El último ciclo
Hoy, la llegada de Juan al trabajo fue como siempre, pero algo más ruidosa, algo más evidente. A las siete y media de la mañana, el viejo coche de Juan frenó bruscamente en el estacionamiento de la fábrica, haciendo ese sonido que ya se había convertido en parte de su rutina diaria: un ruido desgarrador, como si el motor estuviera quejándose de tener que seguir adelante.
—Como si fueras un tanque, Dios, qué miseria —dijo Juan, en voz baja, mientras empujaba la puerta del coche con fuerza, como si intentara liberarse de una carga invisible.
El frío de la mañana calaba hasta los huesos, pero Juan no parecía notar el clima. No importaba cuántas veces lo intentara, no podía arrancarse esa sensación de fatiga.
— ¡Hola, Juan, buenos días! —saludó Miguel, estacionando justo al lado de su coche, con su tono habitual de simpatía.
Juan, sin mirarlo, abrió la puerta del coche de un empujón y lo cerró con un golpe que resonó en el espacio vacío del estacionamiento. No respondió a Miguel, ni siquiera con un simple gesto. Solo continuó su marcha, tan rápida y mecánica como cada mañana.
—Déjame en paz, hombre, por favor —dijo Juan, más por costumbre que por verdadero enojo.
—Bueno, tranquilo, no te estoy pidiendo nada, solo te saludo —respondió Miguel, con un tono un poco apenado.
—Ya está, no me hagas historias, te he dicho que me dejes en paz —contestó Juan, sin ganas de seguir el juego.
Miguel dio un paso atrás, se encogió de hombros y, murmurando algo incomprensible, se alejó. Al menos, parecía haber entendido que no debía insistir. Juan, sin embargo, no se detuvo. Su paso era firme, pero su cuerpo parecía no tener vida propia, una rutina que lo arrastraba a un lugar que ya no quería visitar.
De repente, una ráfaga de viento helado le cortó la cara, pero Juan no se detuvo. Era como si el viento le recordara su miseria, algo que, de algún modo, él ya esperaba. Se dirigió al edificio, con la bolsa de los bocadillos que Matilde le había preparado la noche anterior colgando de su brazo. Los bocadillos de siempre, los mismos que había comido durante años, no sin antes pensar en lo poco que había cambiado su vida.
La puerta de la fábrica se cerró tras él, y un nuevo día comenzaba. La máquina lo esperaba. Como todos los días.
La luz del taller era tenue y gris, un contraste con la fatiga de la gente que ya trabajaba. Juan no saludó a nadie, no miró a nadie. Solo fue directo hacia su puesto. Se sentó frente a la máquina, mirando su herramienta como si fuera la única que quedaba en el mundo. Solo entonces, un pequeño movimiento de sus labios dejó entrever una sonrisa amarga, casi imperceptible.
El ruido de la sierra comenzó a sonar en ese preciso momento, un rugido que se apoderó del espacio. Juan estaba tan acostumbrado a él que ya no lo escuchaba como antes. Lo había integrado, como una parte más de su ser. Sin embargo, esa mañana era diferente. Había algo en el aire, algo en su interior que le decía que ese día no sería igual. Aunque no era capaz de comprender lo que sucedía, sentía la presión de algo por venir.
Las horas pasaron. Nadie interrumpió su concentración. Sus compañeros, como siempre, intentaban descansar durante la pausa, pero Juan no levantó la vista de la máquina. Luis, que trabajaba a su lado, intentó llamarlo.
—Juan, hombre, ¿no te vas a descansar un rato? —preguntó Luis, mientras recogía sus cosas para ir con el resto de los compañeros.
Juan no contestó. No se dio cuenta de que lo estaba mirando, de que su rostro seguía palideciendo más y más, como si se estuviera disolviendo en la máquina misma. La única respuesta fue el constante sonido del motor y la sierra. Ni la conversación de sus compañeros, ni los chistes que resonaban en la sala, parecían perturbarlo. La fatiga ya se había apoderado de él, y sus pensamientos estaban atrapados en un bucle interminable.
