domingo, 16 de marzo de 2025

5º Relato Zakareya Kojalli

   

                                Los Raices Perdidos del Vuelo Inacabado


       René; un joven de veinte años, pero sus ojos de aspecto triste parecen llevar décadas de desilusión. En las calles de su ciudad natal, la niebla cubre todo, no por el clima, sino por la violencia que se respira en el aire. La gente tenía el habito de esconden tras las ventanas de sus casas y observar lo que está basando fuera, mientras los murmullos de los soldados patrullando las calles se mezclan con el sonido de los disparos a lo lejos. El sol, cuando aparece, apenas alcanza a iluminar las fachadas sucias de los edificios, como si el cielo también estuviera avergonzado de lo que ocurre en la tierra.

       René se encuentra caminando rápido, con el cuello de su abrigo subido y las manos metidas en los bolsillos. Ya no se detiene a mirar las caras de los desconocidos, sabe que solo hay dos tipos de personas en las calles: las que sufren y las que causan el sufrimiento. Unos meses atrás, su hermano desapareció sin dejar rastro, y también hace poco su primo fue arrestado por hablar mal del gobierno. René sabe que él será el siguiente, sobre todo porque su padre fue encarcelado unos meses antes. Con toda esta situación familiar caótica, René pensó en huir de su país, con dos ideas principales lo impulsaban: salvar su propia vida, y la esperanza de ir a un país donde podría contactar a la organización Amnistía Internacional para ayudar a su padre a salir de la cárcel.

      Así René decide de escapar durante esta noche. Y el pensamiento le atraviesa la mente como una flecha afilada, directa al corazón: si me quedo, voy a morir.

      Poco antes de la medianoche, René abrazó a su madre para despedirla sin saber si podría verla otra vez, y luego salga de casa con prisa, y camina hacia un punto conocido, debajo de un puente viejo al borde de la ciudad. Donde hay gente que ayuden a aquellos que se arriesgan a huir del país con una pequeña balsa si logran cruzar sin ser detectados, con la esperanza de llegar al otro lado del rio, en  donde la vida valga algo, en este país cercano donde los sueños no sean una broma cruel.

     La balsa cruza un río ancho, el agua está oscura y turbia, pero para René, ese río es su única esperanza. Mira atrás una última vez, la ciudad parece un monstruo de concreto y sombras, y sabe que no tiene más opción que seguir adelante. En la oscuridad de la noche, se despide de su hogar, de su vida anterior, y empieza a nadar en un futuro incierto.

     Mientras la balsa se desliza suavemente por las aguas, las palabras de su madre vuelven a su mente, un eco distante: “Nunca te olvides de dónde vienes, hijo, porque esa tierra, por mala que sea, siempre será tuya”. Él no sabe si esas palabras son una advertencia o una bendición, pero las guarda en su memoria, aunque, en este momento, todo lo que puede pensar es en lo que está dejando atrás. El futuro no es un lugar al que le gustaría llegar, pero ya no puede volver.

      La balsa sigue su curso. La luna refleja un brillo frío sobre las aguas, pero René no siente frío. Solo siente el peso de lo que deja atrás, como un lastre invisible que lo empuja hacia un horizonte incierto. En su pecho, el dolor por lo que está perdiendo se mezcla con el miedo a lo que pueda encontrar en el camino. Pero no hay vuelta atrás. El ruido de las olas golpeando la balsa le recuerda que, al igual que en su vida, el movimiento solo avanza.

      René llega finalmente al país que le ofrece lo que su tierra natal le negó: la promesa de libertad, democracia y derechos humanos. La llegada es un golpe de contraste. Al principio, todo parece increíble: el aire fresco, las calles ordenadas, la gente caminando con paso tranquilo, como si el mundo fuera un lugar donde los problemas se resuelven sin necesidad de luchar.

      Al principio, René se siente un extraño dentro de esa calma. Sus ojos recorren cada rincón con desconfianza, como si en cualquier momento esa paz pudiera desmoronarse. En su mente, la idea de vivir en un país donde las reglas no se rompen a cada paso lo asusta tanto como lo atrae. Pero lo necesita, lo desea con toda su alma.

       En pocas semanas, aprende el idioma. La estructura del lenguaje le parece más sencilla de lo que había imaginado, y las palabras fluyen de sus labios con rapidez, como si llevaran años esperando salir. Se siente orgulloso, como si esta nueva habilidad fuera un símbolo de su lucha por sobrevivir, una prueba de que puede adaptarse, de que su mente es capaz de aprender lo que sea necesario para comenzar de nuevo.

