LO QUE SE VE
El
hombre gira la cuchara en el café sin azúcar. La taza hace un leve sonidito. La
mujer está sentada frente a él. Ninguno de los dos habla. Desde la ventana, se
cuela la luz del día.
—Te
gustaría un sándwich? —pregunta ella.
—Sí
—responde él.
Ella
se coloca de pie. Él toma el control remoto y cambia el canal. Lo deja en las
noticias.
—¿No
ibas a llamar a tu hermano? —pregunta él.
—Más
tarde —menciona ella.
Él
asiente, apenas. Hay un zumbido leve, quizá de la heladera o de un vecino
usando una licuadora. Ninguno parece prestarle atención.
En
la pared del pasillo de al fondo, un reloj moderno marca las cinco y media de
la tarde. Las agujas no se mueven.
El
hombre se levanta y lleva su taza a la pileta. La lava. Luego vuelve a
sentarse.
—¿Y
lo de Melanie?
—¿Qué?
—dice ella, sin mirarlo.
—Lo
que dijiste anoche.
—Ah,
eso. Ya está.
—¿Ya
está qué?
La
mujer lo mira como si no entendiera la pregunta. Hace presión en los labios y
suelta un suspiro por la nariz.
—Me
refiero a que no quiero seguir hablando de eso. Ya está.
Ella
se queda en silencio y le sigue preparando el sándwich.
Una
semana después, él entra al departamento con una bolsa en la mano. Camina
directo hacia la cocina. Ella está sentada en la mesa, leyendo un libro. Hay
una vela encendida a su lado.
—¿Se
ha ido la luz? —pregunta él.
—Desde
las seis.
—¿Y
llamaste?
—No.
Él
se encoge de hombros, deja la bolsa en la mesita y saca un paquete de arroz,
una lata de atún y una cajita con un moño rojo. Lo deja a un costado.
—¿Y
eso?
—Un
regalo.
—¿Regalo
para quién?
—Para
ti.
Ella
solo se queda mirándolo, sin decir ni una palabra. Él le acerca la cajita.
—¿Lo
vas a abrir?
Ella
lo hace. Dentro, hay dos tazas blancas, de bordes dorados. Ella tiene la mirada
neutra mientras lo toca con la punta de los dedos.
—Es
de porcelana.
—Ya
veo.
—¿No
te gustó?
Tarda
en responder.
—No
sé si era necesario o hacia falta.
—Bueno,
no es cuestión de si es necesario o hacia falta. Solo me pareció lindo.
—Gracias
dice, sin tono.
Cuatro
días después, están cenando en silencio. Pollo con ensalada y papas. La televisión
encendida, el volumen bajo.
La
caja de las tazas está en la repisa, sin abrir.
—¿No
las vas a usar?
Ella
mastica y no responde.
—No
entiendo por qué no las usas.
—No
tengo ganas.
—¿Entonces
por qué las pusiste ahí?
—Porque
me da lastima guardarlas.
—Pero
tampoco quieres usarlas.
—No
—dice ella—. No quiero usarlas.
El departamento
está muy frío. Es de noche. Ella pasa mucho tiempo en la habitación. Él llega
más tarde. Hay ropa acumulada en el sofá.
Una
noche, él entra al baño. La cortina está corrida y el espejo encima del
lavamanos tiene manchas de agua. Cuando sale, ella está sentada frente al
televisor.
—¿Y
si vamos a lo de tu hermano el sábado? —propone él.
—¿Para
qué?
—No
sé… ¿Salir? ¿Hacer algo?
—Yo
no quiero.
—Siempre
dices lo mismo. Siempre estás encerrada.
—¿Y
qué me dices tú?
—¿Yo
qué?
—¿Qué
haces que últimamente estás tan distinto?
Él
no responde. Se queda de pie, con las llaves en la mano.
—No
vamos a ningún lado entonces —responde él.
Ella
asiente con la cabeza, como si hubiera ganado algo.
Es otoño.
Los árboles frente al balcón están más vacíos. La caja de las tazas ya no está
a la vista. Un perchero en la entrada tiene dos abrigos colgados. Hay menos
cosas sobre las repisas. Faltan fotos.
La
mujer camina con una bolsa de supermercado. Saca pan, café, y otras cosas. Se sirve
un vaso de agua y luego se sienta. Mira la silla vacía a su lado.
Suena
su teléfono. No lo atiende.
Después,
va a la cocina, abre un cajón y busca algo. Saca una taza cualquiera, pero se
queda pensativa, observándola. Luego va al dormitorio, abre el armario y saca
una caja. De ella, saca una taza. Vuelve a la cocina, la lava y se sirve un
poco de café.
Vuelve
al sofá, se sienta y empieza a tomar de su café. Mira al frente. El reloj en la
pared aun marca las cinco y media de la tarde. Esa noche, vuelve a sonar su teléfono.
