sábado, 1 de marzo de 2025

- Relato 6B Malena Fernández

Teoría Crítica Feminista

Es tu cumpleaños y agradecés estar a miles de kilómetros de tu casa. Es tu cumpleaños pero nadie lo sabe. En la cama te desperezás, abrís la persiana y te quedás un rato mirando el cielo a través de la ventana. Tu celular no vibra porque allá de donde sos, donde naciste, todavía son las cinco de la mañana y las personas están descansando. Pensás que en realidad es bueno no tener que fingir entusiasmo mientras te cantan el feliz cumpleaños. Recordás tu último cumpleaños, ese en el que un aborto espontaneo te dejó internada por dos días en el hospital. Te acordás de la cara de decepción de tu madre, de la torta empalagosa que llevo tu ex novio para que soples las velitas y decís en voz alta, hablando sola —¿Eso fue hace un año?. 

Te levantás de la cama y querés ir al baño pero está tu compañera de piso lavándose el cabello muy entusiasmada. Tiene 20 años y acaba de comenzar su primer año de la licenciatura. Escucha música y canta. Lo hace sorprendentemente bien. 

—¡Ay! Perdón, no sabía que estabas esperando —te dice con un dejo de voz de niña y la toalla todavía en la cabeza.

—No pasa nada —respondés sonriente, aunque hace segundos atrás estabas pensando “¿Por qué tarda tanto esta pendeja?”.

Entrás al baño, meás, te lavás las manos, los dientes y la cara. No todos los días se cumplen 30 años. Después te ponés una crema y luego otra y al final protector solar. Te mirás por un momento en el espejo, bien de cerca para ver si te salió alguna arruga o alguna marca más que delate el paso del tiempo, pero un punto negro te distrae y te lo extraés con fuerza hasta dejarte la huellas de tus uñas clavadas. 

Llegás al trabajo y te saludan como si fuese un día más y en realidad para ellos lo es. Los clientes entran, se posan en la barra y te piden un café. A veces no los entendés y tenés que pedirles que te lo repitan de nuevo y más fuerte. Se enfadan. Te acordas de tu tío que en las reuniones familiares te decía: ¿¡Irte Europa a hacer qué!? ¿¡Trabajar en una cafetería, limpiar baños!?

Al mediodía, justo cuando salís del trabajo, comienza a vibrarte el móvil, son tus amigas y tu familia enviándote mensajes de felicitaciones. Pensás en ellos y en tu cabeza te preguntás: ¿Qué hago acá? Seguís caminando por las calles estrechas de esa ciudad en la que el tiempo no corre. Esquivás coches y personas. Todos huelen excesivamente bien. Cada tanto mirás hacia arriba y ves flores colgando de los balcones. Te frenás en alguna de esas puertas altas y macizas, las tocás para sentirte un poco más sólida.

Te habla él y te acordás de ese mes antes de irte, del fin de semana que pasaron en las sierras, el frío de la habitación y el ruido de la leña chamuscándose en un silencio total. Buscás en tu móvil su cara para sentirlo un poco más cerca, pero hace tiempo te encargaste de no dejar ningún rastro y eliminar todas sus fotos de tu galería de imágenes. El ya no está en tu vida y vos ya no estás en la vida de él. Tu peor pesadilla se cumplió. Él no va a ser tu compañero de ruta ni el padre de tus hijos. No vas a tener hijos, es una decisión política. 

Te pregunta cómo estás y aunque no estés segura, le respondés que bien. El te cuenta que lo ascendieron en el trabajo y que volvió a jugar al fútbol con los amigos. Te alegrás por él y en el fondo, no sin contradicciones, deseás profundamente que encuentre una mujer para conformar esa familia que tanto quería.

En tu casa te ponés a leer y a estudiar. Es la única forma válida de no ser nadie que encontraste y si pudieras, morirías en ese escritorio. Terminás un libro y empezás otro. Escribís sobre las mujeres latinoamericanas y migrantes. Escribís sobre las tareas de cuidado no remuneradas, pensás en tu madre y en que si no te hubiese tenido sería una jugadora de hockey profesional. “La maternidad es un mito de la condición humana” escribís, pero te parece una sentencia demasiado fuerte y generalista, y a las mujeres, ya sabés, no se les permite eso. Sacás el verbo ser y agregas signos de interrogación. Reescribís “La maternidad: ¿Un mito de la condición humana?”. Sonreís de satisfacción y resignación. Así han aguantado durante siglos y todavía lo siguen haciendo. 

Al día siguiente te levantás y hacés el mismo ritual de todas las mañanas. Después del trabajo, almorzás y te vas a la clase de Teoría Crítica Feminista. El profesor es un hombre. Habla las dos horas y se toma diez minutos de sus descansos para debatir entre todos. Escuchás a tus compañeras interviniendo, opinando y hablando entusiasmadas sobre sus temáticas de trabajo. Te aburrís, el feminismo es tan aburrido, pensás. 

