martes, 13 de mayo de 2025

-Relato 1 de Anna Orlitskaia

El lince ibérico

 

Odio estas salidas al bar cuando un montón de personas que apenas se conocen se sientan a la mesa, se piden sus cervezas, empiezan a hablar de películas de Disney o de algún amigo que vive en un pueblo lejano y no hay quien les entienda. Por lo menos yo, que soy extranjera, no les entiendo. Me quedo callada intentando seguir el hilo, pero me cuesta y dentro de un rato pierdo el interés. No conozco a la gente de la que hablan. No me gustan las películas de Disney. Y mi español todavía deja mucho que desear.

    La fiesta a la que me llevó Lera cuando la visitaba en Madrid era una de estas. Peor todavía, era una fiesta sorpresa que le hicieron a uno de sus compañeros del máster: se pusieron de acuerdo con la novia del chico, ella lo invitó a un bar “a tomar algo” para celebrar su cumpleaños, supuestamente entre ellos dos, pero en cuanto llegaron, aparecieron casi todos sus compañeros de clase y unas personas más. Este tipo de sorpresas que a muchos españoles tanto les gustan, para mí no son otra cosa que una infracción de los límites personales.

    Al principio no quería ir porque no conocía al cumpleañero, pero Lera me convenció. “Te vendrá bien para practicar español”. Yo, en realidad, no quería practicar nada, lo que necesitaba era distraerme después de cuatro meses de clases cuatro veces a la semana, un montón de trabajo, un idioma prácticamente desconocido y la adaptación a una nueva realidad que resultó ser más dura de lo que me había imaginado.

    Antes de venir a España, yo apenas conocía a Lera ―era una antigua compañera de clase de mi exnovia y solo coincidimos unas cuantas veces en fiestas de cumpleaños y otras ocasiones parecidas― y no podía esperar que me prestara demasiada atención. Así que no me sorprendió cuando, después de unos veinte minutos, se levantó y se sentó al lado de un chico latinoamericano, su compañero del máster, que seguramente le interesaba mucho más que yo. Me quedé un rato escuchando las conversaciones de los demás e intentando, sin mucho éxito, hablar con un chico inglés que estaba a mi lado. Le estaba contando sobre las ciudades que había visitado en España cuando escuché una voz que supuestamente se dirigía a mí.

    ―¿Puedo? ―Me giré y vi a una chica de pelo largo y oscuro que se estaba sentando en la silla donde antes había estado Lera. Asentí con la cabeza―. Eres amiga de Lera, ¿verdad?

    ―Sí. ¿Y tú?

    ―Yo soy amiga de Miguel. ¿Conoces a Miguel? ―Hice un gesto negativo con la cabeza―. Es ese chico de allí, un compañero de Lera. ―Intentó señalarme a un chico al otro lado de la mesa, pero no entendí a quién se refería―. ¿También eres de Rusia?

    ―Sí. Me llamo Vera. ¿Y tú?

    ―Soy María. Guera, ¿no?

    ―Vera. Con uve, como Valencia.

    ―Ah. Encantada.

    Siempre me pasaba lo mismo. Nunca antes habría pensado que mi nombre ―tan sencillo, solo cuatro letras― pudiera ser complicado de entender, pero los españoles con su incapacidad genética de distinguir y pronunciar la V casi nunca lograban captarlo bien a la primera. Pensaban que me llamaba Guera, Hiera, Dera. En algún momento se me ocurrió este truco con Valencia, sobre todo para que los funcionarios públicos y empleados de mi academia de idiomas lo escribieran bien.

    En los siguientes minutos, intenté aprovechar la situación para practicar las típicas frases de libros de español para principiantes: presentarse, hablar del trabajo y estudios, etc. Pero, como suele sucedernos a los extranjeros, a veces se me escapaba media frase de mi interlocutora y tenía que pedir aclaraciones ―lo que no me gustaba nada― o improvisar.

    ―Voy a pedirme otra. ―María se levantó y me preguntó algo que no logré descifrar, así que me apresuré para levantarme también. No quería que se quedara en la barra hablando con alguien, quería seguir con nuestra conversación.

    ―Yo también.

