COSAS QUE PASAN
Llego
al edificio de Marcos a las 5:10. Me hace esperar en el portón. Desde adentro,
la voz distorsionada por el citófono:
—Sube,
está abierto.
No
dice hola.
El
ascensor está detenido en el cuarto piso. Subo por las escaleras. La pintura de
las paredes está descascarada en algunas partes. Un olor húmedo, como a trapo
mojado, se cuela desde algún departamento.
La
puerta del 4B está entreabierta. Empujo. Adentro, hay luz amarilla y una
canción vieja de fondo. Marcos está sentado en el sillón, sin camiseta, con el
ventilador apuntándole directo al pecho. Tiene una botella de cerveza entre las
piernas. El televisor encendido muestra un noticiero sin volumen.
—Llegaste
tarde —dice.
No
respondo.
En
la mesa, hay dos vasos, uno medio lleno. El suyo. El otro está limpio, pero
húmedo.
El
perro (uno pequeño, blanco, que se llama Tommy) me huele las zapatillas. Mueve
la cola una sola vez y se aleja.
Me
siento en la otra punta del sillón. El ventilador gira hacia mí, luego vuelve a
él. Hace ese ciclo lento, monótono.
Marcos
rasca la etiqueta de la botella. Tira los pedacitos al suelo. Sobre la pared
detrás del televisor, una sombra parpadea con cada giro del ventilador.
—«No
vuelvas a decirme que te da igual», habías dicho —lanza de pronto.
No
contesto.
El
teléfono vibra en mi bolsillo. No lo saco.
Marcos
se levanta y va hacia la cocina. Camina sin apuro. Lleva puesto solo un short
de fútbol. Hay una toalla colgada en su hombro, mojada.
Desde
la cocina, me mira y pregunta:
—¿Quieres
algo?
—No
—respondo.
Él
vuelve con otra cerveza. Se acomoda en el mismo lugar, se recuesta. Mira el
techo.
Afuera,
la calle se llena de luces rojas. Autos que se frenan, que arrancan. Gente que
grita, pero no se entiende lo que dice. Desde el balcón, se ve la panadería
cerrando. Un repartidor fuma con el casco aún puesto.
Me
apoyo en la baranda de metal. El calor pegajoso sube desde el pavimento.
Marcos
aparece detrás. Me da un empujón leve, en broma. No me muevo.
—«Como
si estuviéramos en una película sin aire acondicionado», dijiste una vez —dice.
El
perro ladra desde adentro. Hay un gato que pasa por el borde del tejado de
enfrente.
Marcos se ríe. Le saca una foto con el móvil. Después se la manda a alguien.
En
el cuarto, hay un ventilador viejo que hace un ruido mínimo, pero constante. En
la cama, una sábana arrugada, dos almohadas sin funda. En la silla, una mochila
abierta, una toalla mojada, unos jeans doblados sobre el respaldo. En el
espejo, una mancha que parece un dedo. Marcos se prueba una remera blanca. Le
queda ajustada. Se la quita. Mira su reflejo. Tose. Se pone otra de color
negra.
—Voy
a salir —dice.
No
pregunto adónde.
Se
pone perfume frente al espejo del pasillo. Es el mismo frasco que tenía en
casa, en el baño, en la repisa al lado de mi cepillo de dientes.
—¿Te
quedaras? —pregunta.
Asiento.
Sale
sin decir más. El ruido de la puerta cerrándose se mezcla con una sirena que
pasa a lo lejos.
«Si
te vas, no me voy a quedar mirando la pared». Yo había dicho eso en la cocina,
una tarde que discutimos por no sé qué. Él no contestó. Se quedó pelando una
naranja.
El
perro se echa junto a mis pies. Me sigue con la mirada. La televisión sigue
encendida, ahora con una serie sin subtítulos.
La
cerveza que dejó se calienta en la mesa. Toco el vaso. No lo tomo.
Duermo
en el sillón. Tommy se sube a mi abdomen en algún momento de la noche. Me
despierta su aliento tibio. Hay luces parpadeando afuera. Un cartel luminoso de
una farmacia. Verde, intermitente.
