La excepción
Acabó sucediendo lo que deseabas que no pasara.
Andrea es una chica agradable y espontánea, tiene un año
menos que tú y vive a media hora andando de tu casa. En la foto de su perfil no
te pareció especialmente atractiva, pero te gustaron sus ojos de color verde
claro, como los caramelos de manzana que tu abuela guarda en un tarro y que de
pequeño comías cuando ibas a verla. La primera conversación que mantuvisteis
fue bien, allanasteis el terreno con preguntas triviales gracias a las cuales
averiguaste que está estudiando segundo de Bellas Artes, tiene un gato, es hija
única, vegetariana y amante del reino vegetal. Lleváis meses hablando por
mensajes y habéis tenido unas cuantas citas, en las que ella te ha demostrado su
fuerte interés hacia ti. Aunque sois personas muy distintas —tú estudias
Derecho, te encanta una buena parrillada y eres incapaz de cuidar a ningún otro
ser vivo—, ha debido de verte algo, o tal vez esté atravesando una fase de
rebeldía entremezclada con autodescubrimiento, quién sabe.
El caso es que esta noche te invitó a su piso, preparó ensalada
y lasaña para los dos y al terminar de comer se recostó sobre ti en el sofá. Pegó
su cuerpo al tuyo con avidez, como si necesitara de tu calor para seguir con
vida, y fue trepando por tu torso, con sus labios húmedos buscando los tuyos,
hasta dar con una boca seca y fría. Aun así, lo intentó, no te rechazó sin más,
que oye, mérito tiene. Al principio te besó con ternura, después la intensidad fue
creciendo y la respiración de ambos se fue agitando. Intuyes que en su caso se
debía a la pasión, pero, ¿también en el tuyo? Ella colocó una mano suave sobre
tu nuca, sus carnes blandas en tu abdomen, otra mano en descenso hacia tu
pantalón.
Por un momento, llegaste a pensar que lo conseguirías,
pero no.
Porque el problema está en ti.
El problema eres tú.
Te pusiste tenso en cuanto sus dedos traspasaron la goma
de tus calzoncillos y te incorporaste sin más. Andrea se apartó a tientas,
entre la sorpresa y el desequilibrio, hasta sentarse en la otra esquina del
sofá.
—¿Pasa algo?
Tú quisiste responder, pero al abrir la boca, solo emitiste
un quejido. La garganta se te había contraído como una bola de papel arrugado, los
ojos comenzaron a quemarte y te echaste a llorar. Fue patético, lo sabes, lo
habrías dado todo porque no hubiera vuelto a pasarte. Te cubriste el rostro con
las manos, para que no te viera así, para no verla a ella, porque sentías sus
ojos verdes clavados en tu hombro.
—Sergio, ¿estás bien? Oye, perdona si... si he hecho algo
que te haya sentado mal. Yo... yo qué sé, es verdad que no te he preguntado ni
nada, pero creía que tú también querías, que yo también te gusto... —Esa confianza
que antes se había apoderado de Andrea se fue disipando hasta desaparecer por
completo.
Entonces, ella suspiró y escuchaste cómo se levantaba del
sofá. Cuando te apartaste las manos del rostro, ya no estaba. Te sentiste
incómodo entre los platos con restos de salsa de tomate dispuestos en la mesa y
los cojines color crema a tu espalda. Estabas en un piso que no era el tuyo, en
un lugar en el que tú ya no pintabas nada. Percibiste un eco de pasos que
regresaban desde la cocina y viste aparecer a Andrea con un vaso de agua y un
paquete de pañuelos. Te los tendió y recogió de la mesa los residuos de la
cena. «La lasaña estaba deliciosa, se habrá pasado horas cocinándola», pensaste,
aunque sabías que lo que de verdad deberías preguntarte era qué carajo le ibas
a decir. ¿Acaso le soltarías algo medianamente decente, casi bonito, en un
esfuerzo por hacerla sentir mejor o le dirías la verdad?
Porque, ¿cuál es la verdad, Sergio?
Andrea volvió al salón y se sentó de nuevo en la esquina
del sofá, con el cuerpo orientado al frente, sin mirarte. Parecía que también
estaba ensayando un discurso. Tenías que tomarle la delantera, tus primeras
palabras eran cruciales.
—Yo... te pido perdón, Andrea, lo siento.
—Si no te gusto, me podrías haber avisado antes, joder.
