sábado, 31 de mayo de 2025

-Relato 4 Miguel Fabia

 El ensayo


Viejas noches de risas y borracheras con su esplendoroso equipo de actores en que, con los hombros anchos por las reseñas favorables que sus obras cosechaban en los periódicos, Antonio no perdía oportunidad de burlarse del teatro comunitario. “Pero si huele como una sopa recalentada, ¿no creen?”. Y, sin embargo, ahora está aquí, al margen de los esplendores como un periódico ya leído puesto en la entrada de una casa para limpiarse los zapatos en días de lluvia, una descolorida bufanda enrollada dos veces al cuello como una soga decorativa y los ojos sobre los dos actores novatos que están de pie ante él, mirándolos a partes desiguales, un pescador que mira con desprecio a la merluza y con un cierto temor de alabanza a la lubina. 

––A ver, Julia, Claudio —Antonio se pasa la mano por el pelo como si ello le fuera a quitar las canas––. Vamos desde el segundo acto. Ya saben: “El reencuentro”. ––El salón es un aula prestada del centro cultural compuesta de sombras, pizarrones manchados de ecuaciones y sillas de plástico que cada tanto sueltan un crujido como si estuvieran molestas por ser parte de este elenco. En el rincón, una mesa con café sabor a tierra y galletitas chiclosas. Teatro pobre, pero con azúcar; rancia, sí, pero azúcar al fin––. Los quiero con ánimo, ¿eh? Y con la verdad. No con ese tonito de miss universo o político en campaña. 

Julia mira al suelo. Susurra: 

––¿Ahora das cátedra sobre la “verdad”?

Antonio mira a Julia.

––¿Cómo dices? 

––Nada. ––Julia se levanta con calma. Lleva un vestido azul oscuro de segunda mano, con una mancha en la zona de la costilla que no se sabe si pertenece a ella o al personaje. Tiene esa capacidad molesta de las bailarinas de parecer naturales incluso cuando no hacen nada. Claudio, en cambio, parece un perchero entusiasmado––. Pero él todavía no sabe el texto, ¿no?

Claudio ríe como si le hubieran dicho algo encantador.

—Lo improviso. Eso me mantiene fresco.

––Adelante, señor frescura. ––Antonio mira a Claudio de pie a cabeza: esa camiseta de Superman desteñida, ese olor a desodorante vencido––. Improvisa, pero no te vayas por las ramas, por favor. Esto es teatro, no stand-up. 


Claudio está de rodillas. Julia lo mira con la mirada de alguien que está a punto de romper algo, o de abrazarlo.

––“Años desde la última vez que te vi. Me doy cuenta de que sigo sin hablar tu lenguaje…”. ––Los labios de Julia se abren y se cierran con soltura, como si las palabras ya hubieran sido pronunciadas por otra Julia que ya no existe. 

––“Cariño, te diría que te extraño, pero eso sería demasiado suave”. ––La pregunta de Claudio resuena demasiado alta, demasiado a payaso. 

Antonio interrumpe la escena con la mano en alto como un político o una miss universo. 

––Claudio. Esto no es Romeo y Julieta. No grites como si te estuvieras muriendo. Recuerda que la conoces desde la escuela y que una vez te dijo: “Me gusta cómo escribes”, y que eso te mantuvo pensando en ella por años. 

Claudio baja la cabeza y Julia lo mira sin mirarlo, ensimismada, como quien ve caer una hoja seca.

––Lo intento, Antonio, pero me cuesta sentirlo…

Antonio se queda un rato en silencio, pensativo. Una exnovia había dicho alguna vez algo sobre el “sentir” a la luz de una cocina en la que reinaba la comida recalentada. “La mayoría repite. Son pocos lo que sienten”. Luego esa exnovia se fue con un dramaturgo que practicaba mindfulness y que en sus ratos libres hacía pan casero con harina integral y semillas. Antonio suspira. 

––Vamos de nuevo. Pero esta vez debes recordar lo esencial: ella ya te perdonó. El que aún no puede perdonarse eres tú. 