No
sé qué hora es. No reviso el móvil.
El
aire huele a ropa sucia, a humedad y algo que no reconozco.
Camino
descalzo hasta la cocina. Bebo agua del grifo. Gotea.
Sobre
la heladera hay una foto: Marcos, una mujer mayor, un nene. Todos sonríen. Él
tiene otra expresión en los ojos. Lleva otra vida en la cara.
«No
muestro todo lo que soy en todas partes». Lo dijo en un viaje en colectivo,
cuando vio que yo lo miraba fijo.
Regreso
al sillón. Tommy me sigue. Me observa mientras me acomodo. Afuera, la calle
parece apagada, como si todos hubieran decidido callarse al mismo tiempo.
Me
despierta el sonido de la cerradura. Marcos entra sin hacer ruido. Lleva una
bolsa en la mano. Viste lo mismo que cuando salió. El reloj del horno marca las
3:18.
Deja
la bolsa sobre la mesa. Saca un sándwich envuelto en papel. También una botella
de agua. Come de pie. No me mira.
—¿Dormías?
Asiento.
—Tommy
no ladra contigo. Es raro.
Mastica
lento. El papel del envoltorio se arruga. Lo deja sobre la mesa sin apurarse.
No
pregunta nada más.
Al
día siguiente, salimos a la calle juntos. Él dice que necesita comprar focos.
Yo lo sigo.
La
ferretería queda a cuatro cuadras. En la vidriera hay un ventilador igual al
suyo, pero nuevo. Lo señala.
—Ese
no hace ruido. Pero no enfría.
Caminamos
en silencio. El sol rebota en las chapas de los autos. Él entra a la
ferretería. Yo me quedo afuera. Miro a la gente que pasa. Nadie nos mira a
nosotros.
Sale
con una caja pequeña. Focos. Una bolsa azul colgando de su mano. No dice nada.
En
el camino de regreso, el perro de la esquina ladra. Marcos se detiene a
mirarlo. Luego sigue.
—Ese
perro siempre te ladraba ati más fuerte —dice.
No
contesto.
En
casa, cambia los focos del baño. Lo hace sin apuro, subido a una silla
plástica. Tiene los pies sucios. El ventilador sigue girando en la sala.
La
nueva luz es más blanca, menos cálida. Todo se ve más claro. Incluso el espejo,
con su mancha en la esquina.
Marcos
deja la caja vacía sobre la mesa. Abre la heladera. No hay nada.
—¿Pedimos
algo?
Asiento.
Hace
el pedido por el móvil. Habla con alguien mientras tanto. Se ríe. No menciona
mi nombre.
«No
quiero que estemos como muebles». Eso lo dije yo, apoyado contra esa misma
pared. El ventilador giraba en la misma dirección. Él bebía del mismo vaso.
La
comida llega. Pizza fría. Comemos en silencio. Él deja la última porción. Yo no
la toco. Se la lleva a la cocina.
Tommy
espera alguna miga. No recibe nada.
Marcos
pone música desde su móvil. Una canción que escuchábamos en el coche, hace
meses. No la canta. Solo la deja sonar.
La
ventana abierta deja entrar ruido de bocinas. En el cielo, un avión pasa lento.
Marcos se echa en el sillón. Tiene los pies sobre la mesa. Tommy duerme
enroscado junto a la pata de la silla. La botella de agua está a medio vaciar.
La remera negra tiene una mancha en el borde. Su móvil vibra, pero no lo mira.
A
las ocho, suena el timbre. Es su hermana, Paula. Lleva una bolsa con tupper y
algo envuelto en papel metálico. Saluda con un gesto. Me ve, pero no dice nada.
—Hola.
Ella
asiente.
Deja
la comida sobre la mesada. Le da un beso a Marcos. Después se queda parada, con
los brazos cruzados.
—¿Vas
a quedarte? —pregunta él.
—No.
Solo pasaba.
Nos
mira a los dos, pero no pregunta.
«¿Y
ahora quién limpia?», había dicho una vez ella, cuando nos vio juntos en la
cocina, hace meses.