       Con el idioma aprendido, se ve obligado a cumplir con su promesa de ayudar a su padre y denunciar su encarcelamiento injusto cerca de la Amnistía Internacional, y buscar trabajo. René encuentra un puesto en un restaurante que parece respetable. La cocina está llena de vida, el lugar huele a comida recién hecha, y las voces de los empleados crean una atmósfera bulliciosa pero acogedora. Al principio, René se siente extraño en ese ambiente. La gente lo mira de reojo, pero él se obliga a no pensar en eso. En su país, había aprendido a mantenerse al margen, a no hacer ruido, a sobrevivir sin llamar la atención. Aquí, sin embargo, no tiene más opción que adaptarse.

       Los primeros días, René se dedica a aprender los procesos del restaurante. La cocina, sucia y desordenada, es un reflejo de su vida, un caos del que intenta sacar algo de orden. Las ollas humean sobre las estufas, los platos se apilan en el mostrador y las órdenes se gritan entre los empleados. Es un trabajo duro, pero lo hace sin quejarse. Es su oportunidad. Ya no está huyendo. Ahora está trabajando por su futuro.

       Pero rápidamente, la dinámica cambia. Aunque todo parece funcionar, la incomodidad crece. Sus compañeros de trabajo lo tratan de una manera distante, como si no estuviera allí. A veces, le lanzan miradas rápidas, otras veces lo ignoran por completo. El jefe, un hombre de mediana edad, le habla con un tono que, aunque cortés, tiene una frialdad inexplicable. No lo dicen directamente, pero lo que René percibe entre los gestos y las palabras es claro: él no es bienvenido. Los demás empleados parecen sentirse incómodos con su presencia, como si su origen fuera una mancha que no pueden borrar.

"¿Por qué no eres más rápido?", le dice uno de los camareros, sin mirar a los ojos. René, incómodo, responde con un simple asentimiento. No sabe qué más decir. No puede pedir explicaciones. En su país, hablar en exceso o cuestionar a las autoridades podía ser peligroso, y aunque aquí no estaba en peligro, algo dentro de él le decía que mantener la boca cerrada era la mejor opción. Las interacciones son siempre frías y mecánicas. Nadie se detiene a preguntar sobre él, nadie quiere conocer su historia. Y él, poco a poco, se va convirtiendo en un espectador más, atrapado en un mundo donde no tiene cabida.

         Los días se van alargando, y René comienza a sentirse invisible, un fantasma que se mueve entre las mesas y las cocinas sin que nadie lo note realmente. Se da cuenta de que, por mucho que haya huido de su país, su presencia en este nuevo lugar no es bienvenida. No es tan diferente de lo que había experimentado antes, pero al mismo tiempo, lo es. Aquí no hay soldados ni persecución abierta, pero la indiferencia duele de una manera más sutil, casi más cruel.

         A veces, se encuentra pensando en su madre, en su padre, en su tierra. Les había prometido que encontraría un lugar donde pudiera ser libre, pero, ¿realmente lo estaba siendo? En este país, donde la democracia debería ser la norma, ¿es libre cuando se le mira con desdén, cuando se le trata como si fuera un intruso? En las noches, cuando cierra los ojos, se imagina a sí mismo siendo otro, alguien que no necesita huir, alguien que pertenece a este lugar, pero al abrirlos, la realidad lo golpea de nuevo.

"Solo estás aquí para sobrevivir", se recuerda a sí mismo, como si esa fuera la única verdad que quedara. Sobrevivir. No le importa lo que piensen de él. O al menos, eso trata de convencerse.

      A pesar de todo, René sigue trabajando en el restaurante. Cada plato que prepara, cada vaso que limpia, lo hace con una dedicación que no sabe de dónde viene. Es su forma de seguir adelante. Pero cada día, al final de su turno, cuando se quita el delantal, siente que está dejando atrás más que solo su uniforme. Está dejando un pedazo de sí mismo, como si parte de su humanidad se fuera desvaneciendo con cada gesto vacío de quienes lo rodean.

      El restaurante es un lugar ruidoso y desordenado. Las paredes están cubiertas con carteles de menús y precios, y la luz cálida de las lámparas se mezcla con la oscuridad de las sombras proyectadas por las mesas. El aire huele a cebollas, ajo y aceite caliente. Los suelos son resbaladizos de grasa, y la cocina está llena de utensilios sucios apilados por todos lados. La atmósfera es un torbellino de voces, órdenes y el tintineo de platos. René se mueve entre ellos como una sombra, casi invisible.

       René, de pie junto a la barra, con la mirada fija en la ventana, observa a los comensales y sus risas. Sus compañeros de trabajo van y vienen sin reparar en él. Lleva una camiseta de cocina, su cabello despeinado por el esfuerzo y su rostro marcado por el cansancio. Los gestos mecánicos con los que limpia el mostrador parecen ser una rutina, pero en su mente, las preguntas sobre su lugar en este país resuenan constantemente.