Me habría ahorrado todo esto. —A pesar de que sus mejillas estaban ligeramente
sonrojadas, fruto del bochorno, pronunció cada palabra con crudeza, dejando que
primero se asentaran en su boca, para luego soltarlas como si colocara losas sobre
el suelo.
—No es eso, sí que me gustas, en plan, me caes bien y me
pareces mona y todo eso. La cosa es que... —Intentaste aclarar, pero realmente
ni siquiera tú sabías qué te pasaba, de modo que balbuceaste unos segundos
hasta quedarte callado.
—¿La cosa es que qué? ¿Que solo me ves como a una amiga?
¿Que eres gay? Venga, dime. —Estaba desesperada.
—Sí, o sea, no. A ver, sí, creo que es eso, que solo te
veo como a una amiga, no que sea gay. —Cuando terminaste de hablar, ella se volvió
hacia a ti y os contemplasteis en silencio unos instantes en los que sus ojos
te interrogaron con la dureza de un juez. Aquella mirada verde manzana te
pareció amarga y ácida, podías sentir su jugo bajando por tu garganta y abrasándola.
—¿Estás seguro de lo último?
—Sí.
—Vale.
No le diste tiempo a que pudiera hacerte más preguntas,
te levantaste del sofá y te dirigiste hacia el recibidor. Iniciaste la
despedida de espaldas, junto a la puerta, sin atreverte a mirarla, preparado
para huir.
—Bueno, creo que es mejor que me vaya. La cena estaba muy
buena, en serio, y... lo siento. —Hiciste un intento de girarte y por el
rabillo del ojo viste cómo ella se hundía en el sofá y se llevaba una mano a la
sien. Esperabas que te respondiera algo, pero no lo hizo—. Hasta luego. —Abriste
la puerta y te marchaste.
Eres un capullo, Sergio.
Lo sabes, y por eso ahora vagas por las calles sin rumbo
fijo y sin ninguna intención de volver a casa. El móvil prefieres no mirarlo,
por si te encuentras algún mensaje de una Andrea que, algo más recuperada de la
sorpresa y la humillación, te ha mandado un extenso texto en el que te haya
puesto a parir. Cosa que no te resultaría extraña, porque es lo que te lo
mereces, ¿verdad? Porque no sabes hacer otra cosa que ir por ahí haciendo que
esas pobres chicas se generen expectativas, que se ilusionen, y entonces,
cuando sientes que su felicidad está próxima, les atraviesas el corazón con una
navaja oxidada y te largas. Pasáis de los mensajes diarios a bloquearos el
contacto mutuamente y de repente os volvéis completos desconocidos. Esta es la
tercera vez que lo haces, ya vas cogiendo experiencia.
Y también sabes que después de un par de semanas de darle
vueltas a la cabeza, volverás a meterte en la aplicación de citas en busca y
captura de tu media naranja, esa persona con la que siempre te han hecho soñar
hasta el punto en que la necesitas desesperadamente. Porque en las comidas
familiares, tus tías siempre te preguntan si tienes novia y te avergüenzas de
ver que incluso tus primos y primas menores se sientan a la mesa con sus
parejas y tú eres el único que se sigue sentando en una esquina, aislado,
rezagado, con una sonrisa incómoda y rezando para que en algún momento dejen de
compadecerse de ti. Porque tu madre ya te ha insinuado que quiere ser abuela,
para llevar a sus nietos al parque, hacerles ropa a medida y cocinarles. Porque
cuando quedas con tus colegas, acaban hablando sobre sus parejas o el número de
tías con las que se han acostado últimamente, y tú tienes que aguantar los
comentarios insulsos, las fanfarronadas, las bromas y las constantes
referencias a tu persona, ya que todos saben que a ti no te va tan bien. Y,
sobre todo, porque estás cansado, completamente asqueado, de la vida que llevas
y no entiendes por qué al resto del mundo el amor y el sexo le parecen
cuestiones sencillas y naturales, y en cambio a ti suponen un desafío.
¿Qué te pasa, Sergio?
A pesar de ser bastante tarde, es sábado por la noche en las calles de una
Granada que todavía no se halla envuelta por ese calor sofocante propio del
verano, de ahí que los bares estén repletos de gente. Te adentras en uno, te
acercas entre empujones a la barra y pides una cerveza. La camarera te la sirve
con una tapa, pero todavía notas en tu paladar el sabor de la lasaña y de la
lengua de Andrea, así que la apartas con indiferencia.