Paula
se va rápido. Tommy no ladra. La puerta se cierra sin ruido.
Marcos
abre el tupper de lentejas y come parado, en la cocina.
Yo
sigo en el sillón. La música cambió. Ahora hay una melodía instrumental, suave.
—¿Quieres?
Niego.
Él
come igual. Después tira el envase y se lava las manos.
El
ventilador sigue girando. El perro suspira, como cansado.
El
domingo, vamos al parque. Caminamos sin decir mucho. Él lanza una pelota para Tommy.
Hay otros perros, otros dueños. Gente con niños. Alguien toca la guitarra bajo
un árbol.
Nos
sentamos en el pasto. Él fuma. Yo le paso una botella de agua. No nos miramos a
los ojos.
«Si
no hablas, no te entiendo», dijo una vez, en la parada del colectivo. Yo no
hablé.
Ahora
tampoco.
A
la vuelta, compramos helado. Él elige chocolate amargo. Yo vainilla. Caminamos
lento. Él se mancha la camiseta. No le importa.
En
casa, la luz del baño parpadea. Uno de los focos nuevos ya está fallando.
En
el living, la botella vacía sigue en la mesa. La toalla mojada sigue sobre la
silla. El espejo no se ha limpiado. Marcos duerme en el sillón, con la mano
sobre el perro. Afuera, el cartel verde de la farmacia vuelve a parpadear. El
ventilador no gira. Solo emite un zumbido bajo. El aire no se mueve.
Pasan
los días. No hablamos mucho.
Marcos
sale cada vez más seguido. Vuelve tarde, a veces huele a perfume ajeno. Deja
las llaves sobre la mesa, el móvil boca abajo. No explica.
Yo
sigo ahí.
Tommy
ya no me sigue tanto. Solo cuando me muevo a la cocina.
Los
vasos vacíos se acumulan en el fregadero. La remera negra se queda días colgada
en el respaldo de la silla. El ventilador, a veces, ya ni lo enciende.
«No
se trata de quién se va primero», dijo una vez, cuando apagó la luz y se acostó
sin despedirse.
Un
miércoles, no vuelve a dormir. Yo me quedo en el sillón. En la mesa, el tupper
de lentejas, vacío, todavía sin tirar.
En
la mañana, aparece con una bolsa de pan y dos cafés en vasos de cartón.
—Traje
esto —dice.
Los
deja sobre la mesa. No me ofrece. Tampoco se sienta.
Se
quita los zapatos, entra al baño. Cierra la puerta. No vuelve a salir por un
largo rato.
«¿Hasta
cuándo piensas quedarte?». Lo había preguntado hace semanas. Era de noche. Yo
había abierto la ventana, hacía calor. No contesté. Ahora no vuelve a
preguntar. Yo tampoco contesto nada que no me pregunten.
Una
noche, escucho una conversación desde su habitación. Habla bajo, por el móvil.
—No,
sigue acá —dice.
Pausa.
—Sí,
todavía.
Otra
pausa.
Después,
silencio.
La
remera blanca cuelga en el picaporte. El vaso con restos de café ya tiene una
línea seca en el fondo. La toalla sigue mojada. El ventilador vuelve a girar,
pero más lento. Tommy duerme, pero se mueve como si soñara. Afuera, el cartel
de la farmacia ya no parpadea. Solo queda una luz fija, casi azul.
Un
viernes, mientras él se ducha, me levanto y comienzo a guardar mis cosas. Son
pocas: un cargador, una muda de ropa, un libro sin terminar, una caja chica.
Todo cabe en una mochila.
Tommy
me observa. Marcos sigue cantando bajo la ducha.
No
dejo nota.
Salgo
sin hacer ruido. La puerta se cierra sola, despacio, como si también lo
supiera.
Desde
la vereda, el edificio parece apagado. En el cuarto piso, una única luz se
filtra débil por las persianas. Un ventilador se refleja brevemente en la
ventana. El cielo está quieto. Tommy ladra una sola vez. Después, silencio.
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