A la tarde, en vez de leer, salís a tomarte una cerveza a un bar con una compañera del trabajo que un día te dijo: “no soy ni feminista ni machista”. Se piden un trago y hablan de cosas superficiales como de ropa o de hombres. Ella te cuenta que se está viendo con uno de los camareros que atienden el bar y que en un rato va a llegar con dos amigos. Te alegras y pensás que luego de un año durmiendo sola, esa noche podrías romper aquella racha. Después de un rato bebiendo, llega el chico de tu compañera con sus amigos. Los observás de arriba abajo, miras su ropa y su calzado, sobre todo su calzado. Siempre dijiste que los hombres que no demuestran preocupación por su zapatos son una mala señal. Ninguno te parece realmente atractivo, pero esa noche, no queres volverte sola.

—¿Y tú de dónde eres? —te pregunta el más feo. 

—De Argentina —le decís.

—Che, boludo —te dice tratando de imitar la tonada porteña y vos te reís por cortesía y educación, y también de vergüenza.

–No soy de Buenos Aires–, agregás sutilmente con la intención de que deje de hacer el ridículo, pero él no lo percibe y continúa.

Pasan las horas, te invita algunos tragos, todos se van y te quedás sola con él. Te cuenta que trabaja en una fábrica de calzados en un pueblo vecino y que está estudiando para entrar a la policía. 

—Wow  —le respondés, y esta vez estás sorprendida en serio. 

—¿Cuántos años tenés? —le preguntás.

—27 —te responde. —¿Tu? —.

—Ayer cumplí 30 ––le decís con una sonrisa bastante falsa. 

—¡Ostia, no te creo! ¡Feliz cumpleaños! —grita y no sin hacerte pasar vergüenza. —La verdad parecés mucho más joven. ¿Y qué has venido a hacer aquí? —agrega antes de pedirle otra copa al camarero de turno.

—A buscarme la vida —respondés para evitar contar que estás estudiando un Máster en Estudios Feministas que no te servirá para nada. El camarero deja los tragos y se va. Ustedes brindan.

—¿Y quieres ser madre? —te pregunta cambiando el tono de su voz a otro más serio. 

—No —le respondés sin agregar nada más y él abre grande los ojos como un perezoso. Siempre pensaste que esa era una pregunta que sólo se les hace a las mujeres. A los hombres jamás se les pregunta si quieren ser padres, a lo sumo se les pregunta si quieren tener hijos pero no si quieren ser padres. 

—Y vos, ¿querés tener hijos? —agregás.

—No lo sé, por ahora la verdad es que estoy muy bien solo.


Al otro día te levantás a las 8 de la mañana en su habitación, antes de que se despierte agarrás tus cosas sigilosamente, te pedís un taxi y te marchás. En tu casa entras a la ducha y te quedas media hora bajo el agua caliente. Tenés resaca, te duele la cabeza y cada tanto te vienen arcadas de todo lo que bebiste la noche anterior. Salís del baño, te ponés crema en todo el cuerpo intentando mitigar tanto vicio nocivo y te volvés acostar en la cama. Tratás de leer pero te quedás dormida y te levantás 3 horas después cuando las persianas no pueden contener la luz del sol que choca directamente en la ventana de tu habitación. Te hacés de comer y almorzás sola viendo una película snob de cine independiente que dejás a medias. Después de eso, te cambias para salir a dar un paseo y tomar un poco de aire. 

Caminás por la orilla del río para sentirte más cerca de tu ciudad. Al lado tuyo pasan personas andando en bicicleta y corriendo, por momentos, cuando tu cabeza se va muy lejos, te asustás por el ruido de sus pasos. La inseguridad es una sensación difícil de borrar. Llegás hasta el único lugar donde hay pasto y te sentás. Te quedás horas viendo el ir y venir de las personas y el río que parece un lago porque sus aguas no fluyen. En realidad nada fluye en esa ciudad: el tiempo, el río, el tráfico, los pensamientos. 

A la tarde, después de caminar por horas, cuando el sol comienza a caer, volvés a tu casa y te ponés a leer. Empezas con artículos, noticias y continúas con el libro que habías arrancado.  Tratás de seguir escribiendo aquel trabajo que tenés que entregar para la clase de Teoría Crítica pero no podes, tu cabeza no te lo permite. 

Agarrás tu cuaderno, ese de tapa roja que te regalaron tus amigas en tu cumpleaños pasado y que tiene probablemente, tus peores confesiones y comenzás a escribir. En realidad no lo hacés vos, lo hace esa voz que tenés en la cabeza y que todas las mujeres tienen, esa voz que nació de la censura y que no habla en primera persona, esa voz imperativa que te dice: deberías ser más buena, más delgada, más callada, deberías ser más resuelta, menos soberbia, no hablar tanto de vos. Deberías ser más tierna, más cariñosa, más empática, deberías ser buena hija, buena hermana, buena esposa, buena amante, buena madre. Deberías ser madre. Aunque ahora también esa voz te diga: deberías ser mas mala, preocuparte menos por tu cuerpo, decir lo que pensás, deberías ser mas fria, pensar en vos, no deberían importarte los hombres, ni el maquillaje que usás, deberías luchar por el calentamiento global, sí eso, deberías comprar ropa de segunda mano, no deberías comprar perros ni traer niños miserables a este mundo. Deberías adoptar. Adoptar, eso pensás, pero adoptar ya te salió mal. Ya abandonaste un perro y la culpa no te dejaría cometer el mismo error dos veces.