Entre el barullo de gente, distingues a un compañero de
clase. Parece que él también se encuentra solo, al igual que sueles verlo en el
aula. Mantiene la mirada fija al frente mientras sostiene en una mano un vaso
alargado del que va bebiendo de manera mecánica. Sin embargo, al cabo de un
rato descubres que, en realidad, únicamente estaba esperando a que llegara otra
persona. Una mano morena le golpea con cuidado el hombro y él se gira. Sonríe
mostrando todos los dientes, sin duda, está feliz, como nunca imaginaste que su
rostro impasible pudiera estarlo. Entonces, a su lado aparece un chico alto y
delgado que lo abraza, lo besa y se dirige a la camarera para pedir algo de
beber. Como no tienes nada mejor que hacer, te entretienes en observarlos. Al
principio, intentas que no parezca obvio, tratas de mirar cada pocos minutos y
siempre de reojo, por miedo a que piensen que los acosas, pero los ves tan
inmersos en su conversación que abandonas toda discreción y te centras por
completo en ellos. Los ves reírse, lanzarse miradas cargadas de significado y
te imaginas que llenan los silencios con palabras sinceras, sin artificios, que
resuenan por encima de la música y las voces de quienes los rodean. Engulles el
último trago de cerveza y te apretujas entre las decenas de cuerpos para llegar
hasta la salida.
Al finalizar la última clase de la jornada, le dices a tu colega que vas a
preguntarle unas dudas al profesor y que no te espere. Él asiente, se despide
de ti, recoge sus cosas y se marcha. Esperas a que la mayoría de la gente se
haya ido y, en lugar de acercarte al profesor, te encaminas hacia ese chico
solitario que se prepara para abandonar el aula.
—Perdona, Mario, ¿tienes un momento? —Lo detienes justo
cuando se está colgando la mochila al hombro. Te mira extrañado y tuerce un
poco los labios—. Siento molestarte, es que quería preguntarte unas cosas,
pero... no sé muy bien ni por dónde empezar. —Eso es, la forma perfecta de
animar a alguien a empezar una conversación, di que sí.
Por suerte, Mario decide detenerse a escucharte, se le ve
buena gente. Deja su mochila de nuevo sobre la mesa y relaja los músculos del
rostro.
—Sí, dime, no tengo prisa.
—Tú... tienes pareja, ¿verdad? Sales con un chico.
Él frunce el ceño, pero se esfuerza por esbozar una débil
sonrisa. Probablemente empieza a arrepentirse de haber accedido a charlar
contigo.
—Eh... sí, bueno, no creo que tengamos algo demasiado
formal, pero se podría decir que sí, salgo con un chico. Soy gay, si es lo que
querías saber.
Te sorprende que sea tan sincero y directo, y te
preguntas cuántas veces habrá tenido que dar esa misma respuesta para que esté
tan acostumbrado a ella y sea capaz de soltarla como quien recita de memoria el
menú del día. Mario apoya los glúteos en la mesa y se cruza de brazos,
esperando a que continúes la conversación. Aprovecha, se lo ve más intrigado
que ofendido.
—Verás, es que yo... ¿Tú cuándo te diste cuenta de que te
gustaban los hombres?
—Pues en mi caso no fue como esa gente que dice que ya
desde la primaria se habían enamorado de su profesor o profesora y lo tuvieron
siempre claro. Lo mío fue más hacia el final de la adolescencia. Intenté salir
con una chica, pero eso no tiraba. En plan, sabía que no me gustaba, pero
sentía que no tenía otra alternativa, ¿entiendes? Yo me he criado en un pueblo
y ahí no había casi nada de visibilidad del colectivo. Y la que había estaba en
los chistes. Cuando me fui del pueblo para estudiar, empecé a entender que existían
otras formas de vida y probé a salir con chaval, y ahí ya lo tuve claro. Y
desde entonces, no he vuelto a esconderme ni a negar lo que soy. —Cuando habla,
mira al frente y con seguridad. Solo al finalizar clava en ti sus ojos. Son de
color miel, densos, suaves y cálidos.
—A mí no me gustan las mujeres. —Sueltas a bocajarro. Tú
mismo te sorprendes de tus palabras, que te suenan ajenas, y te sonrojas.