La mujer lo mira. El nombre: Melanie, ilumina la pantalla. No entiende. Al tercer
llamado, lo apaga.
Es miércoles
y Melanie aparece. Toca el timbre dos veces. Ella abre con lentitud. Melanie
entra sin decir nada, sin preguntar si puede.
—¿Cómo
estás? —pregunta Melanie, dejando una bolsa sobre la mesa.
—Bien
—responde ella.
—No
me mientas.
—No
tenía ganas de hablar.
Melanie
asiente como si entendiera, aunque no lo hace del todo. Abre la bolsa. Hay una
botella de vino y una caja de empanadas.
—¿Cenamos?
—pregunta.
Ella
no responde, pero se sienta. Comen casi en silencio.
—¿Y
Arturo? —pregunta Melanie.
—No
sé. No vive más aquí.
Melanie
la mira un momento.
—¿Desde
cuándo?
—Unos
meses.
—¿Por
qué no me dijiste nada?
—¿Y
cómo por qué tendría que hacerlo?
Melanie
se encoge de hombros. Toma vino y mastica con fuerza la empanada.
—Creí
que todavía seguían juntos.
Ella
se encoge de hombros también.
—Pues
no.
El
resto de la cena ocurre en completo silencio. Cuando acaban, Melanie se levanta
y lava los platos. Sin querer, toca la taza.
—¿Esta
fue la que te regaló?
—Sí
—Nunca
te gustó —dice Melanie.
—No,
pero ahora igual la uso.
Semanas
después, están en una plaza. Ella y Melanie. Se sientan en un banco, cerca de
los juegos. Hay un niño que llora y una mujer grita su nombre: «¡Camilo!»
—¿Extrañas
a Arturo? —pregunta Melanie.
Ella
no responde de inmediato.
—No.
A veces me acuerdo de cosas, pero no es lo mismo.
—¿Cómo
qué cosas?
—Cosas
tontas: cómo dejaba los vasos, cómo se quedaba dormido con la tele prendida.
Pero no lo extraño.
Melanie
asiente.
—Yo
lo odiaba un poco —confiesa.
Ella
se ríe por primera vez en meses.
—¿Un
poco?
—Sí.
Tenía esa manera de hacerse el simpático, pero solo con los demás.
—Conmigo
no —dice ella.
El
niño sigue llorando.
Vuelven
caminando. No hablan mucho. El viento mueve las hojas secas del asfalto. Ella
se detiene en una vidriera, hay una tetera azul. La observa unos segundos.
Después siguen caminando.
Cuando
entran al departamento, Melanie se quita los zapatos. Los acomoda junto a la
puerta.
—¿Te
vas a quedar? —pregunta ella.
—¿Puedo?
—indaga Melanie.
Ella
no responde, pero va al cuarto y saca una frazada del armario.
Los
días pasan y Melanie aparece en el departamento más seguido. No todos los días,
pero a veces. A veces, avisa antes; a veces, no. Ella la deja entrar siempre. A
veces se quedan en silencio, otras miran películas. Comer cualquier cosa: arroz
con manteca, sándwich o cosas del freezer.
Una
tarde, Melanie lava los paltos mientras ella barre. La taza de nuevo sobre la
mesada.
—¿Por
qué la usas tanto?
—¿La
taza?
—Sí.
Es que… No sé, no me entra en la cabeza.
Ella
se detiene.
—No
es por él —dice.
—¿Entonces?
—No
sé. Supongo que me gusta pensar que puedo usar algo sin que me recuerde a
nadie.
—Pero
igual sí lo haces… Lo recuerdas.
—Sí
—confiesa ella.
Pasan
tres meses.
Es
invierno y la calefacción apenas funciona. Ella compra una estufa eléctrica y Melanie
la ayuda a enchufarla. Las cortinas están cambiadas. Hay un cactus pequeño
sobre la mesa.
Una
tarde, ella se corta el dedo cocinando. Es mínimo, pero sangra bastante.
Melanie corre en busca de una curita. Después se quedan sentadas en el piso.
—¿Te
gustaría mudarte? —pregunta Melanie.
Ella
se ríe.
—¿Mudarnos?
—Sí.
A otra parte. Empezar distinto.
—No
creo.
—¿Por
qué?
—Porque
no sé si podría estar con alguien. Otra vez. En serio.
—No
te estoy pidiendo nada —dice ella.
—Ya
sé.
Se
quedan calladas.
Melanie
deja de venir. Una semana. Dos. No responde los mensajes. No hay explicaciones.
Ella
va al chino de la esquina y compra lo de siempre. Luego reorganiza la alacena. Vuelve
a leer un libro que ya había leído. Coge las tazas que Arturo le regaló y las
pone en una caja con otros objetos y la cierra.
Una
noche, el timbre suena.