De pronto, un chasquido en el techo: la luz se va de golpe. El salón queda en penumbras y en silencio. Al rato, desde el pasillo lejano, alguien grita: “¡Otra vez el disyuntor!”. Julia suelta una risa sin fuerzas como quien oye un chiste después de un funeral. Luego se cruza de brazos. 

––Bueno, a la mierda con todo. 

—No, no —–Antonio enciende la linterna de su móvil—–. Sigamos. Recuerda el cliché: hacer teatro es arrojar luz sobre las sombras y sombras sobre la luz. 

Julia vuelve a reír. 

––Lo que tu digas, Eurípides. Pero antes dame una galleta. 


El ensayo continúa en las sombras. Claudio va al baño y Julia se queda tendida en el suelo, su vestido azul desparramado como un mar quieto y anochecido.

––Somos un barco lleno de agujeros, ¿no crees?

Antonio, que está afinando algunas líneas de la obra, levanta la cabeza. La mira como un pescador decepcionado del sabor de la lubina. Y es que la metáfora era demasiado gastada. La recordaba más creativa. La recordaba de pie ante el mar y su vestido moviéndose al viento del atardecer, su delicada voz de lubina diciéndole cosas a las olas. “Odio a quienes odian el lenguaje realista. La música del teatro está en las palabras elementales, las palabras de las olas”. 

Antonio se echa hacia atrás en la silla, pone los pies sobre la mesa y se cruza los brazos. 

—Y tú, ¿qué eres? ¿El capitán o el marinero? ¿Eh? 

––Ni idea. Tal vez solo esté buscando un salvavidas. ––En medio de la penumbra, la voz de Julia queda colgada en el aire como una sábana mojada en medio de una noche ventosa. 

Antonio suelta una sonrisa. 

—Pensé que odiabas las metáforas. Pero quién sabe, Julia, quizá ya estamos hundidos. 

–Quizá. Aunque no hay nada peor que estar hundido en el silencio de un otro. 

En ese momento, Claudio vuelve del baño. Mira a Julia y luego a Antonio y luego a Julia otra vez. Es como si oyera el restallar de la sabana en el viento, o algo así. 

––¿Algo se rompió o esto es teatro?

Julia se levanta del suelo. 

—–Un poco de ambos. ¿Retomamos el diálogo?

Antonio se levanta de la silla. 

––Buenas ideas, al fin. 

Julia abre la carpeta con el texto. Antonio se pone a su lado para iluminar la carpeta con la linterna de su móvil. Julia está tranquila. O cree estarlo. Porque sus manos empiezan a temblar. Como la sabana. Por la cercanía de Antonio quizá. O porque intuye que las líneas que siguen son algo más que teatro:

—–“Ese es tu problema: hablas como si estuvieras dentro de una obra”. 

Es el turno de Claudio: 

––“Jamás te he dicho una palabra de humo”. 

La mirada de Julia sobre Claudio, un faro en la noche. 

––“No me importa lo que dijiste, sino lo que no dijiste”. 

Antonio se frota la nuca. 

––Bueno, basta. 

Claudio mira a Julia, confundido. Ella no parece estarlo. Ella parece una marinera con años de mar en el cuerpo. Antonio se da media vuelta y camina hacia la ventana. Afuera, la ciudad sin destellos. En el cristal, los vagos contornos de su rostro sin olas. 

--Ok, ok ––dice Antonio, volviéndose hacia los dos actores––. Seguimos mañana. Traeré café de verdad y las galletitas no estarán aplastadas. 

Una sopa que comienza a prepararse en el aire del salón. 


Al día siguiente, lo primero que hace Claudio al entrar es acercarse al mesón y comerse casi todas las galletas. Antonio solía enojarse con esas actitudes de Claudio. “¿Acaso no tienes comida en tu casa, puto Falstaff de cuarta?”. Esta vez, sin embargo, a Antonio, que está en la silla con la bufanda ahora desenrollada, se le escapa una sonrisa. Luego gira la vista hacia Julia, que está en el otro rincón. La mira como un marino en el desierto mirando el mar en una foto, la carpeta en las manos pálidas de Julia, sus labios yendo y viniendo en un murmullo de olas. 

Claudio se acerca a Antonio como, permítase la hipérbole, el ruido de un ancla arrastrándose por el pavimento: el murmullo de Julia corrompiéndose. 