"¿Qué pasa, no sabes cómo trabajar?", la voz del jefe suena de nuevo en su mente, cortante, como un recordatorio de que no encaja, de que su presencia es más una molestia que una ayuda

          Durante su estancia en este primer país de refugio, su familia logró enviarle una carta. Con gran alegría, René descubrió que su padre había sido liberado y había vuelto a casa, gracias a la ayuda de Amnistía Internacional. La carta incluía fotos de su padre, un rayo de esperanza en medio de la frialdad de su nueva realidad. A pesar de esta buena noticia, René continuó sintiéndose invisible en su entorno laboral. Tras casi seis años con estos sentimientos de no ser bienvenido, René decidió dejarlo todo atrás

          El peso de la indiferencia no ha hecho más que aumentar. El trabajo en el restaurante sigue siendo el mismo, la rutina es tan monótona que sus días pasan sin que logre sentir que avanza en algo real. Aprendió a no esperar nada de sus compañeros, a aceptar las miradas fugaces que lanza su jefe cuando pasa cerca. Nadie lo llama por su nombre, nadie le da la oportunidad de ser más que un trabajador más, un extranjero que se limita a sobrevivir.

         Con el tiempo, las dudas se convierten en certezas: este país no es para mí, se repite una y otra vez. La promesa de libertad se disuelve entre las grietas del silencio que encuentra en cada esquina. A pesar de que tiene todo lo que se le había prometido, René siente que sigue siendo un prisionero, no de las leyes, sino de las mentes ajenas que lo juzgan sin verlo realmente. Se siente atrapado en un lugar que solo le ofrece una fachada de aceptación.

      Es en esos días de desesperanza que, al escuchar las historias de otros refugiados que lograron conseguir papeles en otro país cercano, René se decide a dejarlo todo atrás. No sabe si es una elección o simplemente una huida más, pero ya no puede seguir ahí, no puede seguir viviendo para siempre entre sombras, ignorado y despreciado. Así que decide partir, convencido de que cualquier lugar debe ser mejor que este.

      El viaje es largo y doloroso. Cuando cruza la frontera hacia el nuevo país, un lugar con una historia política que también habla de libertad, pero que oculta una cultura de desconfianza hacia los extranjeros, René siente una esperanza renovada. Aquí las calles no están tan limpias como en el país anterior, pero la arquitectura es imponente, las personas parecen vivir más a la par, como si el aire estuviera lleno de una vibración diferente. Tal vez, piensa, aquí sí encontrará su lugar.

       Pero no tarda en darse cuenta de que, aunque en este país se habla de democracia, la actitud hacia los extranjeros no es de aceptación. Es diferente, pero no menos difícil. Desde el primer momento, se da cuenta de que el trato que recibe es frío, incluso distante. La gente lo mira como si fuera un espectro, alguien que no pertenece, que está de paso y cuya presencia no tiene valor alguno.

        En su primer día, al buscar trabajo, recibe respuestas cortantes. La gente lo escucha, pero nadie lo recibe con una sonrisa. Los procesos para conseguir un empleo son largos y burocráticos, y cuando finalmente consigue un trabajo en una tienda pequeña de comestibles, descubre rápidamente que la tolerancia es más una palabra vacía que una realidad. Los clientes lo miran de reojo, hablan entre ellos en voz baja, como si él fuera una amenaza.

        Una tarde, mientras apila cajas en la tienda, una mujer se le acerca. Sus ojos están llenos de desdén. "¿No tienes algo mejor que hacer?", le pregunta, con una sonrisa que no alcanza a ser amistosa. René, acostumbrado ya a los desprecios, simplemente agacha la cabeza. Esta vez, no responde. Es lo único que sabe hacer: callar. No vale la pena luchar aquí, se dice mientras sigue apilando las cajas con una velocidad mecánica.

