martes, 15 de abril de 2025

-Relato 6 de Ángela Sánchez

 

La excepción

 

Acabó sucediendo lo que deseabas que no pasara.

Andrea es una chica agradable y espontánea, tiene un año menos que tú y vive a media hora andando de tu casa. En la foto de su perfil no te pareció especialmente atractiva, pero te gustaron sus ojos de color verde claro, como los caramelos de manzana que tu abuela guarda en un tarro y que de pequeño comías cuando ibas a verla. La primera conversación que mantuvisteis fue bien, allanasteis el terreno con preguntas triviales gracias a las cuales averiguaste que está estudiando segundo de Bellas Artes, tiene un gato, es hija única, vegetariana y amante del reino vegetal. Lleváis meses hablando por mensajes y habéis tenido unas cuantas citas, en las que ella te ha demostrado su fuerte interés hacia ti. Aunque sois personas muy distintas —tú estudias Derecho, te encanta una buena parrillada y eres incapaz de cuidar a ningún otro ser vivo—, ha debido de verte algo, o tal vez esté atravesando una fase de rebeldía entremezclada con autodescubrimiento, quién sabe.

El caso es que esta noche te invitó a su piso, preparó ensalada y lasaña para los dos y al terminar de comer se recostó sobre ti en el sofá. Pegó su cuerpo al tuyo con avidez, como si necesitara de tu calor para seguir con vida, y fue trepando por tu torso, con sus labios húmedos buscando los tuyos, hasta dar con una boca seca y fría. Aun así, lo intentó, no te rechazó sin más, que oye, mérito tiene. Al principio te besó con ternura, después la intensidad fue creciendo y la respiración de ambos se fue agitando. Intuyes que en su caso se debía a la pasión, pero, ¿también en el tuyo? Ella colocó una mano suave sobre tu nuca, sus carnes blandas en tu abdomen, otra mano en descenso hacia tu pantalón.

Por un momento, llegaste a pensar que lo conseguirías, pero no.

Porque el problema está en ti.

El problema eres tú.

Te pusiste tenso en cuanto sus dedos traspasaron la goma de tus calzoncillos y te incorporaste sin más. Andrea se apartó a tientas, entre la sorpresa y el desequilibrio, hasta sentarse en la otra esquina del sofá.

—¿Pasa algo?

Tú quisiste responder, pero al abrir la boca, solo emitiste un quejido. La garganta se te había contraído como una bola de papel arrugado, los ojos comenzaron a quemarte y te echaste a llorar. Fue patético, lo sabes, lo habrías dado todo porque no hubiera vuelto a pasarte. Te cubriste el rostro con las manos, para que no te viera así, para no verla a ella, porque sentías sus ojos verdes clavados en tu hombro.

—Sergio, ¿estás bien? Oye, perdona si... si he hecho algo que te haya sentado mal. Yo... yo qué sé, es verdad que no te he preguntado ni nada, pero creía que tú también querías, que yo también te gusto... —Esa confianza que antes se había apoderado de Andrea se fue disipando hasta desaparecer por completo.

Entonces, ella suspiró y escuchaste cómo se levantaba del sofá. Cuando te apartaste las manos del rostro, ya no estaba. Te sentiste incómodo entre los platos con restos de salsa de tomate dispuestos en la mesa y los cojines color crema a tu espalda. Estabas en un piso que no era el tuyo, en un lugar en el que tú ya no pintabas nada. Percibiste un eco de pasos que regresaban desde la cocina y viste aparecer a Andrea con un vaso de agua y un paquete de pañuelos. Te los tendió y recogió de la mesa los residuos de la cena. «La lasaña estaba deliciosa, se habrá pasado horas cocinándola», pensaste, aunque sabías que lo que de verdad deberías preguntarte era qué carajo le ibas a decir. ¿Acaso le soltarías algo medianamente decente, casi bonito, en un esfuerzo por hacerla sentir mejor o le dirías la verdad?

Porque, ¿cuál es la verdad, Sergio?

Andrea volvió al salón y se sentó de nuevo en la esquina del sofá, con el cuerpo orientado al frente, sin mirarte. Parecía que también estaba ensayando un discurso. Tenías que tomarle la delantera, tus primeras palabras eran cruciales.

—Yo... te pido perdón, Andrea, lo siento.