--¿Sabes? ––Los labios de Claudio salpicado de chispas de chocolates. Antonio repasa en su cabeza las veces que Claudio inició una conversación con el “¿sabes?”––. Hoy mi vieja no me dejó entrar a la cocina para hacerme el desayuno ––Antonio se frota la nuca: “Veamos, ¿qué inventarás ahora puto Tartufo de cuarta?”––. Dice que nunca llevo nada para comer. Que toda la comida la compra ella. Que el teatro es una mierda porque no me da para comer. Que me busque otro trabajo. Que yo no soy actor. Que soy solo un payaso que se quedó sin palabras. 

––¿Le respondiste algo?

––Le dije que entonces inventaría nuevas palabras. 

El verdadero Antonio se habría echado a reír. Antonio es un experto en frases artificiales, un jugador que gusta jugar con las palabras. Como tal, sabía detectar fácilmente a otro jugador. Y Claudio es demasiado obvio. O, lo que es lo mismo, un mal actor. Pero eso ya no le importaba a Antonio. Este, de hecho, ya no parecía Antonio: una nueva máscara absorta sobre la cara, o, tal vez, ya no es la máscara, sino la cara misma, elemental y absorta. 

Al rato se levanta de la silla, camina al mesón y se sirve una taza de café. Antes de beberlo, lo huele, granos tostados fundiéndose con agua marina. Entonces mira a Claudio: 

––Me gusta. Es como debe ser el teatro, ¿no? Un inventar de palabras para decir lo que no se puede entender. 

Julia se acerca. 

—-Quizá no haya que inventar. La invención déjasela al baile. En el lenguaje las palabras ya están. Solo hay que saber combinarlas. En lo que sí estoy de acuerdo es en que aquello que nos une es ese querer decir y no poder hacerlo. 

Antonio, Julia y Claudio, los tres en el centro del salón, mirándose en una especie de silencio de náufragos intentando reparar un barco con agujeros, para luego poder remar, al fin, hacia un puerto que no existe. 


El último día de ensayo, Antonio entra al salón con la bufanda en una mano. En la otra mano, una hoja arrugada. Además, los ojos trasnochados y la cara bajo una máscara de almohada. Se acerca a los dos actores. Aplica entonces ese tonito que oscila entre hombre serio y a la vez burlón que caracteriza a su estilo de juego: 

-–Hoy hacemos algo distinto. A la mierda la obra. Presentaremos un monólogo. Y esta vez, sin personajes, solo ustedes dos y la verdad de la mentira para encontrar la verdad. 

Julia frunce el ceño. 

––¿Qué te has fumado? 

--Ya sabes, el teatro debe ser como una sopa recién hecha, nueva y frescamente caliente, pero que, al mismo tiempo, nos haga recordar un sabor ya olvidado, probado quizá en algún sueño o en el viaje de alguna buena fumada. 

––¿Pero de qué hablas? ––balbucea Claudio, su boca repleta de galletas. 

Antonio les entrega la hoja arrugada. 

––Solo lean. Lean con falsa pasión verdadera. 

Julia se ubica en el centro del salón, la ventana salpicando brillos de sol sobre sus mejillas:

––“No soy ni hombre ni mujer, sino el reflejo de un payaso que perdió su voz en el escenario y que ahora se refugia en risas ajenas…”. 

Claudio, titubeante como un pescado en tierra, continúa con el monólogo: 

––“Soy la sombra de un marinero que vaga en tierra por no haber sabido oír el lenguaje silente de las olas”. 

Julia mira a Antonio. 

—–Hey Eurípides, esta es tu historia. 

––Obvio. Y la tuya. Y la de Claudio. Y la de payasos y marineros que no conocemos pero que, cómo decirlo, somos nosotros. 

Un silencio de luz de sol derramándose sobre la arena. 


—Mañana, estreno. Y esta vez, sin miedo ––dice Antonio antes de abandonar el salón. 

Claudio le pregunta a Julia si se puede llevar las galletas que han sobrado. 

––Claro ––dice Julia. Enseguida saca de su cartera un sándwich de pan integral y semillas-–. Yo traje mi merienda. 