Al día siguiente, no hacés la misma rutina de todas las mañanas. Sólo te cambiás, te lavás los dientes y te vas a trabajar. Mientras le preparas el café a un cliente de 60 años que todas las mañanas trata de conquistarte, te preguntás otra vez: ¿Qué hago acá? Se lo das, vas al baño, te sacás el delantal y al salir, agarrás tus cosas y te marchás sin decirle nada a tus compañeros. En la calle, cuando volvés a tu casa, marcás el número de tu ex novio pero te da el contestador. Al llegar sacás toda tu ropa del armario y te pones a hacer la valija. Tirás algunas prendas en una bolsa para que entren todos los libros que te fuiste comprando y de uno de ellos se cae una foto que te regaló tu ex novio en la segunda cita que tuvieron. En ella una pequeña flor blanca sale de entre las grietas de un muro pintado de rojo y atrás con tinta de lapicera también roja, dice con amor, S

En el aeropuerto, mientras esperás para subir al avión, intentás llamarlo de nuevo pero otra vez te da el contestador. Llamás a tu madre y le decís que te espere con un asado, que ya no sos más vegetariana. Hacés una videollamada con tus amigas y les contás que vas a volver. Lucen preocupadas y a la vez felices. No les decís que volvés por él, que dejaste el Máster en Estudios Feministas que te endeudó, sólo para volver intentarlo con él. 

—Sos la mujer de mi vida —te había dicho —Te voy a esperar lo que haga falta —. 

En el avión te tomás una pastilla que te duerme las doce horas. En la escala de Buenos Aires activás tu número argentino y abrís su chat para intentar llamarlo de nuevo. En su conversación ves su foto de perfil y las imágenes que te había enviado de ese fin de semana que pasaron en las sierras. 

“Te voy a extrañar tanto”, decía su último mensaje. 

Observás tu rostro perdido, el pelo corto y la cara hinchada. El en cambio, con su sonrisa de chico bueno y sus ojos caídos, con su cuerpo diciéndote: esto es lo que soy, esto es todo lo que tengo para darte. 

En el aeropuerto lo llamás de nuevo y te quedás un rato esperando a que conteste. Sabés que él nunca tiene el teléfono en sonido. Después de varios tonos, por fin responde.

—Hola, ¿Quién habla? —dice una voz dulce, de una mujer.

—Hola —contestás asustada. —¿Este es el número de Salvador?

—Sí, pero justo ahora está en el techo arreglando unas cosas y no puede atenderte. ¿Quién habla ahí? ¿Querés que le diga algo? —. De fondo escuchás la voz de Salvador gritando —¿Quién es?, decile que después le llamo —pero antes de decir tu nombre cortás apresuradamente. Por largas horas quedas en shock. En la pantalla se actualiza la plataforma de donde despega tu vuelo pero tu cuerpo no responde. Por el micrófono dicen tu nombre y sin darte cuenta ya estás arriba del avión aterrizando. Cuando llegas a tu ciudad te reciben tus amigas y tu madre. Te abrazan y te besan y volvés de a poco a recuperar la compostura. 

—¿Estás bien? —te pregunta tu madre notando que algo raro te sucede. 

—Si, hubo mucha turbulencia y estoy un poco mareada, pero nada más —le mentis, para no preocuparla.

En el auto vas observando a través de la ventanilla la ciudad que dejaste hace un año atrás. Luce bastante desmejorada, con nuevos edificios y avenidas, pero definitivamente más desmejorada. En la casa de tu madre, tu familia te está esperando con un asado, llegás y te asfixian a preguntas y besos. Repartís algunos regalos y comen todos juntos. Comés asado desaforadamente como si hubieses hecho ayuno durante meses: carne de cerdo y de vaca al mismo tiempo. El postre lo repetís dos veces, y al final, mientras te ponen al día con las noticias familiares, te tomas un café. 

Luego de irse todos, te quedas sola con tu madre y te vas al baño. Seguís sin sentirte bien. Allí te lavás la cara, te mirás al espejo por un momento tratando de encontrarte a vos misma y de repente te viene una arcada. Una parte tuya deja de resistirse y comenzás a vomitar todo. Cuando ya no te queda nada más que bilis para largar, mareada te desnudás, abrís la canilla y te metés en la ducha intentando recomponerte. Llorás durante media hora debajo del agua caliente que corre sobre tu cuerpo. Desde tu cabeza hasta el resumidero, llevándose cada uno de tus pensamientos. Al salir, ya calmada y sin fuerzas, como si hubieses corrido una maratón de 40 kilómetros, tu madre te está esperando con un té de boldo y te miente con la sabiduría tardía que al parecer da la maternidad:

—-No te preocupes hija, todo va estar bien. Mamá siempre va estar para cuidarte ––. Y vos, vos le crees.

 

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