—Si no te gusto, me podrías haber avisado antes, joder. Me habría ahorrado todo esto. —A pesar de que sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas, fruto del bochorno, pronunció cada palabra con crudeza, dejando que primero se asentaran en su boca, para luego soltarlas como si colocara losas sobre el suelo.

—No es eso, sí que me gustas, en plan, me caes bien y me pareces mona y todo eso. La cosa es que... —Intentaste aclarar, pero realmente ni siquiera tú sabías qué te pasaba, de modo que balbuceaste unos segundos hasta quedarte callado.  

—¿La cosa es que qué? ¿Que solo me ves como a una amiga? ¿Que eres gay? Venga, dime. —Estaba desesperada.

—Sí, o sea, no. A ver, sí, creo que es eso, que solo te veo como a una amiga, no que sea gay. —Cuando terminaste de hablar, ella se volvió hacia a ti y os contemplasteis en silencio unos instantes en los que sus ojos te interrogaron con la dureza de un juez. Aquella mirada verde manzana te pareció amarga y ácida, podías sentir su jugo bajando por tu garganta y abrasándola.

—¿Estás seguro de lo último?

—Sí.

—Vale.

No le diste tiempo a que pudiera hacerte más preguntas, te levantaste del sofá y te dirigiste hacia el recibidor. Iniciaste la despedida de espaldas, junto a la puerta, sin atreverte a mirarla, preparado para huir.

—Bueno, creo que es mejor que me vaya. La cena estaba muy buena, en serio, y... lo siento. —Hiciste un intento de girarte y por el rabillo del ojo viste cómo ella se hundía en el sofá y se llevaba una mano a la sien. Esperabas que te respondiera algo, pero no lo hizo—. Hasta luego. —Abriste la puerta y te marchaste.

 

Eres un capullo, Sergio.

Lo sabes, y por eso ahora vagas por las calles sin rumbo fijo y sin ninguna intención de volver a casa. El móvil prefieres no mirarlo, por si te encuentras algún mensaje de una Andrea que, algo más recuperada de la sorpresa y la humillación, te ha mandado un extenso texto en el que te haya puesto a parir. Cosa que no te resultaría extraña, porque es lo que te lo mereces, ¿verdad? Porque no sabes hacer otra cosa que ir por ahí haciendo que esas pobres chicas se generen expectativas, que se ilusionen, y entonces, cuando sientes que su felicidad está próxima, les atraviesas el corazón con una navaja oxidada y te largas. Pasáis de los mensajes diarios a bloquearos el contacto mutuamente y de repente os volvéis completos desconocidos. Esta es la tercera vez que lo haces, ya vas cogiendo experiencia.

Y también sabes que después de un par de semanas de darle vueltas a la cabeza, volverás a meterte en la aplicación de citas en busca y captura de tu media naranja, esa persona con la que siempre te han hecho soñar hasta el punto en que la necesitas desesperadamente. Porque en las comidas familiares, tus tías siempre te preguntan si tienes novia y te avergüenzas de ver que incluso tus primos y primas menores se sientan a la mesa con sus parejas y tú eres el único que se sigue sentando en una esquina, aislado, rezagado, con una sonrisa incómoda y rezando para que en algún momento dejen de compadecerse de ti. Porque tu madre ya te ha insinuado que quiere ser abuela, para llevar a sus nietos al parque, hacerles ropa a medida y cocinarles. Porque cuando quedas con tus colegas, acaban hablando sobre sus parejas o el número de tías con las que se han acostado últimamente, y tú tienes que aguantar los comentarios insulsos, las fanfarronadas, las bromas y las constantes referencias a tu persona, ya que todos saben que a ti no te va tan bien. Y, sobre todo, porque estás cansado, completamente asqueado, de la vida que llevas y no entiendes por qué al resto del mundo el amor y el sexo le parecen cuestiones sencillas y naturales, y en cambio a ti suponen un desafío.

¿Qué te pasa, Sergio?

 

A pesar de ser bastante tarde, es sábado por la noche en las calles de una Granada que todavía no se halla envuelta por ese calor sofocante propio del verano, de ahí que los bares estén repletos de gente. Te adentras en uno, te acercas entre empujones a la barra y pides una cerveza. La camarera te la sirve con una tapa, pero todavía notas en tu paladar el sabor de la lasaña y de la lengua de Andrea, así que la apartas con indiferencia.