Claudio le agradece con un abrazo exagerado y luego se va. 

Julia se come su sándwich en un silencio sin sol. Cuando se dispone a irse, advierte que a Antonio se le ha quedado la bufanda en una silla. La mira, detenidamente. Es la misma que él, una fría tarde ante el mar, le puso tiernamente alrededor del cuello. Julia se marcha, sin tocar la bufanda. 

Afuera, la noche es un telón negro listo para abrirse, pero muchas historias terminan sin aplausos. 


-Relato 5 Melanie Bermudez

 COSAS QUE PASAN

Llego al edificio de Marcos a las 5:10. Me hace esperar en el portón. Desde adentro, la voz distorsionada por el citófono:

—Sube, está abierto.

No dice hola.

El ascensor está detenido en el cuarto piso. Subo por las escaleras. La pintura de las paredes está descascarada en algunas partes. Un olor húmedo, como a trapo mojado, se cuela desde algún departamento.

La puerta del 4B está entreabierta. Empujo. Adentro, hay luz amarilla y una canción vieja de fondo. Marcos está sentado en el sillón, sin camiseta, con el ventilador apuntándole directo al pecho. Tiene una botella de cerveza entre las piernas. El televisor encendido muestra un noticiero sin volumen.

—Llegaste tarde —dice.

No respondo.

En la mesa, hay dos vasos, uno medio lleno. El suyo. El otro está limpio, pero húmedo.

El perro (uno pequeño, blanco, que se llama Tommy) me huele las zapatillas. Mueve la cola una sola vez y se aleja.

Me siento en la otra punta del sillón. El ventilador gira hacia mí, luego vuelve a él. Hace ese ciclo lento, monótono.

Marcos rasca la etiqueta de la botella. Tira los pedacitos al suelo. Sobre la pared detrás del televisor, una sombra parpadea con cada giro del ventilador.

—«No vuelvas a decirme que te da igual», habías dicho —lanza de pronto.

No contesto.

El teléfono vibra en mi bolsillo. No lo saco.

Marcos se levanta y va hacia la cocina. Camina sin apuro. Lleva puesto solo un short de fútbol. Hay una toalla colgada en su hombro, mojada.

Desde la cocina, me mira y pregunta:

—¿Quieres algo?

—No —respondo.

Él vuelve con otra cerveza. Se acomoda en el mismo lugar, se recuesta. Mira el techo.


Afuera, la calle se llena de luces rojas. Autos que se frenan, que arrancan. Gente que grita, pero no se entiende lo que dice. Desde el balcón, se ve la panadería cerrando. Un repartidor fuma con el casco aún puesto.

Me apoyo en la baranda de metal. El calor pegajoso sube desde el pavimento.

Marcos aparece detrás. Me da un empujón leve, en broma. No me muevo.

—«Como si estuviéramos en una película sin aire acondicionado», dijiste una vez —dice.

El perro ladra desde adentro. Hay un gato que pasa por el borde del tejado de enfrente.

Marcos se ríe. Le saca una foto con el móvil. Después se la manda a alguien.


En el cuarto, hay un ventilador viejo que hace un ruido mínimo, pero constante. En la cama, una sábana arrugada, dos almohadas sin funda. En la silla, una mochila abierta, una toalla mojada, unos jeans doblados sobre el respaldo. En el espejo, una mancha que parece un dedo. Marcos se prueba una remera blanca. Le queda ajustada. Se la quita. Mira su reflejo. Tose. Se pone otra de color negra.

—Voy a salir —dice.

No pregunto adónde.

Se pone perfume frente al espejo del pasillo. Es el mismo frasco que tenía en casa, en el baño, en la repisa al lado de mi cepillo de dientes.

—¿Te quedaras? —pregunta.

Asiento.

Sale sin decir más. El ruido de la puerta cerrándose se mezcla con una sirena que pasa a lo lejos.

 

«Si te vas, no me voy a quedar mirando la pared». Yo había dicho eso en la cocina, una tarde que discutimos por no sé qué. Él no contestó. Se quedó pelando una naranja.

 

El perro se echa junto a mis pies. Me sigue con la mirada. La televisión sigue encendida, ahora con una serie sin subtítulos.