      Los días transcurren como una rutina cansada. Trabaja en silencio, siempre consciente de los murmullos a su alrededor. Se pregunta a menudo si realmente será capaz de encajar en algún lugar, si algún día podrá ser reconocido por lo que es: un ser humano que solo busca paz. Pero las respuestas siempre son las mismas: no eres bienvenido.
      La tienda de comestibles en la que trabaja René tiene pasillos estrechos llenos de estantes polvorientos. La luz es fría, casi inhumana, y la música de fondo apenas se percibe, pero está presente todo el tiempo, como un recordatorio de la monotonía. Las cajas están apiladas sin cuidado y el aire huele a productos procesados, a algo artificial, como si la vida en este lugar también fuera fabricada, no real. Los clientes son sombras rápidas, personas que solo pasan a recoger lo que necesitan y seguir adelante, sin mirar realmente a nadie.
       René, de pie junto a los estantes, con las manos cubiertas de polvo y su rostro algo desdibujado por la falta de sueño. Se siente atrapado, pero se obliga a seguir adelante. Las conversaciones entre los clientes suenan lejanas, casi irreales. Sus compañeros de trabajo se mueven rápidamente, casi como robots, sin detenerse a mirarlo.
“¿Por qué te crees que te van a tratar diferente aquí?”, le había dicho una vez uno de los pocos refugiados con los que René había hablado en su primer país de refugio. “Los humanos no somos mejores, solo cambiamos de lugar para hacer lo mismo.

      A lo largo de los días, René se va convenciendo más de que las promesas de libertad, justicia y dignidad humana son solo fantasías que se venden a los que huyen, como si esos ideales estuvieran reservados para los que nacieron dentro de las fronteras correctas. La lucha por encontrar un lugar en este mundo no es solo difícil; es un camino lleno de puertas cerradas, cada una más difícil de abrir que la anterior. Pero René sigue adelante. Siempre sigue adelante, aunque ya no sabe por qué.

       Después de varios años de lucha en el segundo país, René llega a la conclusión de que ya no hay más fuerzas dentro de él para seguir esperando un cambio que nunca llega. La indiferencia, el desprecio y la constante sensación de ser un extraño jamás desaparecieron, como si fuera parte de un ciclo del que no pudiera escapar. A veces se pregunta si la vida de un hombre como él puede realmente ser distinta, si alguna vez podrá encontrar ese lugar que prometía ser su refugio, su verdadera casa.

        Con este pensamiento, y sin más alternativas claras, René toma la decisión de partir una vez más. Este es su último intento. Ya no busca una vida perfecta; no espera encontrar la armonía ni la aceptación. Solo quiere un lugar donde al menos pueda respirar en paz, un sitio donde pueda morir tranquilo, sin tener que preocuparse de la mirada ajena, del silencio incómodo o de los susurros detrás de su espalda.

      Así, a los treinta años, René se embarca en un nuevo viaje hacia un país aún más lejano, un país que hasta ahora había visto solo en los medios, un lugar que todos describen como el "paraíso de la libertad", donde los derechos humanos son más que un ideal, donde las oportunidades están abiertas para todos y las diferencias no parecen importar. Ha escuchado rumores de cómo las oportunidades abundan, de cómo incluso los inmigrantes son tratados como iguales. Ya no le queda mucho que perder, solo la esperanza de encontrar algo que se asemeje a lo que había soñado cuando partió de su país natal.

       El trayecto es largo y difícil. Pasan semanas antes de que René llegue al país de sus sueños. Al principio, se siente optimista. Las calles son limpias, bien organizadas, los edificios son altos y modernos. Todo parece haber sido diseñado para garantizar una vida sin problemas. La gente parece más feliz, más relajada, no como aquellos que había conocido antes. Todo lo que había escuchado sobre este país parece coincidir con lo que ve. La promesa de libertad está a su alcance, o eso cree.

       Pero pronto las primeras sombras de la realidad comienzan a aparecer. En los primeros días, René nota algo extraño en la manera en que las personas lo miran. Al principio, no puede ponerle nombre, pero pronto lo descubre: la desconfianza. La gente parece desconfiada de él, a pesar de que no hace nada que justifique esa actitud. En la tienda de comestibles donde empieza a trabajar, las cosas no son diferentes. Nadie le sonríe. Los clientes le hablan en un tono frío, casi cortante. Los compañeros de trabajo se mantienen a distancia, como si él fuera invisible o, peor aún, indeseado.

       Pero es en el momento en que se presenta ante las autoridades para completar los trámites de regularización cuando René siente por primera vez un golpe de realidad más fuerte que cualquier otro que haya sufrido. Después de entregar toda la documentación, las preguntas empiezan a volverse incómodas, sospechosas. Le preguntan sobre su país de origen, sobre sus estudios, su familia y su vida. Como si estuvieran buscando algo en su historia, como si no pudieran creer que un hombre como él, un hombre tan preparado, tan inteligente, tan políglota, podría ser solo un inmigrante buscando un futuro mejor.

"¿Por qué habla tan bien el idioma?", le preguntan, casi como si fuera una acusación. "¿Por qué sabe tanto sobre el sistema de nuestro país?" Las palabras no son amables, pero René trata de mantener la calma. Lo que no sabe es que su presencia genera sospechas. La autoridad lo ve como una amenaza potencial, algo raro, algo fuera de lo común. Un inmigrante demasiado capaz para ser uno de los "simples", demasiado inteligente para ser solo un trabajador común. Lo miran con desconfianza, como si hubiera venido con un propósito oculto.