Entre el barullo de gente, distingues a un compañero de clase. Parece que él también se encuentra solo, al igual que sueles verlo en el aula. Mantiene la mirada fija al frente mientras sostiene en una mano un vaso alargado del que va bebiendo de manera mecánica. Sin embargo, al cabo de un rato descubres que, en realidad, únicamente estaba esperando a que llegara otra persona. Una mano morena le golpea con cuidado el hombro y él se gira. Sonríe mostrando todos los dientes, sin duda, está feliz, como nunca imaginaste que su rostro impasible pudiera estarlo. Entonces, a su lado aparece un chico alto y delgado que lo abraza, lo besa y se dirige a la camarera para pedir algo de beber. Como no tienes nada mejor que hacer, te entretienes en observarlos. Al principio, intentas que no parezca obvio, tratas de mirar cada pocos minutos y siempre de reojo, por miedo a que piensen que los acosas, pero los ves tan inmersos en su conversación que abandonas toda discreción y te centras por completo en ellos. Los ves reírse, lanzarse miradas cargadas de significado y te imaginas que llenan los silencios con palabras sinceras, sin artificios, que resuenan por encima de la música y las voces de quienes los rodean. Engulles el último trago de cerveza y te apretujas entre las decenas de cuerpos para llegar hasta la salida.

 

Al finalizar la última clase de la jornada, le dices a tu colega que vas a preguntarle unas dudas al profesor y que no te espere. Él asiente, se despide de ti, recoge sus cosas y se marcha. Esperas a que la mayoría de la gente se haya ido y, en lugar de acercarte al profesor, te encaminas hacia ese chico solitario que se prepara para abandonar el aula.

—Perdona, Mario, ¿tienes un momento? —Lo detienes justo cuando se está colgando la mochila al hombro. Te mira extrañado y tuerce un poco los labios—. Siento molestarte, es que quería preguntarte unas cosas, pero... no sé muy bien ni por dónde empezar. —Eso es, la forma perfecta de animar a alguien a empezar una conversación, di que sí.

Por suerte, Mario decide detenerse a escucharte, se le ve buena gente. Deja su mochila de nuevo sobre la mesa y relaja los músculos del rostro.

—Sí, dime, no tengo prisa.

—Tú... tienes pareja, ¿verdad? Sales con un chico.

Él frunce el ceño, pero se esfuerza por esbozar una débil sonrisa. Probablemente empieza a arrepentirse de haber accedido a charlar contigo.

—Eh... sí, bueno, no creo que tengamos algo demasiado formal, pero se podría decir que sí, salgo con un chico. Soy gay, si es lo que querías saber.

Te sorprende que sea tan sincero y directo, y te preguntas cuántas veces habrá tenido que dar esa misma respuesta para que esté tan acostumbrado a ella y sea capaz de soltarla como quien recita de memoria el menú del día. Mario apoya los glúteos en la mesa y se cruza de brazos, esperando a que continúes la conversación. Aprovecha, se lo ve más intrigado que ofendido.

—Verás, es que yo... ¿Tú cuándo te diste cuenta de que te gustaban los hombres?

—Pues en mi caso no fue como esa gente que dice que ya desde la primaria se habían enamorado de su profesor o profesora y lo tuvieron siempre claro. Lo mío fue más hacia el final de la adolescencia. Intenté salir con una chica, pero eso no tiraba. En plan, sabía que no me gustaba, pero sentía que no tenía otra alternativa, ¿entiendes? Yo me he criado en un pueblo y ahí no había casi nada de visibilidad del colectivo. Y la que había estaba en los chistes. Cuando me fui del pueblo para estudiar, empecé a entender que existían otras formas de vida y probé a salir con chaval, y ahí ya lo tuve claro. Y desde entonces, no he vuelto a esconderme ni a negar lo que soy. —Cuando habla, mira al frente y con seguridad. Solo al finalizar clava en ti sus ojos. Son de color miel, densos, suaves y cálidos.

—A mí no me gustan las mujeres. —Sueltas a bocajarro. Tú mismo te sorprendes de tus palabras, que te suenan ajenas, y te sonrojas.

