jueves, 27 de marzo de 2025

-Relato 4 Katya Orozco

 

El músico de la montaña

El fuego encendido por la esperanza de la revolución calienta el corazón de los niños que se han quedado sin patria.  Mi padre gira sus dedos para encender la radio. En las noticias comunican el quinto bombardeo en la zona del puerto de Cuba. El reportero llama a los radioescuchas para solidarizarse con los campesinos que no tienen asistencia médica y donar medicamentos a los centros de salud más cercanos. Mi padre, gira la radio rápidamente y sintoniza otra estación. Conmovido hasta las entrañas, no puede dejar de identificarse con sus compañeros campesinos que trabajan las tierras y cultivan el tabaco. En la estación se escucha un conjunto de suaves voces. Reconozco de inmediato la voz de mi madre y mi tía cantando mi canción favorita, “El día que vendrán las flores”. 

Ya no somos colonia, es el primer día de independencia gracias a nuestro país hermano. Las tropas de quien nos protege llegan deslizándose por las costas de la isla en sus grandes barcos para celebrar la victoria. La esperanza de un futuro nuevo y los barcos se instalan en nuestros puertos. Por fin la libertad nace en el pueblo de Cuba. Los grandes políticos, se reúnen para cimentar el futuro de nuestra patria. Con manos firmes, trazan la constitución: una especie de protectorado con el país hermano. Un pacto que les otorga el derecho de intervenir cuando lo consideren necesario. Pero no sabemos que, para ellos, protegernos también significa controlarnos.

La confianza es el lazo que sostiene la paz de nuestro pueblo. Los hombres que vienen en barcos del país hermano se enriquecen más y más. Poseen más de dos millones de hectáreas de nuestras tierras más fértiles. También se apoderan de las grandes industrias azucareras y refinerías de petróleo. Con las manos de nuestros campesinos extraen minerales y generan fuentes de energía que les sirve en menor medida al pueblo y mayormente a sus bases militares.

Salgo y camino por las calles marcadas por las huellas de cuando fuimos colonia. Entre las calles empedradas escucho el bullicio de los vendedores ambulantes y los gritos de campesinos, tapiceros y herreros anunciándose para conseguir empleo. Las escuelas permanecen cerradas y vandalizadas. Las señoras con bebés en brazos se asoman por las ventanas rotas para ver si vienen los chicos con cubetas de agua potable. En la misma vivienda, también los esperan impacientes familias enteras. Están bajo columnas de madera que sostienen frágilmente el techo, las tejas deterioradas dejan pasar el sol, la humedad y por las noches el frío. A pesar de la riqueza de nuestra isla, la pobreza aumenta. Así vivimos más de 20 años.

Me conmueve hasta los huesos ver las yagas en los pies de los niños que caminan descalzos, cargan a sus hermanos menores por un lado de las cafeterías, plazas y mercados, van hacia las plantaciones de azúcar. Las señoras y señores con zapatos y sombreros elegantes los miran, saben que los niños trabajan para sus empresas.

Llego a casa, mi padre a lado de la radio escucha una noticia sobre la marcha que los grupos rebeldes hacen como protesta para romper los lazos de hermandad con el país vecino pues ya no confiamos en ellos. En los grupos hay campesinos y obreros que quieren mejorar las condiciones de vida y de trabajo de nuestro país.

Al escuchar la noticia, siento un golpe en lo más hondo de mi ser. Y siento con certeza que es ahí, con los rebeldes donde quiero estar.

            —¡Vamos! — Sacudí el brazo de mi padre. Me llena de fuerza saber que hay hombres y mujeres que trabajan por la libertad de Cuba.

            —No, José. Tu deber es seguir formándote, aprovecha que eres de los pocos en recibir educación— dijo mirándome, pero en sus ojos vi que el miedo era lo que lo hizo decirlo.

Días después me entero de que las fuerzas militares reprimieron al grupo de rebeldes que protestan en las calles. Los intimidan a golpes y amenazas. Estos actos iban fraguando en nuestros corazones el deseo de la revolución.

Estoy afuera de la escuela y veo a lo lejos a un joven que viste sencillamente, lleva en su espalda una guitarra.

            —Hola, me llamo Víctor. Formo parte del grupo de jóvenes rebeldes. Te he visto varias veces por aquí.  

— Sí, vengo a estudiar. ¿Qué necesito para formar parte del grupo con ustedes? —Víctor me mira y sonríe.   

Víctor es un chico igual que yo, compartimos los mismos ideales, pero él a diferencia de mí, ha tenido una gran conciencia política desde muy pequeño. Cada vez que lo escucho me sorprende y aprendo de él. Me cuenta también que es un aficionado de la música y de los boleros, le cuento mi historia con la música y mi interés de aprender a tocar la guitarra. Víctor toma su guitarra de la espalda y la afina. Es cuando por primera vez, alguien me enseña los acordes. Víctor estuvo conmigo durante varios años y así se convirtió en mi más grande amigo. 