         Las preguntas continúan, cada vez más intensas, más agresivas. Finalmente, lo dejan ir, pero con la sensación de que ha pasado una prueba de la que no ha salido indemne. Las miradas siguen a René por las calles, sus compañeros de trabajo le susurran algo detrás de su espalda. Ya no sabe si las puertas que se abren ante él son realmente una oportunidad o simplemente una trampa disfrazada de amabilidad.

"¿Qué es lo que buscan de mí?", se pregunta una y otra vez, mientras la amabilidad de la gente comienza a desmoronarse frente a sus ojos. Cada vez que alguien le habla, es como si estuvieran esperando algo más de él. El mundo que antes parecía perfecto ahora se ha convertido en un lugar donde cada paso lo coloca más cerca de un abismo de desconfianza y prejuicio.

      Los días pasan y la situación empeora. La presión se acumula. A pesar de su vasto conocimiento de idiomas, su capacidad para aprender rápidamente y su inteligencia superior, René es visto como alguien peligroso. Los susurros a su alrededor se convierten en murmullos cada vez más fuertes. "¿Quién es este hombre?", "No me fíes de él", "No es normal". Todo parece indicar que la sospecha está creciendo.
      El barrio donde René vive es moderno, con rascacielos que parecen tocar el cielo. Las calles están llenas de gente, pero la atmósfera es fría, distante. Las cafeterías están llenas, pero las conversaciones son superficiales, rápidas. La gente se cruza sin mirar a los demás. La ciudad es limpia, pero vacía, como si la vida aquí no tuviera sustancia. Los trenes y autobuses son rápidos, eficientes, pero impersonalmente eficaces.
       René, vestido con ropa sencilla pero moderna, camina rápidamente por la calle, su rostro marcado por el cansancio y la confusión. La ciudad parece tan vibrante, pero él se siente completamente aislado, como si estuviera en un espacio vacío, un eco que se pierde entre la multitud.
“¿Por qué te crees que te van a tratar diferente aquí?”, le había dicho una vez uno de los pocos refugiados con los que René había hablado en su primer país. “Los humanos no somos mejores, solo cambiamos de lugar para hacer lo mismo.

      A pesar de los años y de todos los esfuerzos por encontrar un lugar donde al menos pudiera descansar, René se da cuenta de que nada es diferente. Aunque ha llegado al país de sus sueños, ese que prometía ofrecer todo lo que había buscado, lo que encuentra es una versión más sofisticada y oculta de lo que ya ha vivido. El rechazo, la desconfianza, la sospecha, todo está presente, de formas más sutiles, pero igualmente dolorosas.

      René comienza a comprender lo que ha estado buscando todo este tiempo: no es un lugar, no es un país. Es algo más intangible, algo que no se puede encontrar en ningún pasaporte ni en ninguna frontera. Pero lo único que siente es el vacío. La lucha por encontrar su lugar, por ser aceptado, le ha dejado un sabor amargo. Ha pasado toda su vida buscando algo que no existe.

      El país que había imaginado como el lugar donde podría vivir en paz, ahora se presenta como el último sueño roto. A los treinta años, René se encuentra parado en una encrucijada, más perdido que nunca, preguntándose si algún día podrá encontrar la verdadera libertad.

      Así años más tarde, justamente a los 36 años, René ya no sabe cuánto tiempo ha pasado en la constante búsqueda de algo que le otorgue paz. Los países a los que ha llegado, las ciudades que ha recorrido, parecen ofrecerle solo más de lo mismo: indiferencia, desconfianza, prejuicios. Cada vez que piensa que ha encontrado el lugar donde podrá descansar, la realidad lo derrumba con su frialdad.

       Los años de lucha y decepciones han ido erosionando la esperanza que alguna vez tuvo. Ha cambiado. Ya no es el joven idealista que llegó a su primer país, con los ojos llenos de sueños. Ahora es un hombre cansado, que camina de ciudad en ciudad, sin un propósito claro más allá de la supervivencia. Ya no se siente humano, sino una sombra que se desplaza sin rumbo, arrastrada por la marea de un mundo que nunca ha sido suyo.