Mario se queda callado unos instantes y luego se echa a reír.

—Vale, perfecto —responde entre risas.

—Pero la cosa es... que tampoco me gustan los hombres. No me atrae nadie, al menos no en ese sentido. En plan, no llego a sentir nada romántico ni a querer tener... relaciones con nadie —aciertas a murmurar y entonces él empieza a tomarse más en serio la situación. Se coloca una mano bajo la mandíbula y te entorna los ojos—. Lo he intentado y me he esforzado mucho por hacer cosas que ni siquiera me terminan de gustar, pero de las que todo el mundo disfruta, porque eso es lo normal, ¿no? Enamorarse, liarse, tener pareja, acostarse... Pero yo es que no puedo, no me sale, y no sé qué me pasa.

—Déjame que te pregunte yo una cosa: ¿por qué me cuentas esto a mí, aquí y ahora?

Te muerdes el labio inferior y respiras hondo.

—Porque no tengo a nadie más con quien hablar de esto —confiesas en voz baja.

—Hay más orientaciones aparte de gay, bi o hetero, ¿lo sabías? Puede que estés en el espectro asexual o arromántico, o en ambos. —La ignorancia se te refleja en el rostro serio—. Veo que no tienes ni idea de qué te hablo. Pues ya tienes en qué pensar. —Se aparta de la mesa, coge su mochila y se la cuelga de nuevo al hombro—. Te recomiendo que primero, hagas una búsqueda por tu cuenta, con tranquilidad, y ya luego si tienes dudas, hablamos otro día o me escribes. Venga, adiós —se despide y camina hacia la salida del aula. Antes de atravesar la puerta, se gira y te observa. Estás solo en medio del aula vacía—. Y no te preocupes, Sergio, que no te pasa nada malo. —Esboza una media sonrisa y desaparece. Notas cómo la miel de sus ojos se ha ido colando por las grietas de tu ser y te ahogas en una profunda calma.

 

Al llegar a casa, vas directo a tu habitación. Tu madre te detiene en el pasillo y te pregunta por qué has vuelto tan tarde de clase y que si tienes hambre, porque te puede recalentar el almuerzo en un momento. Le mientes y le dices que ya has comido en la cafetería de la universidad, cuando en realidad solo te has comprado un sándwich de atún en una máquina expendedora y lo has mordisqueado de vuelta a casa. Pero ahora mismo lo único que te apetece es estar a solas.

Cierras la puerta del dormitorio tras de ti, dejas tu mochila en el suelo y te desplomas sobre la cama. La colcha y la almohada están calientes después de haber recibido un baño de sol durante toda la mañana y te queman ligeramente el abdomen y el rostro, pero eso no te molesta. Al cabo de unos minutos, recuerdas lo que venías a hacer. Te sacas el teléfono móvil del bolsillo de tu pantalón vaquero, desbloqueas la pantalla y abres el buscador. Dudas unos instantes y te muerdes el labio inferior. Finalmente, tecleas los términos que te dijo Mario.

Asexual.

Arromántico.  

Te pasas así diez, veinte, más de treinta minutos, yendo de una página web a otra, repasando las redes sociales y escuchando testimonios que nunca pudiste imaginar. Cuando cierras el buscador, el calor ya se ha disipado de la cama y en la almohada se ha formado una pequeña mancha húmeda y salada. Abres la aplicación de citas y, en lugar de repasar como de costumbre las decenas de perfiles ajenos, decides borrar el tuyo. Después, eliminas la aplicación de tu teléfono.

 

Eres aquello de lo que no se habla.

Lo que se supone que no debería existir, pero ahí está.  

Eres la excepción sagrada, inocente, fantaseada, enferma, frígida y todos los calificativos con los que quieran tacharte, pero en los que no habrás de confiar.

Eres lo que tu familia, tus amigos y muchísimas otras personas puede que jamás entiendan y que, si se lo confiesas, infantilicen, ridiculicen o compadezcan con aún más intensidad de la que ya lo hacen.

Eres algo de lo que no tienes por qué avergonzarte y de lo que habrás de dejar de culparte. Se acabó la búsqueda impuesta, la necesidad asfixiante, el sueño prefabricado, el maltrato etéreo.

Ya es hora de abrir los ojos y verte a través de tus propias pupilas.


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