La cerveza que dejó se calienta en la mesa. Toco el vaso. No lo tomo.

Duermo en el sillón. Tommy se sube a mi abdomen en algún momento de la noche. Me despierta su aliento tibio. Hay luces parpadeando afuera. Un cartel luminoso de una farmacia. Verde, intermitente.

No sé qué hora es. No reviso el móvil.

El aire huele a ropa sucia, a humedad y algo que no reconozco.

Camino descalzo hasta la cocina. Bebo agua del grifo. Gotea.

Sobre la heladera hay una foto: Marcos, una mujer mayor, un nene. Todos sonríen. Él tiene otra expresión en los ojos. Lleva otra vida en la cara.

 

«No muestro todo lo que soy en todas partes». Lo dijo en un viaje en colectivo, cuando vio que yo lo miraba fijo.

 

Regreso al sillón. Tommy me sigue. Me observa mientras me acomodo. Afuera, la calle parece apagada, como si todos hubieran decidido callarse al mismo tiempo.

Me despierta el sonido de la cerradura. Marcos entra sin hacer ruido. Lleva una bolsa en la mano. Viste lo mismo que cuando salió. El reloj del horno marca las 3:18.

Deja la bolsa sobre la mesa. Saca un sándwich envuelto en papel. También una botella de agua. Come de pie. No me mira.

—¿Dormías?

Asiento.

—Tommy no ladra contigo. Es raro.

Mastica lento. El papel del envoltorio se arruga. Lo deja sobre la mesa sin apurarse.

No pregunta nada más.

 

Al día siguiente, salimos a la calle juntos. Él dice que necesita comprar focos. Yo lo sigo.

La ferretería queda a cuatro cuadras. En la vidriera hay un ventilador igual al suyo, pero nuevo. Lo señala.

—Ese no hace ruido. Pero no enfría.

Caminamos en silencio. El sol rebota en las chapas de los autos. Él entra a la ferretería. Yo me quedo afuera. Miro a la gente que pasa. Nadie nos mira a nosotros.

Sale con una caja pequeña. Focos. Una bolsa azul colgando de su mano. No dice nada.

En el camino de regreso, el perro de la esquina ladra. Marcos se detiene a mirarlo. Luego sigue.

—Ese perro siempre te ladraba ati más fuerte —dice.

No contesto.

 

En casa, cambia los focos del baño. Lo hace sin apuro, subido a una silla plástica. Tiene los pies sucios. El ventilador sigue girando en la sala.

La nueva luz es más blanca, menos cálida. Todo se ve más claro. Incluso el espejo, con su mancha en la esquina.

Marcos deja la caja vacía sobre la mesa. Abre la heladera. No hay nada.

—¿Pedimos algo?

Asiento.

Hace el pedido por el móvil. Habla con alguien mientras tanto. Se ríe. No menciona mi nombre.

 

«No quiero que estemos como muebles». Eso lo dije yo, apoyado contra esa misma pared. El ventilador giraba en la misma dirección. Él bebía del mismo vaso.

 

La comida llega. Pizza fría. Comemos en silencio. Él deja la última porción. Yo no la toco. Se la lleva a la cocina.

Tommy espera alguna miga. No recibe nada.

Marcos pone música desde su móvil. Una canción que escuchábamos en el coche, hace meses. No la canta. Solo la deja sonar.

La ventana abierta deja entrar ruido de bocinas. En el cielo, un avión pasa lento. Marcos se echa en el sillón. Tiene los pies sobre la mesa. Tommy duerme enroscado junto a la pata de la silla. La botella de agua está a medio vaciar. La remera negra tiene una mancha en el borde. Su móvil vibra, pero no lo mira.

A las ocho, suena el timbre. Es su hermana, Paula. Lleva una bolsa con tupper y algo envuelto en papel metálico. Saluda con un gesto. Me ve, pero no dice nada.

—Hola.

Ella asiente.

Deja la comida sobre la mesada. Le da un beso a Marcos. Después se queda parada, con los brazos cruzados.

—¿Vas a quedarte? —pregunta él.

—No. Solo pasaba.

