El ensayo
Viejas noches de risas y borracheras con su esplendoroso equipo de actores en que, con los hombros anchos por las reseñas favorables que sus obras cosechaban en los periódicos, Antonio no perdía oportunidad de burlarse del teatro comunitario. “Pero si huele como una sopa recalentada, ¿no creen?”. Y, sin embargo, ahora está aquí, al margen de los esplendores como un periódico ya leído puesto en la entrada de una casa para limpiarse los zapatos en días de lluvia, una descolorida bufanda enrollada dos veces al cuello como una soga decorativa y los ojos sobre los dos actores novatos que están de pie ante él, mirándolos a partes desiguales, un pescador que mira con desprecio a la merluza y con un cierto temor de alabanza a la lubina.
––A ver, Julia, Claudio —Antonio se pasa la mano por el pelo como si ello le fuera a quitar las canas––. Vamos desde el segundo acto. Ya saben: “El reencuentro”. ––El salón es un aula prestada del centro cultural compuesta de sombras, pizarrones manchados de ecuaciones y sillas de plástico que cada tanto sueltan un crujido como si estuvieran molestas por ser parte de este elenco. En el rincón, una mesa con café sabor a tierra y galletitas chiclosas. Teatro pobre, pero con azúcar; rancia, sí, pero azúcar al fin––. Los quiero con ánimo, ¿eh? Y con la verdad. No con ese tonito de miss universo o político en campaña.
Julia mira al suelo. Susurra:
––¿Ahora das cátedra sobre la “verdad”?
Antonio mira a Julia.
––¿Cómo dices?
––Nada. ––Julia se levanta con calma. Lleva un vestido azul oscuro de segunda mano, con una mancha en la zona de la costilla que no se sabe si pertenece a ella o al personaje. Tiene esa capacidad molesta de las bailarinas de parecer naturales incluso cuando no hacen nada. Claudio, en cambio, parece un perchero entusiasmado––. Pero él todavía no sabe el texto, ¿no?
Claudio ríe como si le hubieran dicho algo encantador.
—Lo improviso. Eso me mantiene fresco.
––Adelante, señor frescura. ––Antonio mira a Claudio de pie a cabeza: esa camiseta de Superman desteñida, ese olor a desodorante vencido––. Improvisa, pero no te vayas por las ramas, por favor. Esto es teatro, no stand-up.
Claudio está de rodillas. Julia lo mira con la mirada de alguien que está a punto de romper algo, o de abrazarlo.
––“Años desde la última vez que te vi. Me doy cuenta de que sigo sin hablar tu lenguaje…”. ––Los labios de Julia se abren y se cierran con soltura, como si las palabras ya hubieran sido pronunciadas por otra Julia que ya no existe.
––“Cariño, te diría que te extraño, pero eso sería demasiado suave”. ––La pregunta de Claudio resuena demasiado alta, demasiado a payaso.
Antonio interrumpe la escena con la mano en alto como un político o una miss universo.
––Claudio. Esto no es Romeo y Julieta. No grites como si te estuvieras muriendo. Recuerda que la conoces desde la escuela y que una vez te dijo: “Me gusta cómo escribes”, y que eso te mantuvo pensando en ella por años.
Claudio baja la cabeza y Julia lo mira sin mirarlo, ensimismada, como quien ve caer una hoja seca.
––Lo intento, Antonio, pero me cuesta sentirlo…
Antonio se queda un rato en silencio, pensativo. Una exnovia había dicho alguna vez algo sobre el “sentir” a la luz de una cocina en la que reinaba la comida recalentada. “La mayoría repite. Son pocos lo que sienten”. Luego esa exnovia se fue con un dramaturgo que practicaba mindfulness y que en sus ratos libres hacía pan casero con harina integral y semillas. Antonio suspira.
––Vamos de nuevo. Pero esta vez debes recordar lo esencial: ella ya te perdonó. El que aún no puede perdonarse eres tú.
De pronto, un chasquido en el techo: la luz se va de golpe. El salón queda en penumbras y en silencio. Al rato, desde el pasillo lejano, alguien grita: “¡Otra vez el disyuntor!”. Julia suelta una risa sin fuerzas como quien oye un chiste después de un funeral. Luego se cruza de brazos.