    Nos dirigimos a la barra. Me fijé en los tatuajes que María tenía en los brazos: una nube sonriendo con un arco iris, un libro abierto y una cabeza de un animal, tal vez un lince. Primero mi atención atrajo la nube ―o más bien el arco iris, tatuado en color a diferencia de otras imágenes―, y luego el felino. Quería preguntarle qué animal era exactamente, por qué se lo había tatuado y qué significaba para ella, decirle que para mí el lince era casi como un tótem, pero mi español no daba para ello. Sin embargo, me di cuenta de que teníamos algo en común.

    ―¿Y qué te parece Valencia? ―María estaba jugueteando con el móvil mientras esperaba su cerveza.

    ―Bien, bien… ―Al principio no entendí por qué me lo estaba preguntando. Según recordaba, no fue a María, sino al chico inglés a quien le hablé de mi reciente viaje a Valencia, pero era probable que ella lo hubiera escuchado―. Me gusta.

    ―Yo nunca he estado, pero me gustaría ir algún día.

    Solo unos minutos después, cuando ella me estaba preguntando si mi casa estaba cerca de la playa y si iba a menudo, me di cuenta de que María había entendido todo mal y había pensado que yo vivía en Valencia. En el primer momento pensé que tenía que hacer algo, arreglar la situación antes de que fuera demasiado tarde. Ya llevábamos un tiempo hablando del tema. Me imaginé cómo se lo explicaba con mi escaso español y me sentí muy avergonzada. Pensará que soy una tonta. Una extranjera rara que no sabe ni donde vive. Una loca. ¿Cómo seguiremos hablando después de eso? No quería quedar mal por un malentendido tan tonto. Así que le contesté algo incierto sobre las playas e intenté cambiar de tema. “De todas formas, lo más seguro es que no nos volvamos a ver”, pensé.

 

Cuando Lera y yo llegamos a casa después de la fiesta, ya en la cama, me pasé un buen rato viendo en internet imágenes de tatuajes con linces. Yo no tenía tatuajes y nunca había pensado hacerme ninguno, pero me acordaba del de María y me gustaba. “Tengo que verla otra vez, por lo menos para preguntarle qué significa”, decidí.

 

Nos volvimos a ver un día antes de mi regreso a Granada (a Valencia, como pensaba ella). María se propuso para enseñarme Madrid, así que quedamos en la Puerta de Alcalá y dimos una vuelta por las calles del centro. Me contó que había estudiado un grado de periodismo y quería hacer un máster, pero todavía no sabía cuál. Preguntó qué estaba estudiando yo, asumiendo que estaba en la universidad. Esta vez quise evitar el malentendido cuanto antes.

    ―Español. Estudio español.

    ―¿En plan filología hispánica? ¿Traducción?

    ―No, solo español. Estoy en un curso de español. En una academia.

    Lo repetí varias veces de diferentes maneras para asegurarme de que María me entendiera bien. Ya era suficiente lo de Valencia. Por un momento pensé que era el momento para explicarle el malentendido anterior, pero volví a imaginar lo tonta que quedaría hablando de esto sin ningún pretexto y decidí no sacar el tema. En algún sentido, incluso me gustaba tener este secreto, estar creando una identidad falsa para una persona con la que seguramente no iba a contactar mucho. No sentía que estuviera haciendo algo malo, al contrario, esta situación me daba una posibilidad de ser más libre, esconder mi verdadero ser y convertirme en cierto modo en otra persona.

    En realidad, era justo lo que necesitaba: no me gustaba mucho la vida que llevaba últimamente. Desde que llegué a España hace cuatro meses, casi no descansaba. Como mi nivel de español no era muy alto, decidí primero hacer un curso intensivo de un año y luego ver si consigo un trabajo o me matriculo en alguna universidad. Lo malo era que el curso de español era mucho más caro que un año de carrera, así que me gasté todos mis ahorros y tenía que trabajar mucho. Corregía libros para una editorial de Moscú, daba clases de ruso a niños que se preparaban para los exámenes, traducía artículos del inglés. El resto del tiempo lo ocupaban las clases de español (veinte horas semanales) y los deberes. Estaba viviendo en un piso compartido con dos chicas con las que no me llevaba muy bien. Quería viajar, pero lo único que me podía permitir eran escapadas de dos o tres días a las ciudades donde tenía amigas o conocidas, como en Valencia o en Madrid. No era una vida que me gustara, así que me aferré a la posibilidad de imaginarme otra, aunque fuera solo para unas horas.

    Después de pasear un rato, nos pedimos unos cafés para llevar y nos sentamos en el Retiro, al lado del estanque. Su brazo se movía a mi lado y me quedé un rato mirando el tatuaje del lince. “Es el momento para preguntar qué significa”, pensé.