Nos mira a los dos, pero no pregunta.

«¿Y ahora quién limpia?», había dicho una vez ella, cuando nos vio juntos en la cocina, hace meses.

Paula se va rápido. Tommy no ladra. La puerta se cierra sin ruido.

Marcos abre el tupper de lentejas y come parado, en la cocina.

Yo sigo en el sillón. La música cambió. Ahora hay una melodía instrumental, suave.

—¿Quieres?

Niego.

Él come igual. Después tira el envase y se lava las manos.

El ventilador sigue girando. El perro suspira, como cansado.

El domingo, vamos al parque. Caminamos sin decir mucho. Él lanza una pelota para Tommy. Hay otros perros, otros dueños. Gente con niños. Alguien toca la guitarra bajo un árbol.

Nos sentamos en el pasto. Él fuma. Yo le paso una botella de agua. No nos miramos a los ojos.

«Si no hablas, no te entiendo», dijo una vez, en la parada del colectivo. Yo no hablé.

Ahora tampoco.

A la vuelta, compramos helado. Él elige chocolate amargo. Yo vainilla. Caminamos lento. Él se mancha la camiseta. No le importa.

En casa, la luz del baño parpadea. Uno de los focos nuevos ya está fallando.

En el living, la botella vacía sigue en la mesa. La toalla mojada sigue sobre la silla. El espejo no se ha limpiado. Marcos duerme en el sillón, con la mano sobre el perro. Afuera, el cartel verde de la farmacia vuelve a parpadear. El ventilador no gira. Solo emite un zumbido bajo. El aire no se mueve.

 

Pasan los días. No hablamos mucho.

Marcos sale cada vez más seguido. Vuelve tarde, a veces huele a perfume ajeno. Deja las llaves sobre la mesa, el móvil boca abajo. No explica.

Yo sigo ahí.

Tommy ya no me sigue tanto. Solo cuando me muevo a la cocina.

Los vasos vacíos se acumulan en el fregadero. La remera negra se queda días colgada en el respaldo de la silla. El ventilador, a veces, ya ni lo enciende.

 

«No se trata de quién se va primero», dijo una vez, cuando apagó la luz y se acostó sin despedirse.

 

Un miércoles, no vuelve a dormir. Yo me quedo en el sillón. En la mesa, el tupper de lentejas, vacío, todavía sin tirar.

En la mañana, aparece con una bolsa de pan y dos cafés en vasos de cartón.

—Traje esto —dice.

Los deja sobre la mesa. No me ofrece. Tampoco se sienta.

Se quita los zapatos, entra al baño. Cierra la puerta. No vuelve a salir por un largo rato.

 

«¿Hasta cuándo piensas quedarte?». Lo había preguntado hace semanas. Era de noche. Yo había abierto la ventana, hacía calor. No contesté. Ahora no vuelve a preguntar. Yo tampoco contesto nada que no me pregunten.

 

Una noche, escucho una conversación desde su habitación. Habla bajo, por el móvil.

—No, sigue acá —dice.

Pausa.

—Sí, todavía.

Otra pausa.

Después, silencio.

 

La remera blanca cuelga en el picaporte. El vaso con restos de café ya tiene una línea seca en el fondo. La toalla sigue mojada. El ventilador vuelve a girar, pero más lento. Tommy duerme, pero se mueve como si soñara. Afuera, el cartel de la farmacia ya no parpadea. Solo queda una luz fija, casi azul.

Un viernes, mientras él se ducha, me levanto y comienzo a guardar mis cosas. Son pocas: un cargador, una muda de ropa, un libro sin terminar, una caja chica. Todo cabe en una mochila.

Tommy me observa. Marcos sigue cantando bajo la ducha.

No dejo nota.

Salgo sin hacer ruido. La puerta se cierra sola, despacio, como si también lo supiera.

 

Desde la vereda, el edificio parece apagado. En el cuarto piso, una única luz se filtra débil por las persianas. Un ventilador se refleja brevemente en la ventana. El cielo está quieto. Tommy ladra una sola vez. Después, silencio.

-Relato 4 Melanie Bermudez

LUZ QUE PARPADEA


—¿Y ahora tampoco vas a decir nada?

