Blanco.
¿Qué tan blanca puede ser la pintura de un techo? Antes pensabas que era lo único que te quedaba. El techo y tu aliento. Ese blanco era el lienzo donde se proyectaba tu resignación.
Pero ahora… ahora algo se mueve adentro. No es rabia. No es impulso. Es otra cosa: algo parecido a la última hebra de ti misma, temblando, pero viva. Tus dedos se flexionan. Una de tus uñas está rota. Te duele al tocar el suelo, pero la sensación te conecta. Te despierta.
Él sigue ahí. Respirando como un animal encerrado. Observando tu espalda desde su altura.
—No me mires así —dice, aunque no lo estás mirando.
<<Si alguna vez sientes que no puede más, igual puedes>>, decía tu abuela mientras revolvía una olla. Tenía las manos ásperas, la espalda doblada. “No es magia. Es costumbre.”
Te incorporas. Primero con una mano, después con la rodilla. El movimiento es torpe, lento, casi ridículo. Pero vertical. Tu cuerpo curvado, una sombra larguísima en la pared, como si tus huesos crecieran con cada centímetro de coraje.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta él, la voz pastosa, nerviosa.
—Estoy parándome.
—¿Y para qué? ¿Eh? ¿Para qué?
—Para mirarte de frente. — no es valentía. Es cansancio. Es haber llegado al fondo y no tener más tierra para cavar.
“Tú no eres ninguna víctima, tú tienes voz”, te decía tu madre, una tarde en la cocina, mientras buscaba algo en la alacena. “Solo que te acostumbraron a callarla.”
Caminas hacia la mesa. Tienes una leve cojera. La planta del pie te arde. El mantel está manchado con café seco, hay una cuchara en el suelo. Todo sigue igual. Pero tú, no.
—No vas a volver a tocarme.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Eh? ¿Llamar a quién? Nadie te va a creer. Todos saben cómo eres.
Te reís. Suena raro, incluso para ti. Pero no es alegría. Es algo que se rompe por dentro y se libera en forma de sonido.
—No necesito que me crean. Solo necesito que te vayas.
Él se acerca. Demasiado.
—Bajá la voz —escupe—. No me provoques.
—Ya no tengo voz para bajarte. La usé toda en quedarme callada. — le dices con los ojos secos. Ya no lloras.
Alargas la mano. No hacia él. Hacia tu celular, tirado junto al sofá. Él duda. Su cuerpo se echa hacia atrás.
—¿Qué haces?
—Estoy eligiendo.
—No te va a servir de nada.
—Eso no lo decides tú.
Recuerdas la vez que tu hermana te dijo hace meses, en una llamada corta: “Cuando quieras irte, yo voy a estar. Solo tienes que decir la palabra.”
—¿La palabra? —preguntaste.
—Cualquier palabra. Incluso ‘techo’. Yo voy a entender.
Escribes techo en un mensaje. Sin pensarlo. Solo lo haces. Lo envías, mientras él patea una silla, pero no te toca.
El techo sigue ahí. Sigue blanco. Sigue agrietado. Pero ahora no lo miras como a una prisión. Ahora es un recordatorio, un testigo.
—Se acabó —dices. Y esta vez, sí. Esta vez, lo crees.
El teléfono vibra una vez más. Una notificación. No sabes si mirarla. Te tiemblan los dedos. << Estoy cerca. No cierres los ojos>> dice tu hermana.
Te das cuenta de que no era una metáfora. El cuerpo quiere cerrarse, quiere volver al suelo, quiere desaparecer. Pero sigues ahí. Respiras. El pecho se mueve lento, pero se mueve.
—No vas a irte —dice él.
—Ya no depende de vos —respondes, sin alzar la voz. No hace falta. Hay algo en la forma en que hablas que no habías escuchado nunca en tu boca. Algo definitivo.
<<Tienes que hacer que te respeten sin levantar la voz>>, decía tu abuela en el patio, mientras colgaba sábanas blancas. “El truco está en no temblar por dentro.”
Todo se vuelve más claro. Las líneas de los muebles. Las manchas en la pared. Tu sombra proyectada en el suelo. Él toma sus llaves. Las aprieta con tanta fuerza que una se le clava en la palma.
—¿Te crees que ya está? ¿Eh? ¿Que por mandar un mensaje esto se arregla?
—No. No creo que se arregle.
—Entonces no sé qué te piensas.
Te giras hacia él. El marco de la puerta está a unos metros. Te apoyas en la pared para no caer.
—No me lo pienso. Lo hago.
<<Tú no eres la que eras antes>>, te dijo una amiga una vez, después de verte en la calle.<<Antes te reías más fuerte. Vuelve a buscar esa risa, ¿dale?>>
—Me voy a ir —dices.
—¿Y a dónde?
—No sé. Pero no es acá.
Él se cruza de brazos. Ya no grita. Ya no insulta. Solo aprieta los labios y te observa.
El monstruo no desaparece. Solo pierde el control. Y eso es suficiente. La bocina de un auto suena afuera. Una. Dos veces. Sabes que es ella. Tu hermana. Cumpliendo la promesa que dijiste que no ibas a necesitar. Te acercas a la puerta. El picaporte está frío. Tus dedos dudan.
<<Cuando abras esa puerta, no mires atrás>>, dijo tu madre una vez, llorando en la cocina.<<Porque atrás siempre hay algo que te quiere atrapar>>
—¿No te vas a despedir? —dice él, sarcástico, detrás.
No respondes.
Giras la cerradura. Un clic suave. La puerta se abre apenas y la luz de la calle se filtra por la ranura. El aire fresco entra. El living se queda en sombra. No sabes si puedes dar el paso. Te da miedo que tu cuerpo se caiga. Que la fuerza que juntaste desaparezca cuando cruces ese umbral. Que nadie esté afuera. Que todo haya sido un error.
