sábado, 31 de mayo de 2025

-Relato 3 Melanie Bermudez

 LO QUE SE VE


El hombre gira la cuchara en el café sin azúcar. La taza hace un leve sonidito. La mujer está sentada frente a él. Ninguno de los dos habla. Desde la ventana, se cuela la luz del día.

—Te gustaría un sándwich? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

Ella se coloca de pie. Él toma el control remoto y cambia el canal. Lo deja en las noticias.

—¿No ibas a llamar a tu hermano? —pregunta él.

—Más tarde —menciona ella.

Él asiente, apenas. Hay un zumbido leve, quizá de la heladera o de un vecino usando una licuadora. Ninguno parece prestarle atención.

En la pared del pasillo de al fondo, un reloj moderno marca las cinco y media de la tarde. Las agujas no se mueven.

El hombre se levanta y lleva su taza a la pileta. La lava. Luego vuelve a sentarse.

—¿Y lo de Melanie?

—¿Qué? —dice ella, sin mirarlo.

—Lo que dijiste anoche.

—Ah, eso. Ya está.

—¿Ya está qué?

La mujer lo mira como si no entendiera la pregunta. Hace presión en los labios y suelta un suspiro por la nariz.

—Me refiero a que no quiero seguir hablando de eso. Ya está.

Ella se queda en silencio y le sigue preparando el sándwich.

 

Una semana después, él entra al departamento con una bolsa en la mano. Camina directo hacia la cocina. Ella está sentada en la mesa, leyendo un libro. Hay una vela encendida a su lado.

—¿Se ha ido la luz? —pregunta él.

—Desde las seis.

—¿Y llamaste?

—No.

Él se encoge de hombros, deja la bolsa en la mesita y saca un paquete de arroz, una lata de atún y una cajita con un moño rojo. Lo deja a un costado.

—¿Y eso?

—Un regalo.

—¿Regalo para quién?

—Para ti.

Ella solo se queda mirándolo, sin decir ni una palabra. Él le acerca la cajita.

—¿Lo vas a abrir?

Ella lo hace. Dentro, hay dos tazas blancas, de bordes dorados. Ella tiene la mirada neutra mientras lo toca con la punta de los dedos.

—Es de porcelana.

—Ya veo.

—¿No te gustó?

Tarda en responder.

—No sé si era necesario o hacia falta.

—Bueno, no es cuestión de si es necesario o hacia falta. Solo me pareció lindo.

—Gracias dice, sin tono.

 

Cuatro días después, están cenando en silencio. Pollo con ensalada y papas. La televisión encendida, el volumen bajo.

La caja de las tazas está en la repisa, sin abrir.  

—¿No las vas a usar?

Ella mastica y no responde.

—No entiendo por qué no las usas.

—No tengo ganas.

—¿Entonces por qué las pusiste ahí?

—Porque me da lastima guardarlas.

—Pero tampoco quieres usarlas.

—No —dice ella—. No quiero usarlas.

 

El departamento está muy frío. Es de noche. Ella pasa mucho tiempo en la habitación. Él llega más tarde. Hay ropa acumulada en el sofá.

Una noche, él entra al baño. La cortina está corrida y el espejo encima del lavamanos tiene manchas de agua. Cuando sale, ella está sentada frente al televisor.

—¿Y si vamos a lo de tu hermano el sábado? —propone él.

—¿Para qué?

—No sé… ¿Salir? ¿Hacer algo?

—Yo no quiero.

—Siempre dices lo mismo. Siempre estás encerrada.

—¿Y qué me dices tú?

—¿Yo qué?

—¿Qué haces que últimamente estás tan distinto?

Él no responde. Se queda de pie, con las llaves en la mano.

—No vamos a ningún lado entonces —responde él.

Ella asiente con la cabeza, como si hubiera ganado algo.

 

Es otoño. Los árboles frente al balcón están más vacíos. La caja de las tazas ya no está a la vista. Un perchero en la entrada tiene dos abrigos colgados. Hay menos cosas sobre las repisas. Faltan fotos.

La mujer camina con una bolsa de supermercado. Saca pan, café, y otras cosas. Se sirve un vaso de agua y luego se sienta. Mira la silla vacía a su lado.

Suena su teléfono. No lo atiende.

Después, va a la cocina, abre un cajón y busca algo. Saca una taza cualquiera, pero se queda pensativa, observándola. Luego va al dormitorio, abre el armario y saca una caja. De ella, saca una taza. Vuelve a la cocina, la lava y se sirve un poco de café.