Alisha está descalza sobre la baldosa del patio, con los brazos cruzados y el vestido rosado (ese que siempre le quedó un poco largo) pegado a las piernas por la humedad.

«Con ese vestido pareces alguien que espera algo», le había dicho Ignacio aquella noche en la azotea. Ella no respondió entonces.

Ignacio está junto al coche, girando las llaves en la mano como si no supiera qué hacer con ellas. La camiseta negra tiene el cuello flojo y un hilo suelto que no para de enrollar en el dedo hasta que se rompe.

«Te gusta romper cosas que todavía sirven», le dijo Alisha una vez en voz baja, frente al microondas, como si hablase de otra cosa.

La luz del farol sobre la entrada parpadea. Como dudando. Como el resto de ellos.

—No sé si estás cansado, o si simplemente no quieres decirme lo que piensas —comenta Alisha sin moverse.

Él la mira como se mira un libro que se ha leído muchas veces: con afecto resignado, como si supiera ya cada palabra, cada cosa sobre ella.

No responde. El silencio se instala otra vez entre lo dos.

 

Dos días después, en la cocina, la radio suena bajito, pero nadie escucha. El locutor anuncia tormentas para el fin de semana. Sobre la mesa hay una bolsa con plátanos verdes, una taza sin asa y un plato con restos de tostadas. Ella dobla una toalla húmeda como si fuera algo que tuviera sentido hacer.

—¿Quieres que cocine algo?

La pregunta se queda en el aire. Ignacio está de pie, junto al refrigerador, con una botella de agua en la mano y una expresión que no termina de definirse.

—¿Vas a hacer lo de siempre? —Alisha lo mira, y hay en su mirada algo que no es molestia, ni lastima o tristeza, sino esa mezcla difícil de identificar que aparece cuando alguien ha llorado más veces de lo que recuerda.

Ignacio se encoge de hombros y deja la botella a un lado.

—Podría intentar otra receta.

—¿Cómo cuando hiciste pasta sin sal y dijiste que «el amor es el condimento»? —pregunta ella, sin sarcasmo; solo recordando.

El gato naranja, aquel que se quedó con ellos cuando nadie más lo quería, pasa entre sus piernas como si no sintiera la tensión. Salta al sofá y se queda ahí, indiferente.

 

«Esto también va a pasar», había dicho Ignacio en un mensaje de voz semanas atrás. Alisha lo había escuchado tres veces. Nunca le respondió.

 

Un viernes por la tarde están sentados en una cafetería. Alisha toma té de jazmín y revuelve con una cuchara de metal sin mirar lo que hace. Ignacio tiene los ojos puestos en su móvil.

—No entiendo por qué vinimos aquí —dice él sin levantar la voz.

—Porque tú dijiste que «hay que hablar donde entre luz natural».

Él frunce el ceño como si no recordara haber dicho aquello. Ella sí. Lo dijo una mañana.

Alisha lleva delineador puesto, pero ya está corrido. No lo corrigió a propósito.

—No recuerdo haber dicho eso —responde él.

—No recuerdas muchas cosas —contraataca ella.

—Tampoco las quiero olvidar.

El silencio vuelve, como un tercer personaje. Afuera alguien se ríe, fuerte.

Él se pasa la mano por la nuca. Tiene ojeras marcadas y una pequeña cicatriz en la muñeca. No se la hizo ella. Tampoco se la hizo el amor.

Alisha va al baño y se mira al espejo. El reflejo le resulta extraño. Como si fuera una versión de sí misma que aún no conoce del todo.

«Pareces alguien que se va a ir sin avisar», le dijo él una madrugada, justo antes de quedarse dormido.

Ella se lava las manos. El agua está tibia. La deja correr unos segundos más, sin razón.

Vuelve a la mesa.

—¿Nos vamos?

Ignacio asiente. Paga la cuenta. No mira el recibo.

—Te quiero —dice él. No suena grandioso. Suena verdadero.

 

Ella se despierta sola. La ventana abierta deja entrar el ruido de la calle: un motor, una conversación lejana, el llanto de un niño que no quiere ir al colegio.

