasta tarde sin dormirme, buscando
en internet fotos de linces ibéricos, explorando el mapa de la provincia de
Cádiz y recordando varios momentos del día que había pasado con María.
Volví a Granada y
a mi día a día. Por la mañana iba a la academia de español, regresaba a casa
para comer (la mayoría de mis compañeros de clase iban juntos a algún
restaurante, pero para mí era demasiado caro) y trabajaba hasta tarde. El
trabajo de correctora y profesora particular no era algo a lo que quisiera
dedicar toda mi vida, pero era flexible y así podía ganarme lo justo para poder
vivir en España. Esperaba que después de este primer año pudiera encontrar
algún empleo aquí. Pero no estaba segura. Ya iba acostumbrándome a la
incertidumbre de mi futuro y no pensaba mucho en el día de mañana.
Sin embargo,
después del viaje a Madrid algo había cambiado. Ahora sabía que en mi vida en España
había lugar para algo más, no solo para el trabajo y los estudios. Para nuevas
personas, por ejemplo. Unos días después de mi regreso, vi una publicación con
fotos de linces ibéricos y la mandé a María. Luego también le mandé fotos de linces
europeos, que de otra manera se llaman euroasiáticos o boreales (me pareció
curiosa la coincidencia de los nombres de estas subespecies con nuestros
lugares de origen, pero no se lo comenté).
Así empezó
nuestra comunicación virtual. No nos contestábamos en seguida, pero poco a poco
la conversación se iba desarrollando. Casi cada día nos escribíamos algo o nos
mandábamos imágenes. Sentía que había un interés mutuo, pero todavía no entendía
de qué naturaleza era. Simplemente me gustaba la sensación de estar en contacto
con una chica española, que además me parecía una persona muy interesante y
extraordinaria. Sus mensajes me alegraban los días y en cierto modo me sacaban
de mi rutina.
Casi no me acordaba
de este tonto malentendido con Valencia: casi nunca hablábamos de temas en las
que mi ubicación fuera importante. No salía mucho de casa, si no era para ir a
clase, así que hablábamos sobre todo de cosas generales, como los estudios, la música,
los animales (María tenía un gato y me enviaba sus fotos). Cuando me preguntaba
cosas mencionando Valencia (como “¿Qué tal el tiempo en Valencia hoy?”), le
contestada en general, sin precisar nada. Como si la palabra “Valencia” no
estuviera en su mensaje.
Pasó más de un
mes desde que empezamos a escribirnos casi cada día cuando por primera vez soñé
con ella. Era un sueño muy raro y confuso del que casi no recordé nada. Me
desperté a las cinco y media de la mañana, mucho antes de la hora a la que
tenía que levantarme, pero no pude volver a dormirme y me puse a mirar las
redes sociales. Estuve viendo las antiguas publicaciones de María en Instagram
intentando encontrar fotos en las que saliera ella (no había muchas). Luego me
levanté y me fui a clase. No le conté lo del sueño, pero estuve toda la tarde escribiéndole.
Aquel día entendí que mi interés en ella tenía un componente romántico. Creo
que de alguna manera indirecta ella lo comprendió. Y tal vez le pasaba lo
mismo.
Nuestras
conversaciones se hacían cada vez más largas e intensas. Era algo que me
gustaba, pero no quería pensar si algún día nos íbamos a ver o si esto podría
convertirse en algo más serio. El hecho de que ella pensaba que yo vivía en
Valencia estaba detrás de cada conversación, en el fondo, haciendo imposible
cualquier desarrollo de la relación en la vida real. No podía imaginarme
ninguna posibilidad de explicarle por qué le había estado mintiendo todo este
tiempo, aunque en realidad no era una mentira por mi parte, sino un
malentendido por su parte que yo no pude aclarar a tiempo. Me ayudaba mucho mi
nueva costumbre de no pensar en el futuro. Intentaba disfrutar de los buenos
momentos y casi siempre lo lograba.
Pocos días antes
de la Semana Santa me preguntó cuáles eran mis planes. Tal vez quería que nos
viéramos en persona, y esta idea me emocionó, pero en seguida pensé en lo de
Valencia y sentí que tenía que tomar precauciones. Durante la Semana Santa no
había clases en la academia de español, pero tenía un manuscrito gigante para
corregir en un tiempo limitado. Comprobé el calendario y entendí que no podía
ir a Madrid para verla: con tanto trabajo era imposible. Además, los billetes ya
eran muy caros. Así que le dije que estaba ocupada y cambié de tema esperando que
ella no volviera a sacarlo.
Y no lo sacó.
Seguimos hablando como antes, todos los días, enviándonos fotos y canciones.
Pero dentro de mí siempre había una preocupación mezclada con miedo y vergüenza
por mi mentira involuntaria. Un día incluso me puse a redactar el borrador de
un mensaje en el que le explicaría todo. “María, tengo que decirte una cosa…”,
escribía yo y en seguida lo borraba. Sonaba demasiado serio, como un drama
familiar, y nosotras ni siquiera teníamos una relación. “María, hay una cosa
importante…”. No, tampoco. “María, ¿sabes qué?”. No. Incluso pensé inventar una
historia de que antes sí había vivido en Valencia, pero me había mudado a
Granada. Que me estaba mudado justo ahora. En Semana Santa, que ya había
empezado. ¿Quién se muda en plena Semana Santa?
Al final dejé esta
idea y me dediqué a la corrección del libro, que estaba bastante mal escrito y
requería más tiempo de lo que esperaba. En las pausas comprobaba el móvil, pero
parecía que María también estaba ocupada: me escribía menos que antes. No me
preocupaba: seguramente estaba con la familia.
El viernes de la Semana
Santa, que para mí era un viernes laboral cualquiera, me desperté y, como
siempre, le escribí “Buenos días” a María. Normalmente ella se levantaba un
poco más tarde que yo y me contestaba. Lo que me sorprendió fue que el mensaje
no le llegó: solo había un check en
WhatsApp. No le di mucha importancia, desayuné y me puse con el libro. Ya eran
casi las once cuando volví a revisar nuestra conversación: María todavía no
había recibido el mensaje. Me pareció raro, pero seguí trabajando.
Dentro de media
hora, oí la vibración del móvil. Era María, me estaba llamando por WhatsApp,
cosa que nunca antes había hecho. Encima era una videollamada. Sorprendida, le
contesté.
―Hola.
―Hola, Vera. ¿Ves
dónde estoy? ―Dio media vuelta con la cámara del móvil: había mucha gente y un
tablón que ponía “Llegadas”―. ¡En Valencia! ¿Me das la dirección de tu casa o
prefieres que nos veamos en el centro?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.