Respiras una vez y avanzas. Colocas un pie sobre el borde. Después, el otro. Tu sombra queda atrás. Pero el techo sigue ahí, blanco. No miras atrás. No sabes si esto es libertad o solo el primer paso de otra lucha.
La calle está húmeda. No ha llovido, pero el aire se siente extraño, como si el cielo supiera algo que vos apenas estás empezando a entender. El sonido del auto es leve, el motor apenas vibra. Lo reconoces: es el mismo sonido que te traía de regreso a casa después de la secundaria, cuando tu hermana iba a buscarte sin avisar. Ella siempre supo cuándo necesitabas escapar.
La puerta del auto se abre.
—Sube —dice tu hermana. No te pregunta nada. No se acerca. Solo abre la puerta. Te espera.
—¿Me vas a preguntar qué pasó?
—No.
Te quedas parada. El mundo parece detenido. Como si el aire, los faroles, los autos estacionados, todos estuvieran mirando en silencio. No hay héroes. No hay aplausos. Solo tú, con el cuerpo vibrando como si todavía sintiera sus manos donde ya no están.
—¿Y si me arrepiento?
—Entonces regresa. Pero no hoy.
Cierras la puerta. El clic resuena como una sentencia. Un ambientador con forma de pino cuelga del espejo retrovisor.
—¿Tienes frío?
—No sé.
Ella enciende la calefacción. Te mira de reojo. No te toca.
<<¿Quieres que me quede>>, te dijo una vez, sentada en el borde de tu cama. Tú eras adolescente, estabas llorando por un amor que no era amor.<<Puedo quedarme hasta que te duermas>> pero no le crees.
—¿Adónde vamos?
—A casa. Mi casa. Por ahora.
—No quiero que me vea así —dices.
—¿Así cómo?
—Así… como si me hubieran vaciado.
—No estás vacía. Estás viva.
No contestas. Pero esas palabras se te quedan en el pecho, como un hilo que intenta coser algo. El auto avanza. Las luces de la calle dibujan formas intermitentes en tu rostro. Afuera, todo es movimiento. Adentro, apenas respiras. Pasas la esquina del almacén. El mismo donde él te decía que le compraras cigarrillos “porque él no tenía ganas de salir”.
—¿Quieres que pongamos música? —pregunta tu hermana.
Niegas con la cabeza.
—¿Puedes apagar las luces de adentro?
Ella lo hace. Ahora solo están las luces de afuera, colándose por el vidrio.
—¿Te da miedo?
—No. Me da vergüenza.
—Vergüenza es quedarse, sabiendo que te están rompiendo por dentro —dice. Y después no dice nada más.
—¿Crees que va a venir a buscarme?
—Es probable.
—¿Y si lo hace?
—Vas a estar conmigo. Y si hace falta, vamos juntas a denunciar.
La palabra pesa. “Denunciar.” Tiene garras, bordes. Nunca la dijiste. Te parece una palabra grande para una voz tan rota como la tuya.
—¿Y si nadie me cree?
—Te voy a creer yo. Y eso alcanza para empezar.
En ese momento te das cuenta de lo torcido que se volvió tu termómetro del dolor.
—¿Puedo ducharme cuando lleguemos?
—Puedes hacer lo que quieras.
—¿Incluso llorar?
—Especialmente llorar.
El auto se detiene frente a un edificio. No reconoces la calle. Mejor. No quieres reconocer nada todavía. Ella te acompaña hasta el ascensor. Las luces parpadean. Todo huele a humedad, a encierro.
—¿Tienes miedo? —te pregunta.
—No sé. Tengo muchas cosas al mismo tiempo.
—Entonces vamos de a una.
La puerta se abre. Adentro hay silencio. Un sillón. Una planta con hojas secas. Una alfombra con manchas viejas. No es tu casa. No es tu lugar. Pero hay espacio. Dejas caer tu bolso al suelo. Caminas hacia la ventana. Afuera, una luz de semáforo parpadea. Te sientas en el suelo. No puedes más. Pero tampoco estás sola.
—¿Quieres té?
—Sí.
—¿Con azúcar?
—Con mucha.
Tu hermana se pierde en la cocina. Apoyas la cabeza en la pared. Y entonces sí, lloras. Sin sonido. Con el cuerpo. Con los huesos. No es un llanto de debilidad. Es el llanto de una grieta que por fin deja salir el agua estancada.
<<Cuando llores con ganas, sabe que es tu alma lavándose>>, decía la abuela, mientras revolvía una sopa.
El té llega caliente. Lo tomas con ambas manos.
—Gracias.
—Por nada —dice tu hermana—. Y por todo.
Y ahí están, dos mujeres sentadas en el suelo. Una taza en cada mano. Silencio. No hace falta más. No sabes qué vas a hacer mañana. No sabes qué pasará con él, contigo, con todo. Pero hoy… abriste una puerta.
El techo de este nuevo lugar es blanco. Blanco distinto. Más alto. Sin manchas. Por ahora. Desde la ventana, las luces de la ciudad parpadean como si titilaran a destiempo con tu respiración. Podrías ser cualquier otra persona ahí sentada, envuelta en una manta, con una taza entre las manos, bajo un techo anónimo. Pero eres tú. Todavía tiemblas. Todavía duele. Pero hay algo en esa quietud nocturna, en la forma en que el vapor del té se eleva sin apuro, que te dice que existes. Que estás. Y que mirar desde afuera, por primera vez, no es una amenaza, sino una promesa: hay un mundo allá afuera. Tal vez no sabes aún cómo habitarlo. Pero ya no lo miras con miedo. Lo miras con hambre.
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