Mario se queda callado unos instantes y luego se echa a
reír.
—Vale, perfecto —responde entre risas.
—Pero la cosa es... que tampoco me gustan los hombres. No
me atrae nadie, al menos no en ese sentido. En plan, no llego a sentir nada romántico
ni a querer tener... relaciones con nadie —aciertas a murmurar y entonces él
empieza a tomarse más en serio la situación. Se coloca una mano bajo la
mandíbula y te entorna los ojos—. Lo he intentado y me he esforzado mucho por
hacer cosas que ni siquiera me terminan de gustar, pero de las que todo el
mundo disfruta, porque eso es lo normal, ¿no? Enamorarse, liarse, tener pareja,
acostarse... Pero yo es que no puedo, no me sale, y no sé qué me pasa.
—Déjame que te pregunte yo una cosa: ¿por qué me cuentas
esto a mí, aquí y ahora?
Te muerdes el labio inferior y respiras hondo.
—Porque no tengo a nadie más con quien hablar de esto
—confiesas en voz baja.
—Hay más orientaciones aparte de gay, bi o hetero, ¿lo
sabías? Puede que estés en el espectro asexual o arromántico, o en ambos. —La
ignorancia se te refleja en el rostro serio—. Veo que no tienes ni idea de qué
te hablo. Pues ya tienes en qué pensar. —Se aparta de la mesa, coge su mochila
y se la cuelga de nuevo al hombro—. Te recomiendo que primero, hagas una
búsqueda por tu cuenta, con tranquilidad, y ya luego si tienes dudas, hablamos
otro día o me escribes. Venga, adiós —se despide y camina hacia la salida del
aula. Antes de atravesar la puerta, se gira y te observa. Estás solo en medio
del aula vacía—. Y no te preocupes, Sergio, que no te pasa nada malo. —Esboza
una media sonrisa y desaparece. Notas cómo la miel de sus ojos se ha ido
colando por las grietas de tu ser y te ahogas en una profunda calma.
Al llegar a casa, vas directo a tu habitación. Tu madre te detiene en el
pasillo y te pregunta por qué has vuelto tan tarde de clase y que si tienes
hambre, porque te puede recalentar el almuerzo en un momento. Le mientes y le
dices que ya has comido en la cafetería de la universidad, cuando en realidad
solo te has comprado un sándwich de atún en una máquina expendedora y lo has mordisqueado
de vuelta a casa. Pero ahora mismo lo único que te apetece es estar a solas.
Cierras la puerta del dormitorio tras de ti, dejas tu
mochila en el suelo y te desplomas sobre la cama. La colcha y la almohada están
calientes después de haber recibido un baño de sol durante toda la mañana y te
queman ligeramente el abdomen y el rostro, pero eso no te molesta. Al cabo de
unos minutos, recuerdas lo que venías a hacer. Te sacas el teléfono móvil del
bolsillo de tu pantalón vaquero, desbloqueas la pantalla y abres el buscador. Dudas
unos instantes y te muerdes el labio inferior. Finalmente, tecleas los términos
que te dijo Mario.
Asexual.
Arromántico.
Te pasas así diez, veinte, más de treinta minutos, yendo
de una página web a otra, repasando las redes sociales y escuchando testimonios
que nunca pudiste imaginar. Cuando cierras el buscador, el calor ya se ha
disipado de la cama y en la almohada se ha formado una pequeña mancha húmeda y
salada. Abres la aplicación de citas y, en lugar de repasar como de costumbre
las decenas de perfiles ajenos, decides borrar el tuyo. Después, eliminas la
aplicación de tu teléfono.
Eres aquello de lo que no se habla.
Lo que se supone que no debería existir, pero ahí está.
Eres la excepción sagrada, inocente, fantaseada, enferma,
frígida y todos los calificativos con los que quieran tacharte, pero en los que
no habrás de confiar.
Eres lo que tu familia, tus amigos y muchísimas otras
personas puede que jamás entiendan y que, si se lo confiesas, infantilicen,
ridiculicen o compadezcan con aún más intensidad de la que ya lo hacen.
Eres algo de lo que no tienes por qué avergonzarte y de
lo que habrás de dejar de culparte. Se acabó la búsqueda impuesta, la necesidad
asfixiante, el sueño prefabricado, el maltrato etéreo.
Ya es hora de abrir los ojos y verte a través de tus
propias pupilas.
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