A esa hora de la tarde pensando en tu padre
No es la primera vez que te pasa y, como siempre, piensas que lo primero que debes hacer al llegar a tu casa es anotarlo en alguna libreta, en tu diario o en cualquier pedazo de papel, para que no se esfume con las demás cosas que pasan por tu cabeza y que luego olvidas. Es algo que solo te ocurre a cierta hora del día, en ciertos lugares específicos. De repente vas caminando, pensando en cualquier cosa, y entonces lo sientes, que esta ciudad se parece mucho, se parece demasiado, a la ciudad en que creciste, a esa ciudad que está a miles y miles de kilómetros de distancia, en otro país, en otro continente.
Es a esa hora de la tarde, antes del crepúsculo, cuando todo se ve anaranjado y los vehículos llenan las calles, llevando a las personas del trabajo a sus casas. Aunque las semejanzas entre un lugar y otro no son muchas, algo en ese paisaje urbano, en las calles, las veredas, los buses y, sobre todo, en ese espíritu citadino que solo se respira a esa hora, te hace sentir que te han devuelto a un lugar y un tiempo muy lejano. Entonces, de pronto, todavía eres un niño y tu padre te lleva a casa. Acaba de salir del trabajo y te ha ido a buscar a la casa de tus abuelos, que te han cuidado toda la tarde después de que salieras de la escuela. Una especie de gravedad te invade el cuerpo cuando te ves a ti mismo en un vehículo, muchos años atrás, a esa misma hora del día, cruzando una ciudad que en ese entonces todavía era para ti muy pequeña, y en la que solo tres o cuatro recorridos dibujaban todo tu movimiento por la tierra.
De ese recorrido que hacías con tu padre todos los días, y que duró uno o dos años, te acuerdas que el tráfico apenas los dejaba avanzar y que se tardaban una eternidad en cruzar del barrio alto al barrio bajo, y también que casi siempre llegaban a casa de noche. Lo que alcanzaban a ver con luz de día eran justamente esos barrios que, sientes, se parecen un poco a la ciudad donde vives ahora: la costanera, ese parque con la estatua de un avión y tu escuela, donde veías a algunos estudiantes saliendo recién de clases, algo que te generaba una sensación de extraña libertad. También estaban el puente y el río que, con todas sus diferencias, lo sientes cercano al río que cruza esta ciudad.
Recuerdas también el vehículo en el que iban, su color azul, sus asientos y la figura de tu padre frente al volante, vestido de oficina. La radio iba siempre encendida y los programas de esa hora estaban llenos de debates, conversaciones e invitados especiales, y tu padre rabiaba intentando sintonizar alguna estación que estuviera pasando música de su gusto. Era difícil, porque a esa hora nadie pasaba música y porque a él le gustaban artistas que casi nunca pasaban en la radio, artistas que a ti también te gustaban y te gustan hasta el día de hoy.
Recuerdas que, mientras avanzaban lentamente, conversaban mucho. No alcanzas a acordarte de qué, pero te acuerdas que lo hacían. Y que se reían. Y, sobre todo, recuerdas que te gustaba, que lo pasabas bien, aunque hubiera días en que tardaran horas encerrados en el centro, bajo el calor de esa ciudad, intentando llegar a casa. Porque la verdad es que eso era algo que los unía, que ambos quisieran llegar a casa. Piensas que quizás en ese momento no te dabas cuenta, pero ahora sí, que probablemente habías pasado casi toda tu infancia esperando una imagen como esa. Recuerdas que cuando eras más pequeño tu padre vivía en otra ciudad, también a miles de kilómetros y que esperabas todo el año a que llegara el verano para que fuera a visitarte, o que unos años más tarde, cuando se mudó contigo, siempre llegaba tarde del trabajo y que te quedabas despierto hasta que volviera a casa. Pero durante esos años, en que te iba a buscar a la casa de tus abuelos, no era solo él quien volvía a casa, eran los dos. Era un momento que compartían, ambos volviendo a casa.
Piensas en tu padre, en lo que realmente quieres llegar a anotar en alguna de tus libretas. Piensas en la última vez que lo viste, cuando te confesó que eras una de las pocas razones por las que aún no se suicidaba. Piensas en que te gustaría que volviera a casa, que todavía sigues queriendo que vuelva a una casa que ya no es la tuya sino la suya, de la que sientes que se perdió hace mucho tiempo, una casa que crees que ha estado buscando toda su vida, una casa que nunca tuvo. Piensas que te gustaría estar esperándolo, que tú y tu hermano lo han esperado toda la vida, pero que en ese lugar a donde quieres que llegue no puede haber nadie más que él. Piensas en que en algún momento de su vida todo se descarriló y todo lo que andaba buscando se le mostró vacío y sin sentido. Piensas que ya no sabe a dónde ir. Sabes que no sabe a dónde ir, porque a ti te pasa algo similar. Sabes que día a día buscan cosas para llenar ese vacío que, sin embargo, no se llena. Entonces piensas también en ti, en que quisieras volver a estar en ese vehículo, haciendo ese recorrido con él, a veintitantos años y miles y miles de kilómetros de distancia. Piensas en que debes volver a casa a anotar todas estas cosas, aunque en realidad sabes que lo que deberías hacer es volver a casa y llamarlo y decirle lo mucho que has pensado en él, lo mucho que te acuerdas de él a esa hora del día.
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