Miguel, que se había acercado un momento para saludarlo, también se alejó al ver que Juan no mostraba ningún signo de interacción.
—Déjalo, hombre, no tiene ganas hoy —dijo Luis a los demás, mientras se alejaban.
La máquina seguía funcionando, su ruido continuo como un eco sin fin, llenando el espacio con un sonido que casi parecía de otro mundo. Y Juan, como si estuviera atrapado en un sueño del que no pudiera despertar, continuó con su trabajo. Cada trozo de madera que cortaba caía a sus pies como una señal de su propia descomposición interna. Las astillas se clavaban en sus manos, pero él no sentía el dolor. Ni siquiera notaba la fatiga creciente que invadía su cuerpo. Solo había una sensación de vacío, de desgana.
De repente, el reloj sobre la puerta de la fábrica comenzó a sonar, indicándole que ya era tarde. Eran casi las tres de la tarde, pero el día para Juan parecía haberse detenido. Mientras sus compañeros comenzaban a recoger sus cosas y a prepararse para el final de la jornada, él seguía de pie, mirando sin ver, como si esperara que algo sucediera, algo que pusiera fin a la monotonía de su vida.
—Matilde… —susurró para sí mismo, con los dientes apretados—, ya no sé qué hacer. Todo está mal. Felipe también lo dice, ¿por qué no me entienden?
Y mientras murmuraba estas palabras, una pieza de madera se desprendió de la mesa de trabajo, cayendo sobre su pie. Aunque sus botas eran gruesas y resistentes, el golpe se sintió y él se detuvo por un segundo. El dolor en su pie, aunque no grave, lo hizo reaccionar. Pero no hubo ninguna expresión de queja. Solo un suspiro.
—Esto no tiene sentido —dijo en voz baja, como si estuviera hablando consigo mismo, sin esperar respuesta.
El resto de la fábrica ya había regresado al trabajo. Los compañeros, indiferentes a su sufrimiento, comenzaron a moverse de nuevo. Pero Juan estaba paralizado, no por el dolor físico, sino por una sensación más profunda de vacío. Miró nuevamente el reloj. Eran las tres, y algo dentro de él se quebró.
La máquina seguía funcionando, cortando la madera en pequeños pedazos, haciendo ruido, como si celebrara su rutina sin cambios. Fue en ese momento que, de manera casi imperceptible, Juan comenzó a murmurar, con una voz que parecía venir de muy lejos:
—Que alguien me saque de este infierno. Algo tiene que cambiar. Ya no puedo más. No puedo…
Sus palabras se desvanecieron en el sonido de la máquina. Nadie parecía escuchar.
En ese instante, la máquina dio un giro brusco. El motor hizo un ruido más fuerte de lo usual, un sonido metálico, como si algo se hubiera roto. Luego, un grito desgarrador llenó el aire.
Un accidente. Un error fatal. La máquina, en su incansable ciclo, ya no pudo detenerse a tiempo. Juan había estado tan absorbido por su sufrimiento que no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. El grito, una explosión de dolor, resonó en todo el taller. La sierra, aún en marcha, cortó de manera letal. La sangre comenzó a brotar con fuerza, manchando el suelo, las paredes y el techo.
Un caos inmediato se desató. Los compañeros de Juan corrieron hacia él, pero fue demasiado tarde. El cuerpo de Juan yacía en el suelo, inmóvil. Los ruidos de la máquina seguían retumbando, como si no le importara nada más.
La ambulancia fue llamada. Pero la imagen de Juan, tendido allí, parecía haber encontrado una extraña paz, una paz que, irónicamente, solo vino cuando la tragedia ocurrió. Quizás él mismo lo había deseado.
El reloj seguía marcando las horas. Nadie sabía si Juan habría encontrado su descanso finalmente, ni si su sufrimiento había llegado a su fin. Pero todos, de alguna forma, entendieron que el ciclo de su vida, por fin, había terminado. Y la máquina siguió su curso, haciendo lo único que sabía hacer.
"Nadie sabía si Juan..." Este narrador no puede saber lo que sabe ni Juan ni nadie...
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