––Bueno, a la mierda con todo.
—No, no —–Antonio enciende la linterna de su móvil—–. Sigamos. Recuerda el cliché: hacer teatro es arrojar luz sobre las sombras y sombras sobre la luz.
Julia vuelve a reír.
––Lo que tu digas, Eurípides. Pero antes dame una galleta.
El ensayo continúa en las sombras. Claudio va al baño y Julia se queda tendida en el suelo, su vestido azul desparramado como un mar quieto y anochecido.
––Somos un barco lleno de agujeros, ¿no crees?
Antonio, que está afinando algunas líneas de la obra, levanta la cabeza. La mira como un pescador decepcionado del sabor de la lubina. Y es que la metáfora era demasiado gastada. La recordaba más creativa. La recordaba de pie ante el mar y su vestido moviéndose al viento del atardecer, su delicada voz de lubina diciéndole cosas a las olas. “Odio a quienes odian el lenguaje realista. La música del teatro está en las palabras elementales, las palabras de las olas”.
Antonio se echa hacia atrás en la silla, pone los pies sobre la mesa y se cruza los brazos.
—Y tú, ¿qué eres? ¿El capitán o el marinero? ¿Eh?
––Ni idea. Tal vez solo esté buscando un salvavidas. ––En medio de la penumbra, la voz de Julia queda colgada en el aire como una sábana mojada en medio de una noche ventosa.
Antonio suelta una sonrisa.
—Pensé que odiabas las metáforas. Pero quién sabe, Julia, quizá ya estamos hundidos.
–Quizá. Aunque no hay nada peor que estar hundido en el silencio de un otro.
En ese momento, Claudio vuelve del baño. Mira a Julia y luego a Antonio y luego a Julia otra vez. Es como si oyera el restallar de la sabana en el viento, o algo así.
––¿Algo se rompió o esto es teatro?
Julia se levanta del suelo.
—–Un poco de ambos. ¿Retomamos el diálogo?
Antonio se levanta de la silla.
––Buenas ideas, al fin.
Julia abre la carpeta con el texto. Antonio se pone a su lado para iluminar la carpeta con la linterna de su móvil. Julia está tranquila. O cree estarlo. Porque sus manos empiezan a temblar. Como la sabana. Por la cercanía de Antonio quizá. O porque intuye que las líneas que siguen son algo más que teatro:
—–“Ese es tu problema: hablas como si estuvieras dentro de una obra”.
Es el turno de Claudio:
––“Jamás te he dicho una palabra de humo”.
La mirada de Julia sobre Claudio, un faro en la noche.
––“No me importa lo que dijiste, sino lo que no dijiste”.
Antonio se frota la nuca.
––Bueno, basta.
Claudio mira a Julia, confundido. Ella no parece estarlo. Ella parece una marinera con años de mar en el cuerpo. Antonio se da media vuelta y camina hacia la ventana. Afuera, la ciudad sin destellos. En el cristal, los vagos contornos de su rostro sin olas.
--Ok, ok ––dice Antonio, volviéndose hacia los dos actores––. Seguimos mañana. Traeré café de verdad y las galletitas no estarán aplastadas.
Una sopa que comienza a prepararse en el aire del salón.
Al día siguiente, lo primero que hace Claudio al entrar es acercarse al mesón y comerse casi todas las galletas. Antonio solía enojarse con esas actitudes de Claudio. “¿Acaso no tienes comida en tu casa, puto Falstaff de cuarta?”. Esta vez, sin embargo, a Antonio, que está en la silla con la bufanda ahora desenrollada, se le escapa una sonrisa. Luego gira la vista hacia Julia, que está en el otro rincón. La mira como un marino en el desierto mirando el mar en una foto, la carpeta en las manos pálidas de Julia, sus labios yendo y viniendo en un murmullo de olas.
Claudio se acerca a Antonio como, permítase la hipérbole, el ruido de un ancla arrastrándose por el pavimento: el murmullo de Julia corrompiéndose.