       En el último país al que ha llegado, las cosas no parecen distintas. Después de un tiempo viviendo en su pequeño apartamento, el sentimiento de estar atrapado se vuelve insoportable. A pesar de que las leyes de este país son, en teoría, las mejores para los inmigrantes, en la práctica se siente más extranjero que nunca. La gente lo sigue mirando de manera sospechosa, sus compañeros de trabajo, aunque amables en apariencia, nunca lo invitan a unirse a ellos después de las jornadas. Incluso cuando comienza a ganar algo de estabilidad en el empleo, la desconfianza en su mirada permanece.
        El apartamento de René es pequeño, austero, casi vacío. Las paredes son de un blanco frío, las cortinas están a medio abrir, como si se asomara tímidamente al mundo exterior. La luz que entra por la ventana es escasa y gris, reflejo de los pensamientos que lo rondan. La pequeña cocina es un espacio funcional, nada más. El lugar tiene algo de provisional, como si estuviera solo de paso, pero el paso ya parece eterno.

       René camina por las calles de la ciudad, buscando sin saber qué. La gente lo rodea, y él se siente parte de la multitud, pero al mismo tiempo completamente aislado. Es como si fuera invisible, como si su presencia no fuera más que un error en el paisaje. Los edificios, enormes y opresivos, parecen ahogarlo con su inmensidad. El ruido de los coches, el sonido de las voces apuradas, lo envuelven, pero no hay contacto. No hay ningún puente entre él y los demás.
       René se detiene frente a un café, observando a las personas que pasan por la calle. Nadie lo mira, nadie lo reconoce. Algunas parejas ríen, los jóvenes se saludan con abrazos, pero él sigue allí, quieto, como un espectador al margen de la vida. Se toca la cara, como si intentara recordar quién es, pero la sensación de pérdida es tan profunda que se siente como si nunca hubiera tenido un lugar al que pertenecer.


“¿Qué esperas encontrar aquí?”, le había dicho una mujer una vez, en uno de esos países por los que pasó. “Los lugares cambian, pero la gente es la misma.”

      La búsqueda de René se ha vuelto una rutina insostenible. ¿Qué más puede hacer? Ya no tiene fuerzas para seguir buscando un país que lo reciba como un igual, que lo respete por lo que es. El hombre que una vez soñó con encontrar un refugio ahora se ve a sí mismo como un errante, un vagabundo de sueños rotos, que ya no sabe qué es lo que busca. Ha vivido tanto tiempo entre fronteras, entre países que prometían ser una respuesta, que ahora la pregunta parece haberse disuelto en el aire.

     En medio de la oscuridad de sus pensamientos, comienza a preguntarse si alguna vez habrá sido posible encontrar lo que quería. La duda se instala en su mente. ¿Realmente existirá un lugar donde los derechos humanos no sean solo palabras vacías? ¿Existirá un país donde la dignidad humana se viva todos los días, donde no tenga que esconder su identidad, su historia?

     Pero incluso mientras se pregunta todo esto, no puede detenerse. La fuerza que lo impulsa a seguir adelante, a no rendirse, parece haber desaparecido. Como reacción de sobreviviente, y al haber aprendido el idioma español desde muchos años, en este tercer país de refugio, a sus 38 años, René decidió volver a estudiar en la universidad, con la ilusión de convertirse en profesor de lengua española. Sin embargo, debido a la sutil desconfianza de las autoridades hacia su situación, se dio cuenta de que su plan sería difícil de llevar a cabo. Pocos meses después de haber comenzado sus estudios, René recibió una llamada de su padre, quien le pedía que volviera al país porque deseaba verlo. René, sabiendo que regresar aún era peligroso, fingió no poder abandonar sus estudios y romper su plan académico. Desafortunadamente, unos meses más tarde, su padre murió sin que pudieran verse de nuevo. A pesar del dolor y sabiendo que sus aspiraciones profesionales se verían afectadas, René decidió continuar sus estudios y finalmente obtuvo un diploma de escritor cinematográfico. Sin embargo, nunca encontró la oportunidad de trabajar en ese campo, precisamente a causa de su conflicto latente con las autoridades. Los años pasaron, y René se dio cuenta de que el rechazo y la desconfianza seguían presentes.

      La desesperación comienza a ganar terreno. En los momentos de quietud, cuando se encuentra solo en su apartamento, las lágrimas ya no salen. No tiene energía para sentir tristeza, solo una sensación de agotamiento total. A veces se pregunta si alguna vez podrá sentir algo nuevamente. Se siente vacío, como si fuera un envase vacío sin propósito ni dirección.

       Una tarde, después de otra jornada de trabajo donde el trato indiferente de sus compañeros lo deja otra vez al margen, René se detiene en la entrada de un parque. No tiene idea de cómo llegó allí, pero se queda mirando las sombras largas de los árboles. Las luces de la ciudad comienzan a encenderse, pero el cielo sigue siendo gris, como una metáfora de lo que ha sido su vida: apagado, nublado, sin esperanza de un amanecer.
       El parque está desierto, solo algunos transeúntes caminan por los senderos, rápidos, sin mirar a los lados. Las hojas caídas crujen bajo los zapatos de los pocos que pasan, mientras René permanece quieto, viendo cómo el mundo sigue moviéndose sin él. El banco donde está sentado tiene una pintura desgastada por el tiempo, y el aire está fresco, cargado con la humedad de la tarde. No hay una sola persona que se acerque. Las luces del parque empiezan a encenderse y la oscuridad crece lentamente, como si se tragara el poco espacio de esperanza que quedaba.

