Un mapa hacia Papá.
Los días en el internado San Miguel
tenían la textura de una manta mojada: pesados, fríos, pegajosos al alma.
Cuatro niños —Teo, Marta, Santi y Sofía— habían aprendido a caminar en puntas
de pies por sus pasillos, como si cada baldosa escondiera un secreto dispuesto
a gritar.
La luna brillaba en lo alto,
bañando de luz todo a su paso, mientras tanto abajo, los árboles se mecían con
la suave brisa que los arrullaba. En el orfanato, el reloj marcaba las once y
en el interior los niños dormían tranquilamente sin sospechar la conspiración
que se estaba gestando en las paredes frías que los resguardaban. Todos menos
cuatro.
En una
habitación apartada, aquellos cuatro niños permanecían en silencio, pero en su
mirada había determinación: sabían lo que estaban por hacer.
Sofía tenía once años y la manía de
morder la punta de sus mangas. Decía que los muros escuchaban. Llevaba un
suéter verde desteñido que una vez fue de su madre, o eso aseguraba cada vez
que alguien le preguntaba por su olor a lavanda muerta. Marta, con doce años,
era pura voluntad. Una cicatriz en la ceja izquierda, como un acento grave
tatuado en su rostro. Siempre vestía con una bufanda roja que no se quitaba ni
en julio. La llamaban “la Jefa” y ella, por supuesto, nunca lo negó.
Santi y Teo eran hermanos del
silencio. Santi hablaba con las manos y Teo, con la mirada. Ambos vestían
igual: camisas beige remangadas, pantalones cortos de lino y zapatos que
crujían con cada paso, como si quisieran delatarlos.
La historia comienza —porque toda fuga
es una historia— con una carta arrugada bajo el colchón de Teo. No era
reciente. De hecho, era más vieja que él.
"Te buscaré cuando pueda. Sé que
estás en San Miguel. No te he olvidado. Papá."
Teo no comprendía aún que
una mentira esperanzada puede doler más que la verdad. Tenía solo nueve años.
Su madre había muerto en un accidente de coche que ni siquiera recordaba, y el
internado se lo tragó como un pozo con hambre. Pero esa carta era una semilla.
Y una semilla, incluso en el cemento, intenta crecer.
—¿Y si no está vivo? —preguntó Marta.
Teo no respondió. Porque
cuando uno cree en algo, no lo explica. Lo persigue.
Mientras, Sofía recordaba
una tarde con su madre, en una plaza con palomas gordas y niños sucios. Su
madre le hablaba de constelaciones. “Las estrellas también se escapan”, le
decía, señalando un cielo que ella apenas podía ver. Luego vino la ambulancia.
Luego, el silencio.
—El plan es sencillo —dijo Marta, con
voz baja pero firme—. Cuando todos estén dormidos, nos colamos por la ventana
de la cocina. Ya sabemos cómo abrirla sin hacer ruido. Y luego, corremos hacia
el bosque. Nos quedamos allí hasta que amanezca, y después buscamos un lugar
para refugiarnos.
Sofía dudó.
—¿Y qué pasa si nos descubren? Nos
castigarán, y no podremos volver a salir nunca más.
—No lo harán —respondió Marta,
confiada—. El director cae como una piedra. Si no estamos en la cama a las tres
de la mañana, nadie nos verá.
Y así, a las 3:12 a.m., “la
hora de los cobardes” según Marta, emprendieron la fuga. Saltaron el muro del
fondo, el que tenía una muesca que solo los internos conocían. Llevaban una
mochila con galletas, dos botellas de agua, un mapa arrancado de un libro de
geografía y una brújula que Sofía robó de la oficina del director.
Teo fue el primero en llegar
a la ventana de la cocina, un pequeño marco de madera que daban al jardín
trasero, el más cercano al bosque. Durante días, había estudiado cómo abrirla
sin hacer ruido. Había logrado encontrar una pequeña hendidura en la cerradura
y, con un par de giros rápidos, la ventana cedió. El viento nocturno entró con
suavidad, y Teo asomó la cabeza para asegurarse de que el camino estaba
despejado.
Marta y Sofía llegaron al
mismo tiempo. Sofía, aunque nerviosa, respiró profundamente y se asomó al
exterior, mirando la oscuridad del jardín. Santi, siempre más impaciente, fue
el último en llegar, pero cuando vio que sus amigos ya estaban fuera, no dudó
ni un segundo en seguirlos.
Saltaron con agilidad sobre
el muro del jardín, dejando atrás las sombras del orfanato. El viento frío les acariciaba
la piel, y por primera vez en mucho tiempo, se sintieron realmente vivos. El
bosque los esperaba.
Mientras corrían, las ramas
de los árboles crujían bajo sus pies. El sonido de sus respiraciones rápidas se
mezclaba con el murmullo del viento entre las hojas. Sofía miraba hacia atrás,
temerosa. Pero Marta, que siempre tenía una sonrisa confiada, la tomó de la
mano y la animó a seguir.