Ella
mira por la mirilla. Es Arturo.
Abre
y él entra con una chaqueta que no es suya. Tiene ojeras y parece más flaco.
—¿Podemos
hablar?
Ella
asiente.
Se
sientan. El sillón es el mismo. La manta sobre el respaldo, distinta.
—No
vengo a pedir nada —dice él.
—Está
bien.
—Solo
quería saber cómo has estado.
Ella
no responde.
—¿Y
tú? —pregunta ella.
—Yo…
estoy…
Silencio.
Ella se levanta, va a la cocina, saca dos tazas. Ninguna es la que le regaló
él. Sirve café para los dos.
—¿Tiene
azúcar? —pregunta él.
—No.
—Gracias.
Es que no me gusta.
—Lo
sé.
Se
ríen, muy levemente.
Cuando
Arturo se va, no dice si va a volver. No hay abrazos, ni promesas.
Ella
cierra la puerta. Mira el departamento. Hay cajas apiladas en una esquina.
Fotos guardadas en una carpeta. Una planta que creció torcida.
Las
tazas siguen en su caja.
Una
semana después, ella cambia los muebles de lugar. El sillón lo pone donde
estaba la mesa. La mesa, cerca del balcón. La caja con las tazas queda debajo
del aparador.
Una
vecina, del piso de arriba, toca el timbre. Es la señora Maritza. Trae una
fuente con budín.
—Lo
hice ayer —dice—. Por si te dan ganas de algo dulce.
—Gracias.
—¿Estás
sola ahora?
—Sí
—responde ella.
—No
es malo estar sola —dice Maritza.
—Lo
sé.
Maritza
sonríe, pero no del todo. Mira el departamento sin entrar.
—Me
avisas si necesitas algo —dice.
Ella
asiente. Cierra la puerta.
Días
más tarde, la mujer sale temprano. Llueve. Lleva una bolsa con libros y un
paraguas que se da vuelta con el viento. Llega al centro cultural. Entrega la
bolsa en recepción.
—Donaciones
—dice.
—Gracias
—le responde una chica.
En
la bolsa hay novelas, manuales viejos, un cuaderno con dibujos. No vuelve a
mirar atrás.
Camina
hasta una cafetería. Pide un té. Se sienta junto a la ventana. Observa a la
gente pasar. Nadie se detiene.
Agosto.
Las mañanas son más brillantes, pero el frío persiste. La mujer comienza a
trabajar desde casa. Revisa textos, corrige pruebas, contesta correos. Tiene
una rutina.
El
cactus crece, torcido hacia el sol.
Una
tarde, en medio del trabajo, suena el timbre. Abre sin mirar por la mirilla. Es
Melanie.
—Perdón
—dice ella—. Sé que desaparecí.
Ella
la deja pasar.
—¿Por
qué lo hiciste?
—No
sabía qué hacer con esto —dice Melanie, señalándose a sí misma y a ella.
—¿Y
ahora sí?
—No.
Ella
asiente. Camina hacia la cocina, pone agua a calentar. Abre la alacena. Mira
las tazas.
Saca
dos. Las blancas.
Están
en la mesa. Toman en silencio.
—¿Todavía
te molesta que las use? —pregunta ella.
—No.
Me parece bien.
—Son
solo tazas.
—Y
también no —dice Melanie.
Ella
sonríe.
—Hay
objetos que pesan más que otros —dice.
—Sí.
Pero también uno puede vaciarlos.
—¿Y
si se vuelven a llenar?
—Eso
no depende solo de uno.
Una
noche, Melanie se queda. No hay palabras. Ella la deja armar una cama en el
sillón. No se tocan. Por la mañana, desayunan pan viejo con manteca. El café
está tibio. Ella mira la taza blanca con el borde dorado.
—Me
gustaría irme de acá —dice ella.
—¿A
dónde?
—No
sé. A un lugar sin tantas cosas guardadas.
—Puedes
hacerlo.
—No
sola.
Melanie
la mira, pero no responde.
La
primavera empieza a insinuarse en las hojas nuevas. El cactus da una flor
pequeña, color violeta. El departamento está más vacío. Menos cosas sobre las
mesas. Menos cuadros.
Ella
camina por el pasillo con una caja. Dentro, las tazas blancas. La deja sobre la
mesa. Saca una taza. La observa. La gira entre las manos. Luego, la guarda en
la caja nuevamente.
Abre
el placard. Hay una valija.
Una
estación de buses. Ella está sentada con la valija a sus pies. Toma café en
vaso de cartón. Mira su teléfono.
A
su lado, una pareja discute en voz baja. Un niño juega con un globo rojo. Un
altavoz anuncia la salida del coche 197.
Ella
no se levanta. Se queda ahí.
La
caja con las tazas blancas está en la valija. O tal vez no.
La
cámara no lo muestra.
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