Han pasado ya varios días desde que me uní al grupo de rebeldes. Salgo con mi hermana, buscando un respiro, y al caminar por la calle mis ojos se detienen en el cartel del cine: Fantasía el estreno, le digo a mi hermana que me acompañe a verla. Escucho la banda sonora de Tchaikovski, Stravinski y Beethoven, y es inevitable desear fuertemente formarme en la academia de música como los grandes maestros. Al salir del cine caminamos cerca del puerto hacia casa, en ese momento escucho un estruendo desgarrador. Una bomba explota y hace temblar las aguas y la tierra de nuestro pueblo.

El país del norte se apresura a justificarse diciendo que una granada ha caído del barco que transporta armas hacia cuba. Fue en ese momento donde supe que era el inicio.

Llego apresurado a casa con mi hermana. Mi madre llorando en la sala nos anuncia que se separa definitivamente de mi padre. El mundo que hasta entonces yo había conocido se derrumba. Aquella noticia es otra desilusión para mí.  

Mientras tanto, el grupo de jóvenes rebeldes convocan una reunión en la casa frente la escuela, la misma donde conocí a Víctor. Pero por la situación de mis padres, no siento los ánimos para asistir.

—Por varias décadas hemos sido testigos de injusticias y abusos del país que prometió protegernos. Levantémonos y luchemos por nuestra patria— grita Miguel.

Miguel es el líder, el alma ardiente del grupo de los jóvenes rebeldes que desafía la opresión. Su espíritu de libertad nos inspira. Él planea asaltar el cuartel de Santiago de Cuba y el de Bayamo, los fuertes donde se custodian las armas que se necesitan para la revolución, pero esos cuarteles están altamente protegidos.  

Es 26 de julio, Miguel y Víctor junto a los demás salen al anochecer. Son alrededor de 150 rebeldes, están poco entrenados, inexpertos no llevan suficientes armas, pero están divididos en dos grupos principales. Uno que atacará el cuartel de Santiago de Cuba y otro el cuartel en Bayamo. La acción no está bien coordinada, sus manos temblorosas empuñan armas que aún no dominan y muchos de ellos son sorprendidos y fácilmente capturados por las fuerzas de seguridad del norte. Los prisioneros, son asesinados en ese mismo lugar. No obstante, los rebeldes logran capturar a varios soldados del país del norte y los llevan como prisioneros. Víctor al ver la muerte y algo de la derrota, ve la necesidad de formarse y decide forjarse en las tácticas militares y entra al cuartel de Cuba.

El grupo de rebeldes avanzan y sus victorias son más frecuentes. Frente estos actos el líder del país del norte ordena invadir la isla justificando que la traición había sido por parte del pueblo cubano. Se rompen las relaciones diplomáticas y al día siguiente comienzan los bombardeos de la aviación del norte, instalando bases aéreas en La Habana. El país del norte recluta a más de mil quinientos soldados, entre ellos cubanos que son partidarios de la ideología del país enemigo. Desembarcan con ellos en la bahía para también invadir la isla.

Mientras intentamos sobrevivir a la invasión, decido que es tiempo de enlistarme en la milicia. Entro y ahí me encuentro con Víctor, mi gran amigo, quien está en la cafetería del cuartel.

Al verme, Víctor y yo sonreímos. Se acerca frente a mí y me dice:

—José, qué gusto encontrarte. Tengo algo para ti —. Desliza la guitarra que siempre lleva con él por su espalda y la extiende hacia mí.

—José, amigo. Te regalo esta guitarra para que con ella escribas canciones para los capturados y los huérfanos, y escuchen que cuba, nuestra patria, será libre.

José, aprovecha por las noches para componer, tocar y estudiar de manera didacta la guitarra. Él se ha convertido en el representante musical de su unidad militar.

Mientras tanto, las escuelas, permanecen cerradas como tumbas vacías donde alguna vez germinaron ideas y palabras. La población rural ha abandonado los centros educativos. El analfabetismo se convierte en una herida abierta para el pueblo, y sangra a medida que aumenta la guerra. Un grupo de campesinas y maestros del pueblo comienzan a crear brigadas de alfabetización haciendo un llamado a los alumnos de enseñanza superior para unirse a ellos como enseñantes. Se dirigen a los lugares de difícil acceso como las pequeñas poblaciones en el interior de las montañas y otros en la costa.

 Cuba está sofocada por el poder de las armas y de las bombas. Son tantos los hombres heridos y enfermos que los servicios de salud son insuficientes, y entonces, en un acto de desesperación, Miguel y su tropa toman una decisión: entregar a los soldados capturados al país del norte, a cambio de indemnización en material sanitario y medicinas.

José, siendo aun un joven, es destinado a cooperar como alfabetizador, recibe la orden de partir con otros de sus compañeros a las montañas.

En la montaña veo que el aire toma forma de tornado y en él van amarrados los huérfanos y los ancianos abandonados y solos. La ignorancia se extiende por la montaña. Las mujeres buscan plantas para recolectar y alimentar a sus hijos. Las ancianas hilan las cobijas para cubrir a los enfermos, pero sus tijeras no pueden cortar el mal que los atormenta.