        René se levanta lentamente del banco. No sabe adónde va, pero sabe que no puede quedarse allí, que no puede parar de moverse, aunque no sepa por qué. El mundo sigue girando y él, de alguna manera, sigue intentando encontrar algo, aunque no sea claro qué. No tiene ya fuerzas para sentir, pero continúa. Porque si deja de moverse, si deja de seguir buscando, ¿qué le queda?

     A los 40 años, René se ha convertido en un hombre marcado por el tiempo, por las distancias, por las fronteras, pero también por la constante necesidad de huir. La búsqueda, esa idea que lo había mantenido en movimiento, buscando un lugar donde pudiera vivir en paz, ha sido reemplazada por una sensación aún más profunda: el deseo de regresar. Su país natal, con sus cicatrices, su dolor, su gente perdida, ha comenzado a llamar de nuevo, aunque no con la misma urgencia de antes. Ahora es una llamada más tranquila, un susurro, una leve esperanza de que algo allí, al menos, podría ser diferente. Algo más allá del sufrimiento.

       El dictador que había oprimido su país durante tantos años finalmente ha caído. La transición a un nuevo gobierno, por lenta que fuera, le da a René una razón para pensar que podría ser posible regresar. Su tierra ya no está cubierta por la sombra de la dictadura. La violencia, aunque no erradicada por completo, se ha reducido. Los derechos humanos son ahora una promesa legítima. ¿Es esto lo que René había estado esperando durante tanto tiempo?
       El apartamento en el que René vive se ha vuelto una especie de refugio emocional. Es el lugar donde se encuentra solo con sus pensamientos más oscuros y con los recuerdos que siguen vivos en su mente. La decoración es minimalista, las paredes parecen vacías, como si las cicatrices de sus años de lucha aún estuvieran presentes, aunque de una forma sutil. El lugar es oscuro, no hay luces brillantes que lo hagan parecer cálido. Las ventanas están cerradas, aunque la luz del sol entra con dificultad, como si René estuviera tratando de alejarse del mundo exterior, de protegerse. Sin embargo, el día en que escucha que su país ha sido liberado, algo cambia dentro de él.

        A pesar de las décadas que han pasado, de las cicatrices que lo acompañan, hay algo en esa noticia que lo sacude. La idea de que ha llegado el momento de volver, de regresar finalmente a su tierra, lo llena de una extraña mezcla de temor y esperanza. Lo que alguna vez fue un país sumido en la dictadura, un lugar donde todo parecía aplastado bajo la bota del régimen, ahora comienza a dar señales de renacimiento. Tal vez, finalmente, las puertas de la verdadera libertad se abran ante él. Tal vez, finalmente, podrá dejar atrás todo lo que ha vivido y encontrar su lugar, aunque sea en la tierra que lo vio nacer.

        René, después de haber vivido tantos años en el exilio, siente que su vida se encuentra en una encrucijada. Ya no sabe si lo que busca es un país, un lugar donde quedarse, o una oportunidad para reconstruirse a sí mismo. Pero la idea de regresar a su país de origen lo invade. A lo largo de los años, había evitado pensar en su tierra natal. El miedo a lo que podría haber quedado de él, las dudas sobre si aún podría encontrar algo que valiera la pena, lo habían detenido. Sin embargo, ahora siente que es el momento de volver, aunque no tenga ninguna garantía de lo que encontrará allí.

      Con una mezcla de miedo y determinación, René empieza a organizar su regreso. Vende lo poco que tiene. Empaque sus pocas pertenencias, esas que de alguna manera lo acompañaron por los años de su viaje, y compra el boleto de avión. La incertidumbre lo acecha, pero ya no tiene miedo. En algún lugar dentro de él, siente que este es el último paso, el último intento por encontrar algo que lo conecte con su humanidad, con su raíz.

       En el vuelo de regreso, la sensación de ir a casa lo invade, pero la duda nunca desaparece por completo. ¿Qué se encontrará allí? ¿Será el país que soñó, o solo un lugar más de sombras, de ruinas y cicatrices? Pero la decisión ya está tomada. La tierra que lo vio nacer lo espera. Y con ese pensamiento, René se siente, por primera vez en muchos años, lleno de un propósito.