Pasaron por un pequeño
arroyo y se internaron más en el bosque. La luz de la luna los guiaba, pero el
miedo y la esperanza era lo que los empujaba hacia adelante. Durante un rato,
todo fue silencio, excepto por los ruidos nocturnos del bosque.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sofía,
con su voz temblorosa—. ¿A dónde vamos?
—Al sur —dijo Teo—. Dijo que trabajaba
en una carpintería de un pueblo llamado Guanta.
—Eso está a más de 200 kilómetros
—susurró Santi.
—Entonces, mejor que empecemos a caminar
—replicó Marta, ajustándose la bufanda como si fuera una armadura.
Al dejar atrás el muro del
internado, lo supieron: el mundo era enorme y no tenía interés alguno en
hacerlos sentir cómodos. Aun así, avanzaron. Corrían sin dirección clara, solo
siguiendo el rumbo que marcaba la brújula y el temblor en el pecho de Teo. El
aire les raspaba los pulmones y los ojos brillaban como si por fin pudieran ver
algo más que muros color crema y franelas heredados.
—Somos libres —dijo Teo, jadeando.
—Somos fugitivos —corrigió Sofía, sin
dejar de mirar atrás.
Santi no dijo nada, pero
cada tanto sacaba una piedrita del zapato, como si la libertad también
lastimaba.
Al amanecer, ya habían caminado casi
veinte kilómetros. Descansaron detrás de una parada de autobús rural, abrazados
como cachorros, tapados con un plástico negro que encontraron entre los
arbustos.
Despertaron sucios, fríos y
hambrientos. Las galletas se acabaron en el desayuno. Santi compartió media
pastilla de menta que tenía escondida en un calcetín. Teo bebió agua de un
grifo oxidado. Sofía se lavó la cara y sonrió frente al reflejo ondulado de un
charco: aún se parecía a sí misma. Marta tomó el mapa. Su dedo, sucio de
tierra, marcó la ruta. Parecía fácil. Todo parece fácil cuando está dibujado.
Durante el segundo día, la realidad
comenzó a pesar. El calor se volvió una lengua áspera que les lamía la nuca. La
bufanda de Marta parecía un mal chiste. Aun así, no se la quitó. Era su
símbolo. Su escudo. Como si mientras la llevara, nadie pudiera verla temblar
por dentro.
A mediodía, encontraron un
río. No era un río épico ni fotogénico. Era un hilo marrón y espeso entre
matorrales. Pero para ellos fue una bendición. Se descalzaron. Se rieron. Santi
chapoteó como si tuviera cinco años. Teo se quedó mirando el agua correr.
¿Y si cuando lo encuentre... no me
quiere? —pensó.
Aquella noche acamparon bajo
un árbol enorme que Sofía bautizó como “El abuelo”. Lo abrazó incluso. Y no
parecía tan loca. Era el primer ser vivo que los protegía sin exigir nada a
cambio.
Podría contarles que en su
camino encontraron gente buena. Y sí, algunas almas decentes asomaron por ahí,
como luciérnagas. Pero también hubo otras. Un hombre en una camioneta que les
pidió subirse “sólo para llevarlos más cerca”. Marta lo fulminó con la mirada.
—Nos vamos caminando —dijo firme.
Teo iba recordando una vez
que su madre lo llevó a un parque con una fuente. Tenía seis años. Ella le
enseñó a lanzar monedas y pedir deseos.
—¿Qué pediste? —le preguntó ella.
—Un barco. Para ir a buscar a papá.
Ella sonrió, triste. La
clase de sonrisa que se usa cuando no se quiere llorar frente a un niño.
Seis días después, los niños huelen a
sudor y miedo. Caminan por la banquina de una carretera donde los autos pasan
como recuerdos que no quieren quedarse. Tienen hambre. Los pies de Sofía están
llenos de ampollas, y Santi ha dejado de quejarse porque ya no tiene saliva. No
eran los mismos niños. Tenían los rostros curtidos por el viento. Las mochilas
estaban casi vacías. Llevaban los pantalones manchados, y los zapatos,
deshechos.
Pero sus ojos... sus ojos
eran más grandes. Más sabios.
Encontraron una casa
abandonada. Durmieron sobre sacos de grano. Encendieron una fogata pequeña y,
por primera vez, se permitieron soñar despiertos.
—¿Y si encontramos a tu papá y nos odia?
—dijo Sofía.
—Entonces nos vamos —respondió Marta.
—¿Y si nos quiere? —preguntó Santi.
—Entonces nos quedamos —dijo Teo.
Y no hacía falta decir más.
Los cuatro fugitivos
avanzaban por un mundo que no los esperaba. No sabían que el dolor de crecer no
avisa. No sabían que cada paso los estaba cambiando, deshaciendo lo que eran,
forjando lo que serían.
El mapa ya estaba borrado.