La miseria y la ignorancia se extiende por la montaña, creciendo como maleza entre las piedras. Inicia mi labor enseñando a un grupo de niños que han quedado huérfanos por la guerrilla. En la montaña les enseño a leer y escribir, pero sobre todo a cantar y a tocar la guitarra.  A los adolescentes les enseño historia, geografía, matemáticas y también les muestra elementos de la revolución como la reforma agraria. Sus enseñanzas suscitan empatía por las ideas revolucionarias.

Víctor, está con los hombres lideres de las actividades de agricultura de la sierra. Los ha reunido para consolidar el primer grupo de campesinos que contribuirá en la revolución. Mientras Víctor les enseña a utilizar las armas. Raúl, el herrero del pueblo, es un espía del ejercito del norte, se esconde tras la vegetación, y escribe una carta informando al general sobre la movilización de la montaña. La carta llega a manos del ejército enemigo por un grupo de cubanos que se hacen pasar como analfabetas.

Días después, mientras la montaña duerme bajo un manto de silencio, un grupo de militares del norte, se deslizan como serpientes a la montaña escondiéndose entre los matorrales y algunos árboles durante la noche. Asaltan la tienda de Víctor, lo capturan y se lo llevan juzgándolo como traidor a la patria.

Los militares lo conducen al pelotón, Víctor levanta la mirada, y observa que hay 12 hombres alineándose frente a él.  Un soldado se acerca y le venda los ojos, cubre su rostro con un saco empapado y lo ata por el cuello. El agua entra lenta y fría por su cabeza y por sus oídos. A pesar de tener los oídos tapados, Víctor escucha, como si estuviera debajo del agua, las órdenes del general:

—¡Apunten!

El corazón de Víctor late rápidamente y en un momento queda suspendido. Pero en su pecho hay una paz que no puede destruirse. Piensa en esos momentos que ha dedicado su vida a trabajar por la justicia y libertad del pueblo, por lo tanto, -morir así, era la manera más honorable de entregar su vida-.

— ¡Fuego!

Doce latigazos de pólvora se lanzan como flechas hacia el corazón de Víctor. Una tras otra traspasa y retumban en su cuerpo. Víctor está en paz. Sabe que los verdaderos traidores son los que abandonan a su pueblo.

Desde lo alto de la montaña, escucho el eco de 12 disparos. Mi corazón se acelera y me apresuro a buscar a Víctor en su tienda para alertarlo. Cuando llego veo la tienda saqueada, vacía y entiendo, con un golpe en las entrañas que es Víctor el que le han disparado.

La labor continúa, el proceso de alfabetización sigue a pesar de todo. Cada día, más y más grupos numerosos llegan y se instalan en la montaña. La comida se raciona, se hace cada vez más escasa, lo que nos obliga a mí y a algunos voluntarios a salir en busca de alimento. Salgo con las manos vacías, el grupo y yo nos dispersamos por el monte en busca de frutos, raíces, o plantas que sirvan de alimento para nutrir al pueblo.

En el camino, encuentro un arbusto pequeño, con hojas finas de color verde claro. Debajo de las flores hay un gran número de vainas que contienen semillas. Las pruebo y recolecto unas cuantas guardándolas en un costal que llevo en el bolsillo.

Han pasado algunas horas desde que regresé a la comunidad de la montaña con las semillas, me siento mal, me mareo y siento nauseas. Sin poder evitarlo, vomito en repetidas ocasiones.  

José se desploma en el suelo y algunos campesinos lo llevan cargando de regreso a La Habana. No saben que pasa con José.

—José se intoxicó— dijo la aprendiz de medicina a los campesinos. Los campesinos llamaron al padre de José para que se quedara con él para ellos regresar a la montaña.

-José tiene que abandonar su labor como alfabetizador para recibir el tratamiento adecuado- dijo la aprendiz.   

Despierto. Estoy en una camilla en el suelo y veo a mi alrededor. Hay hombres y mujeres con heridas por todos lados. Algunos de ellos han perdido una parte de su cuerpo, y otros gritan de dolor. En medio de la carpa hay una radio y a lado de la radio mi padre que me mira. Tiene los dedos en la rueda de la radio. Al verme se acerca y me dice.

            —Hijo, todo está bien, has estado unos días sedado, te intoxicaste con una planta en la montaña.

—Sí, lo recuerdo.

—Estarás aquí hasta que mejores. Ten te han traído esto— extiende hacia mí un sobre con las esquinas rotas, como si ese sobre se hubiera usado varias veces.  

Abro el sobre. Adentro hay una hoja doblada en cuatro partes. Saco la hoja del sobre y paso mis dedos sobre ella. Sobre la hoja siento los trazos de un pulso firme que marcan la tinta en el papel.

Es una canción. —Una canción escrita por los niños de la montaña—.

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