Vuelve al sofá, se sienta y empieza a tomar de su café. Mira al frente. El reloj en la pared aun marca las cinco y media de la tarde. Esa noche, vuelve a sonar su teléfono. La mujer lo mira. El nombre: Melanie, ilumina la pantalla. No entiende. Al tercer llamado, lo apaga.

 

Es miércoles y Melanie aparece. Toca el timbre dos veces. Ella abre con lentitud. Melanie entra sin decir nada, sin preguntar si puede.

—¿Cómo estás? —pregunta Melanie, dejando una bolsa sobre la mesa.

—Bien —responde ella.

—No me mientas.

—No tenía ganas de hablar.

Melanie asiente como si entendiera, aunque no lo hace del todo. Abre la bolsa. Hay una botella de vino y una caja de empanadas.

—¿Cenamos? —pregunta.

Ella no responde, pero se sienta. Comen casi en silencio.

—¿Y Arturo? —pregunta Melanie.

—No sé. No vive más aquí.

Melanie la mira un momento.

—¿Desde cuándo?

—Unos meses.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Y cómo por qué tendría que hacerlo?

Melanie se encoge de hombros. Toma vino y mastica con fuerza la empanada.

—Creí que todavía seguían juntos.

Ella se encoge de hombros también.

—Pues no.

El resto de la cena ocurre en completo silencio. Cuando acaban, Melanie se levanta y lava los platos. Sin querer, toca la taza.  

—¿Esta fue la que te regaló?

—Sí

—Nunca te gustó —dice Melanie.

—No, pero ahora igual la uso.

 

Semanas después, están en una plaza. Ella y Melanie. Se sientan en un banco, cerca de los juegos. Hay un niño que llora y una mujer grita su nombre: «¡Camilo!»

—¿Extrañas a Arturo? —pregunta Melanie.

Ella no responde de inmediato.

—No. A veces me acuerdo de cosas, pero no es lo mismo.

—¿Cómo qué cosas?

—Cosas tontas: cómo dejaba los vasos, cómo se quedaba dormido con la tele prendida. Pero no lo extraño.

Melanie asiente.

—Yo lo odiaba un poco —confiesa.

Ella se ríe por primera vez en meses.

—¿Un poco?

—Sí. Tenía esa manera de hacerse el simpático, pero solo con los demás.

—Conmigo no —dice ella.

El niño sigue llorando.

Vuelven caminando. No hablan mucho. El viento mueve las hojas secas del asfalto. Ella se detiene en una vidriera, hay una tetera azul. La observa unos segundos. Después siguen caminando.

Cuando entran al departamento, Melanie se quita los zapatos. Los acomoda junto a la puerta.

—¿Te vas a quedar? —pregunta ella.

—¿Puedo? —indaga Melanie.

Ella no responde, pero va al cuarto y saca una frazada del armario.

Los días pasan y Melanie aparece en el departamento más seguido. No todos los días, pero a veces. A veces, avisa antes; a veces, no. Ella la deja entrar siempre. A veces se quedan en silencio, otras miran películas. Comer cualquier cosa: arroz con manteca, sándwich o cosas del freezer.

Una tarde, Melanie lava los paltos mientras ella barre. La taza de nuevo sobre la mesada.

—¿Por qué la usas tanto?

—¿La taza?

—Sí. Es que… No sé, no me entra en la cabeza.

Ella se detiene.

—No es por él —dice.

—¿Entonces?

—No sé. Supongo que me gusta pensar que puedo usar algo sin que me recuerde a nadie.

—Pero igual sí lo haces… Lo recuerdas.

—Sí —confiesa ella.

 

Pasan tres meses.

Es invierno y la calefacción apenas funciona. Ella compra una estufa eléctrica y Melanie la ayuda a enchufarla. Las cortinas están cambiadas. Hay un cactus pequeño sobre la mesa.

Una tarde, ella se corta el dedo cocinando. Es mínimo, pero sangra bastante. Melanie corre en busca de una curita. Después se quedan sentadas en el piso.

—¿Te gustaría mudarte? —pregunta Melanie.

Ella se ríe.

—¿Mudarnos?

—Sí. A otra parte. Empezar distinto.

—No creo.

—¿Por qué?

—Porque no sé si podría estar con alguien. Otra vez. En serio.

—No te estoy pidiendo nada —dice ella.

—Ya sé.

Se quedan calladas.

 

Melanie deja de venir. Una semana. Dos. No responde los mensajes. No hay explicaciones.

Ella va al chino de la esquina y compra lo de siempre. Luego reorganiza la alacena. Vuelve a leer un libro que ya había leído. Coge las tazas que Arturo le regaló y las pone en una caja con otros objetos y la cierra.

Una noche, el timbre suena.