Pero algo en sus corazones —quizá la brújula, quizá el hambre de amor— los
seguía empujando al sur.
Un camionero les da pan y no
hace preguntas. La bondad a veces se disfraza de indiferencia. La noche la
pasan en un galpón abandonado. Hace frío. Sofía duerme abrazada a Teo. Marta
vigila. Santi dibuja con un palo en el polvo. Un círculo. Una flecha. Un padre.
Y sí, claro, podríamos
detenernos aquí y decir que el viaje fue noble, que los niños encontraron
belleza en las hojas caídas y en el canto de los grillos. Pero sería mentir. Lo
cierto es que el mundo no tiene tiempo para niños con hambre ni para cruzadas
infantiles. Lo cierto es que la mayoría de los adultos que los vieron, miraron
hacia otro lado. Porque ver niños solos es como mirarse al espejo cuando uno ya
no cree en la bondad.
Teo una vez soñó que su
padre era carpintero de barcos. En el sueño, tenía las manos llenas de astillas
y una sonrisa torcida. Le decía que cada clavo era una promesa. Luego se
despertó empapado en sudor, sin barco, sin padre, sin promesas.
Llegaron a un pueblo llamado Cumaná, un
viejo les regaló una dirección. “Allí vive un tal Guzmán, carpintero, hace
veinte años que no lo veo, pero tal vez...”. Teo guardó ese papel como si fuera
un diamante. Santi lo dobló con precisión militar. Sofía lo envolvió en un
pañuelo. Marta dijo: “Vamos.”
Ya en el horizonte, donde la
tierra se hace más baja y el cielo más ancho, los esperaba una casa azul. Y la
verdad.
Dos días después, están ahí. Frente a
una casa de madera pintada de azul. El buzón dice “Guzmán”. La puerta está
entreabierta.
—¿Y si no quiere vernos? —pregunta
Sofía.
—Entonces no es él —responde Teo, y
empuja.
Dentro, huele a aserrín y
café viejo. Hay fotos en blanco y negro. Un banco de trabajo cubierto de
virutas. La luz entra por una ventana polvorienta. Hay herramientas colgadas
con un orden obsesivo, como si alguien intentara sostener su mente a través del
control. Un banco de trabajo ocupa media sala. Sobre él, una maqueta de velero,
a medio terminar. Un velero de madera. El aire es espeso. Los minutos se
vuelven lentos.
Entonces, lo ven. Un hombre
de espaldas, encorvado, con el cabello como algodón sucio.
—¿Papá?
El hombre gira lentamente.
Sus ojos son dos pozos secos. Mira a Teo. A los otros. Luego, al suelo.
—No...no puede ser —murmura el hombre.
Su voz es áspera, como si llevara años sin usarse para decir algo blando.
No hay música. No hay
abrazos. Solo silencio. Y el crujido de los zapatos de Santi.
—Te busqué —dice Teo. Sus ojos arden.
Pero no llora. Aún no.
El hombre cae de rodillas.
No como quien se rinde, sino como quien recuerda cómo doler.
—Teo... Teo, hijo... yo no supe cómo
seguir... después de tu madre...
Sus palabras son fragmentos.
No construyen nada sólido. Solo caen.
—Estaba roto. Era cobarde. No merezco
esto. No merezco que estés aquí.
Silencio.
Luego de unos segundo, Teo
dice algo. Algo tan simple y tan cruel como un cuchillo pequeño:
—No tienes que serlo si no quieres.
No hay música. No hay redención. Solo la
verdad, áspera como lija. Sofía se tapa la boca. Marta mira el suelo. Santi se
cruza de brazos y aprieta los labios.
Pero el hombre sigue llorando. No con un
llanto bonito, no, es un llanto torcido, húmedo. Como si sacara de su cuerpo
algo oxidado. Se arrodilla frente a Teo y baja la cabeza. No lo toca. No se
atreve.
—No sé cómo ser padre. No lo sé. Pero si
me das una oportunidad... una mínima... puedo... puedo intentar aprender.
Teo lo mira. En ese momento,
todos los días en el internado, todas las noches deseando una voz, una figura,
una mano que no soltara… todo eso se acumula en su pecho.
—No quiero otro intento fallido —dice.
—Yo tampoco.
No hubo reunión dramática, ni violines
de fondo o abrazos eternos. La vida no se acomodó a las fantasías de la
infancia, pero, como ocurre a veces, abrió una grieta. Y por esa grieta entró
la luz.
Dos
años después, un taller de carpintería en Cumaná contaba con cuatro aprendices.
Sofía hacía figuras de animales. Marta diseñaba muebles con nombres de
constelaciones. Santi esculpía en silencio. Y Teo… Teo hacia barcos. De madera,
de papel, de sueños.
El hombre que vivía con ellos ya no
lloraba tanto. Algunas noches cocinaba para los cuatro, otras les contaba
historias que ni él sabía si eran ciertas. Pero estaba allí. Y eso, para
quienes venían del vacío, era más que suficiente.
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