    ―Muy bonito. Me gusta.

    ―Gracias. ―Sonrió, miró su tatuaje y luego a mí. Nuestras miradas se cruzaron para un segundo. Bajé los ojos.

    ―¿Qué animal es?

    ―El lince ibérico. Viven en los bosques de España, ¿sabes?

    ―Sí. Me gusta mucho este animal. ―Quisiera decirle más cosas sobre mi pasión por los linces, pero fue lo único que pude formular.

    ―Es que mis abuelos son de Andalucía, de Cádiz… Cerca hay un parque que se llama Doñana y allí viven los linces. Me gustan desde que era niña y visitaba a mis abuelos allí, soñaba con encontrarme uno cuando íbamos al campo.

    Una parte de mí quería decirle que yo también vivía en Andalucía y que conocía un poco esta región, pero la otra era consciente de que no tenía que hacerlo. Era muy raro saber que tienes algo en común con una persona, pero no lo puedes compartir. Y la otra persona nunca lo va a saber.

    Seguía observando el brazo de María con el tatuaje del lince, que casi me rozaba. No sentía ninguna incomodidad física, más bien lo contrario, y al mismo tiempo me daba pena que seguramente nuestra comunicación no continuara. Tal vez este encuentro era el último. Y la causa de ello no era solo el hecho de que vivíamos en diferentes ciudades, sino también este malentendido que con cada minuto era más difícil de arreglar.

    Cuando nos despedíamos, en una estación de metro, ya era bastante tarde.

    ―Entonces te vas mañana, ¿no?

    ―Sí. Mañana.

    ―¿En tren?

    ―En autobús. ―Me sentí un poco tensa, como cada vez que ella mencionaba algo relacionado con mi lugar de residencia. “Pero habrá autobuses entre Madrid y Valencia, seguro que los habrá… Si los hay entre Madrid y Granada…”, pensé.

    ―Pues que tengas un buen viaje.

    ―Gracias.

    ―Seguiremos en contacto.

    Nos dimos un abrazo y fuimos cada una a coger su tren.

 

Mi autobús salía a las ocho de la mañana, sin embargo, me quedé hasta tarde sin dormirme, buscando en internet fotos de linces ibéricos, explorando el mapa de la provincia de Cádiz y recordando varios momentos del día que había pasado con María.

 

Volví a Granada y a mi día a día. Por la mañana iba a la academia de español, regresaba a casa para comer (la mayoría de mis compañeros de clase iban juntos a algún restaurante, pero para mí era demasiado caro) y trabajaba hasta tarde. El trabajo de correctora y profesora particular no era algo a lo que quisiera dedicar toda mi vida, pero era flexible y así podía ganarme lo justo para poder vivir en España. Esperaba que después de este primer año pudiera encontrar algún empleo aquí. Pero no estaba segura. Ya iba acostumbrándome a la incertidumbre de mi futuro y no pensaba mucho en el día de mañana.

    Sin embargo, después del viaje a Madrid algo había cambiado. Ahora sabía que en mi vida en España había lugar para algo más, no solo para el trabajo y los estudios. Para nuevas personas, por ejemplo. Unos días después de mi regreso, vi una publicación con fotos de linces ibéricos y la mandé a María. Luego también le mandé fotos de linces europeos, que de otra manera se llaman euroasiáticos o boreales (me pareció curiosa la coincidencia de los nombres de estas subespecies con nuestros lugares de origen, pero no se lo comenté).

    Así empezó nuestra comunicación virtual. No nos contestábamos en seguida, pero poco a poco la conversación se iba desarrollando. Casi cada día nos escribíamos algo o nos mandábamos imágenes. Sentía que había un interés mutuo, pero todavía no entendía de qué naturaleza era. Simplemente me gustaba la sensación de estar en contacto con una chica española, que además me parecía una persona muy interesante y extraordinaria. Sus mensajes me alegraban los días y en cierto modo me sacaban de mi rutina.

    Casi no me acordaba de este tonto malentendido con Valencia: casi nunca hablábamos de temas en las que mi ubicación fuera importante. No salía mucho de casa, si no era para ir a clase, así que hablábamos sobre todo de cosas generales, como los estudios, la música, los animales (María tenía un gato y me enviaba sus fotos). Cuando me preguntaba cosas mencionando Valencia (como “¿Qué tal el tiempo en Valencia hoy?”), le contestada en general, sin precisar nada. Como si la palabra “Valencia” no estuviera en su mensaje.