La cama está deshecha solo de un lado. El suyo sigue tibio. En la mesa de noche hay una nota escrita a mano. No es de él. Es de la madre de ella, que pasó temprano: “Compré pan, pero el amor no se compra, mijita. Piensa bien”.

Se sienta en el borde del colchón y mira el piso. Busca algo con los ojos, no con las manos.

 

«Cuando te vas, parece que se apaga la casa», había dicho Ignacio una vez, casi sin querer, mientras se ponía los zapatos.

 

Una semana después, Alisha toma un tren. No lleva equipaje, solo una mochila pequeña y un libro sin terminar. Va sentada junto a la ventana. El paisaje es plano y rápido. Un reflejo suyo aparece en el vidrio, solo por segundos. Ignacio no está, pero la canción que suena en sus auriculares tiene su voz.

Frente a ella, una niña juega con una muñeca de plástico. La muñeca no tiene un brazo.

La luz del vagón parpadea dos veces. Ella no se inmuta.

 

«Yo no sé estar si tú no estás conmigo», mencionó Ignacio, borracho, en una fiesta de cumpleaños, mientras ella recogía los platos sucios.

 

Alisha entra a una librería pequeña en una ciudad que no conoce. Hay olor a papel y madera vieja. El encargado le sonríe. Ella mira los estantes como si buscara una excusa para quedarse.

Toma un libro al azar. Lo abre por la mitad.

Dentro, una frase subrayada: “Hay distancias que se caminan sin moverse”.

Ella cierra el libro sin leer más. Lo vuelve a dejar en su lugar.

Suena su móvil y lo saca, desbloqueándolo. Un mensaje nuevo.

Ignacio: ¿Estás bien? —Sin emojis, sin explicación.

No lo contesta. Lo guarda. Camina hacia la salida. El sol golpea fuerte en la acera. No usa lentes oscuros.

Una luz parpadea en la entrada del local, colgada de un cable flojo. Se detiene ahí, por un segundo. Como si esperara que algo más sucediera.

 

«Vamos a llegar viejos, pero juntos. Te lo prometo», dijo Ignacio en alguna madrugada. Ella no le creyó, pero lo abrazó igual.

 

Dos meses después, Ignacio camina por un supermercado. Lleva una lista escrita en papel. La letra es de ella. No la tiró.

Pasa por la sección de productos de limpieza. Se detiene frente al suavizante que siempre compraban. Lo toma, lo huele. Lo vuelve a dejar.

«¿Y si la llamas?», le había dicho un amigo días atrás, mientras jugaban cartas. Él no dijo nada.

Compra solo pan y café. Camina de vuelta a casa. La calle está vacía, pero el semáforo cambia igual. Rojo y luego: verde.

Abre la puerta del departamento. Todo sigue en su lugar, menos ella. El gato duerme en la misma silla. Lo ignora.

 

«No me gustas solo cuando estás feliz. Me gustas también cuando no sabes qué hacer contigo misma».

 

Lo dijo él. Fue una noche sin planes, viendo documentales sobre peces.

Se sienta en el sofá. Toma el control remoto, pero no enciende el televisor.

Mira la luz del pasillo. Parpadea.

 

Ella vuelve a casa. No la compartida. La de su infancia. Una habitación con afiches viejos y un armario lleno de cosas que no usa. Abre una caja en la que hay cartas, boletos de cine, una entrada a un concierto que nunca se dio.

Toma una hoja y escribe sin pensar. Palabras sueltas, sin fecha. No pone su nombre.

Guarda la carta en la caja. Cierra la tapa. Se sienta en la cama. Su madre la llama desde la cocina.

—¿Te hago un café?

—Sí, por favor —responde. Y su voz suena más joven.

 

Una estación de buses. Ella está sentada con una maleta a sus pies. Lleva auriculares, pero no escucha nada. En su regazo, el libro que no terminó. No lo abre.

Un niño pasa corriendo. Un vendedor ofrece galletas envueltas en plástico. Una mujer sentada a su lado.

La luz del techo parpadea. Como si dudara. Como si alguien todavía pudiera volver.

El bus 197 está por salir.

Ella no se levanta. Se queda ahí.

No mira el móvil. Pero lo tiene en la mano.