Ella mira por la mirilla. Es Arturo.

Abre y él entra con una chaqueta que no es suya. Tiene ojeras y parece más flaco.

—¿Podemos hablar?

Ella asiente.

Se sientan. El sillón es el mismo. La manta sobre el respaldo, distinta.

—No vengo a pedir nada —dice él.

—Está bien.

—Solo quería saber cómo has estado.

Ella no responde.

—¿Y tú? —pregunta ella.

—Yo… estoy…

Silencio. Ella se levanta, va a la cocina, saca dos tazas. Ninguna es la que le regaló él. Sirve café para los dos.

—¿Tiene azúcar? —pregunta él.

—No.

—Gracias. Es que no me gusta.

—Lo sé.

Se ríen, muy levemente.

Cuando Arturo se va, no dice si va a volver. No hay abrazos, ni promesas.

Ella cierra la puerta. Mira el departamento. Hay cajas apiladas en una esquina. Fotos guardadas en una carpeta. Una planta que creció torcida.

Las tazas siguen en su caja.

Una semana después, ella cambia los muebles de lugar. El sillón lo pone donde estaba la mesa. La mesa, cerca del balcón. La caja con las tazas queda debajo del aparador.

Una vecina, del piso de arriba, toca el timbre. Es la señora Maritza. Trae una fuente con budín.

—Lo hice ayer —dice—. Por si te dan ganas de algo dulce.

—Gracias.

—¿Estás sola ahora?

—Sí —responde ella.

—No es malo estar sola —dice Maritza.

—Lo sé.

Maritza sonríe, pero no del todo. Mira el departamento sin entrar.

—Me avisas si necesitas algo —dice.

Ella asiente. Cierra la puerta.

Días más tarde, la mujer sale temprano. Llueve. Lleva una bolsa con libros y un paraguas que se da vuelta con el viento. Llega al centro cultural. Entrega la bolsa en recepción.

—Donaciones —dice.

—Gracias —le responde una chica.

En la bolsa hay novelas, manuales viejos, un cuaderno con dibujos. No vuelve a mirar atrás.

Camina hasta una cafetería. Pide un té. Se sienta junto a la ventana. Observa a la gente pasar. Nadie se detiene.

 

Agosto. Las mañanas son más brillantes, pero el frío persiste. La mujer comienza a trabajar desde casa. Revisa textos, corrige pruebas, contesta correos. Tiene una rutina.

El cactus crece, torcido hacia el sol.

Una tarde, en medio del trabajo, suena el timbre. Abre sin mirar por la mirilla. Es Melanie.

—Perdón —dice ella—. Sé que desaparecí.

Ella la deja pasar.

—¿Por qué lo hiciste?

—No sabía qué hacer con esto —dice Melanie, señalándose a sí misma y a ella.

—¿Y ahora sí?

—No.

Ella asiente. Camina hacia la cocina, pone agua a calentar. Abre la alacena. Mira las tazas.

Saca dos. Las blancas.

Están en la mesa. Toman en silencio.

—¿Todavía te molesta que las use? —pregunta ella.

—No. Me parece bien.

—Son solo tazas.

—Y también no —dice Melanie.

Ella sonríe.

—Hay objetos que pesan más que otros —dice.

—Sí. Pero también uno puede vaciarlos.

—¿Y si se vuelven a llenar?

—Eso no depende solo de uno.

Una noche, Melanie se queda. No hay palabras. Ella la deja armar una cama en el sillón. No se tocan. Por la mañana, desayunan pan viejo con manteca. El café está tibio. Ella mira la taza blanca con el borde dorado.

—Me gustaría irme de acá —dice ella.

—¿A dónde?

—No sé. A un lugar sin tantas cosas guardadas.

—Puedes hacerlo.

—No sola.

Melanie la mira, pero no responde.

 

La primavera empieza a insinuarse en las hojas nuevas. El cactus da una flor pequeña, color violeta. El departamento está más vacío. Menos cosas sobre las mesas. Menos cuadros.

Ella camina por el pasillo con una caja. Dentro, las tazas blancas. La deja sobre la mesa. Saca una taza. La observa. La gira entre las manos. Luego, la guarda en la caja nuevamente.

Abre el placard. Hay una valija.

 

Una estación de buses. Ella está sentada con la valija a sus pies. Toma café en vaso de cartón. Mira su teléfono.

A su lado, una pareja discute en voz baja. Un niño juega con un globo rojo. Un altavoz anuncia la salida del coche 197.

Ella no se levanta. Se queda ahí.

La caja con las tazas blancas está en la valija. O tal vez no.

La cámara no lo muestra.

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