 

Pasó más de un mes desde que empezamos a escribirnos casi cada día cuando por primera vez soñé con ella. Era un sueño muy raro y confuso del que casi no recordé nada. Me desperté a las cinco y media de la mañana, mucho antes de la hora a la que tenía que levantarme, pero no pude volver a dormirme y me puse a mirar las redes sociales. Estuve viendo las antiguas publicaciones de María en Instagram intentando encontrar fotos en las que saliera ella (no había muchas). Luego me levanté y me fui a clase. No le conté lo del sueño, pero estuve toda la tarde escribiéndole. Aquel día entendí que mi interés en ella tenía un componente romántico. Creo que de alguna manera indirecta ella lo comprendió. Y tal vez le pasaba lo mismo.

    Nuestras conversaciones se hacían cada vez más largas e intensas. Era algo que me gustaba, pero no quería pensar si algún día nos íbamos a ver o si esto podría convertirse en algo más serio. El hecho de que ella pensaba que yo vivía en Valencia estaba detrás de cada conversación, en el fondo, haciendo imposible cualquier desarrollo de la relación en la vida real. No podía imaginarme ninguna posibilidad de explicarle por qué le había estado mintiendo todo este tiempo, aunque en realidad no era una mentira por mi parte, sino un malentendido por su parte que yo no pude aclarar a tiempo. Me ayudaba mucho mi nueva costumbre de no pensar en el futuro. Intentaba disfrutar de los buenos momentos y casi siempre lo lograba.

    Pocos días antes de la Semana Santa me preguntó cuáles eran mis planes. Tal vez quería que nos viéramos en persona, y esta idea me emocionó, pero en seguida pensé en lo de Valencia y sentí que tenía que tomar precauciones. Durante la Semana Santa no había clases en la academia de español, pero tenía un manuscrito gigante para corregir en un tiempo limitado. Comprobé el calendario y entendí que no podía ir a Madrid para verla: con tanto trabajo era imposible. Además, los billetes ya eran muy caros. Así que le dije que estaba ocupada y cambié de tema esperando que ella no volviera a sacarlo.

    Y no lo sacó. Seguimos hablando como antes, todos los días, enviándonos fotos y canciones. Pero dentro de mí siempre había una preocupación mezclada con miedo y vergüenza por mi mentira involuntaria. Un día incluso me puse a redactar el borrador de un mensaje en el que le explicaría todo. “María, tengo que decirte una cosa…”, escribía yo y en seguida lo borraba. Sonaba demasiado serio, como un drama familiar, y nosotras ni siquiera teníamos una relación. “María, hay una cosa importante…”. No, tampoco. “María, ¿sabes qué?”. No. Incluso pensé inventar una historia de que antes sí había vivido en Valencia, pero me había mudado a Granada. Que me estaba mudado justo ahora. En Semana Santa, que ya había empezado. ¿Quién se muda en plena Semana Santa?

    Al final dejé esta idea y me dediqué a la corrección del libro, que estaba bastante mal escrito y requería más tiempo de lo que esperaba. En las pausas comprobaba el móvil, pero parecía que María también estaba ocupada: me escribía menos que antes. No me preocupaba: seguramente estaba con la familia.

 

El viernes de la Semana Santa, que para mí era un viernes laboral cualquiera, me desperté y, como siempre, le escribí “Buenos días” a María. Normalmente ella se levantaba un poco más tarde que yo y me contestaba. Lo que me sorprendió fue que el mensaje no le llegó: solo había un check en WhatsApp. No le di mucha importancia, desayuné y me puse con el libro. Ya eran casi las once cuando volví a revisar nuestra conversación: María todavía no había recibido el mensaje. Me pareció raro, pero seguí trabajando.

    Dentro de media hora, oí la vibración del móvil. Era María, me estaba llamando por WhatsApp, cosa que nunca antes había hecho. Encima era una videollamada. Sorprendida, le contesté.

    ―Hola.

    ―Hola, Vera. ¿Ves dónde estoy? ―Dio media vuelta con la cámara del móvil: había mucha gente y un tablón que ponía “Llegadas”―. ¡En Valencia! ¿Me das la dirección de tu casa o prefieres que nos veamos en el centro?

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