--¿Sabes? ––Los labios de Claudio salpicado de chispas de chocolates. Antonio repasa en su cabeza las veces que Claudio inició una conversación con el “¿sabes?”––. Hoy mi vieja no me dejó entrar a la cocina para hacerme el desayuno ––Antonio se frota la nuca: “Veamos, ¿qué inventarás ahora puto Tartufo de cuarta?”––. Dice que nunca llevo nada para comer. Que toda la comida la compra ella. Que el teatro es una mierda porque no me da para comer. Que me busque otro trabajo. Que yo no soy actor. Que soy solo un payaso que se quedó sin palabras.
––¿Le respondiste algo?
––Le dije que entonces inventaría nuevas palabras.
El verdadero Antonio se habría echado a reír. Antonio es un experto en frases artificiales, un jugador que gusta jugar con las palabras. Como tal, sabía detectar fácilmente a otro jugador. Y Claudio es demasiado obvio. O, lo que es lo mismo, un mal actor. Pero eso ya no le importaba a Antonio. Este, de hecho, ya no parecía Antonio: una nueva máscara absorta sobre la cara, o, tal vez, ya no es la máscara, sino la cara misma, elemental y absorta.
Al rato se levanta de la silla, camina al mesón y se sirve una taza de café. Antes de beberlo, lo huele, granos tostados fundiéndose con agua marina. Entonces mira a Claudio:
––Me gusta. Es como debe ser el teatro, ¿no? Un inventar de palabras para decir lo que no se puede entender.
Julia se acerca.
—-Quizá no haya que inventar. La invención déjasela al baile. En el lenguaje las palabras ya están. Solo hay que saber combinarlas. En lo que sí estoy de acuerdo es en que aquello que nos une es ese querer decir y no poder hacerlo.
Antonio, Julia y Claudio, los tres en el centro del salón, mirándose en una especie de silencio de náufragos intentando reparar un barco con agujeros, para luego poder remar, al fin, hacia un puerto que no existe.
El último día de ensayo, Antonio entra al salón con la bufanda en una mano. En la otra mano, una hoja arrugada. Además, los ojos trasnochados y la cara bajo una máscara de almohada. Se acerca a los dos actores. Aplica entonces ese tonito que oscila entre hombre serio y a la vez burlón que caracteriza a su estilo de juego:
-–Hoy hacemos algo distinto. A la mierda la obra. Presentaremos un monólogo. Y esta vez, sin personajes, solo ustedes dos y la verdad de la mentira para encontrar la verdad.
Julia frunce el ceño.
––¿Qué te has fumado?
--Ya sabes, el teatro debe ser como una sopa recién hecha, nueva y frescamente caliente, pero que, al mismo tiempo, nos haga recordar un sabor ya olvidado, probado quizá en algún sueño o en el viaje de alguna buena fumada.
––¿Pero de qué hablas? ––balbucea Claudio, su boca repleta de galletas.
Antonio les entrega la hoja arrugada.
––Solo lean. Lean con falsa pasión verdadera.
Julia se ubica en el centro del salón, la ventana salpicando brillos de sol sobre sus mejillas:
––“No soy ni hombre ni mujer, sino el reflejo de un payaso que perdió su voz en el escenario y que ahora se refugia en risas ajenas…”.
Claudio, titubeante como un pescado en tierra, continúa con el monólogo:
––“Soy la sombra de un marinero que vaga en tierra por no haber sabido oír el lenguaje silente de las olas”.
Julia mira a Antonio.
—–Hey Eurípides, esta es tu historia.
––Obvio. Y la tuya. Y la de Claudio. Y la de payasos y marineros que no conocemos pero que, cómo decirlo, somos nosotros.
Un silencio de luz de sol derramándose sobre la arena.
—Mañana, estreno. Y esta vez, sin miedo ––dice Antonio antes de abandonar el salón.
Claudio le pregunta a Julia si se puede llevar las galletas que han sobrado.
––Claro ––dice Julia. Enseguida saca de su cartera un sándwich de pan integral y semillas-–. Yo traje mi merienda.
Claudio le agradece con un abrazo exagerado y luego se va.
Julia se come su sándwich en un silencio sin sol. Cuando se dispone a irse, advierte que a Antonio se le ha quedado la bufanda en una silla. La mira, detenidamente. Es la misma que él, una fría tarde ante el mar, le puso tiernamente alrededor del cuello. Julia se marcha, sin tocar la bufanda.
Afuera, la noche es un telón negro listo para abrirse, pero muchas historias terminan sin aplausos.