       El avión despega en una tarde gris, pero René mira por la ventana, observando las nubes dispersas. Por primera vez en mucho tiempo, su mente está en calma. Ya no siente que está huyendo. Ya no busca algo, sino más bien algo dentro de él mismo. En su rostro, se ve una mezcla de fatiga y esperanza, como si este fuera el único momento que le quedara para encontrar lo que ha estado buscando: su identidad, su humanidad. En la distancia, el horizonte se extiende, mientras la oscuridad se disuelve lentamente y la luz de un nuevo día comienza a brillar a través de las nubes.
“Algún día, René”, le había dicho su madre cuando él tenía solo diez años, “algún día este país cambiará. No pierdas la esperanza de volver a casa.

        René llega a su país después de tantas vueltas en su vida. El país sigue siendo un lugar marcado por la guerra, por los recuerdos del pasado, pero también hay algo nuevo. El sol se siente diferente, las calles están llenas de vida, las caras de las personas tienen una cierta esperanza que René no había visto en años. Aunque la violencia no ha desaparecido por completo, el cambio es evidente. La gente parece tener una oportunidad para reconstruir lo que una vez fue destruido. Pero más allá de las promesas, lo que realmente se siente es el cambio en la gente, en su mirada, en su capacidad para imaginar un futuro. Y eso es lo que René necesita.

       Camina por las calles, observando cómo las personas se saludan, cómo las pequeñas tiendas se llenan de vida, cómo los niños juegan en la plaza sin miedo. Es como si el país estuviera recobrando lentamente lo que perdió. No es un paraíso, pero es algo real. Algo tangible. Algo con lo que René puede conectar, aunque aún con la desconfianza de todos esos años de huir.

       Al final del día, René llega a la puerta de la casa donde creció. No es la misma casa; las paredes están dañadas por los años de conflicto, pero aún queda algo allí. Algo que lo hace sentir que ha llegado al final de su viaje. Este no es un regreso triunfal, pero es un regreso significativo. La vida aquí sigue siendo dura, pero hay algo en el aire que le dice que este es su lugar, que finalmente ha regresado a lo que algún día fue su hogar.
      La casa de René, aunque deteriorada por el tiempo, tiene algo que le resulta familiar. La puerta cruje al abrirse, el jardín está cubierto de maleza, pero todavía hay algo en ese lugar que lo conecta con su pasado. Las paredes, aunque descascaradas, tienen una presencia que lo hace sentir, por un momento, que algo puede ser reconstruido. En la calle, las luces de las casas vecinas se encienden, y en los ojos de los niños, en la sonrisa de las personas, hay una esperanza de que este país, aunque marcado por las heridas, aún tiene algo por ofrecer.

       Finalmente, René sube que su viaje no ha terminado. A sus 70 años, ha comprendido que la libertad no está en los países, ni en las promesas de los gobiernos, sino en la capacidad del ser humano para reinventarse, para encontrar un propósito más allá de los límites que la vida le ha impuesto. Ha vivido muchos años buscando un lugar donde sentirse libre, pero al final descubre que la verdadera libertad está en ser capaz de regresar a sí mismo, de encontrar paz en el regreso.

        René tiene ahora 70 años. El peso de los años y las batallas que ha librado lo han convertido en un hombre que ya no espera mucho del mundo. Ha visto demasiadas injusticias, demasiados cambios vacíos, demasiados intentos fallidos de encontrar su lugar. La vida lo ha moldeado, lo ha despojado de ilusiones, pero no de la voluntad de seguir adelante. Sin embargo, ya no busca respuestas. Ahora, lo único que le queda es la certeza de que ha vivido una vida llena de dolor, pero también de resistencias, de momentos pequeños de alegría en medio de la adversidad.

        El país que un día soñó con ver libre finalmente lo es, pero la victoria no ha sido suficiente para borrar las cicatrices de su alma. Aunque las calles están llenas de vida, de nuevas esperanzas, algo dentro de él ha muerto. Lo que alguna vez fue la lucha por la libertad, por encontrar un hogar, ahora solo parece una interminable travesía que ha dejado de tener sentido. En sus ojos ya no hay la misma chispa de hace años, esa que lo impulsaba a seguir, esa que lo mantenía buscando a través de todos los continentes, de todos los países. Ahora solo queda el desgaste de un hombre que, finalmente, ha llegado al final de su viaje.

        El regreso a su país le ha dado una sensación de cierre, pero no de satisfacción. Las heridas del pasado siguen abiertas, y el país sigue siendo un reflejo de esas heridas que no sanan. A pesar de la apariencia de cambio, el sistema, la desconexión, las desigualdades siguen presentes, y él ya no tiene fuerzas para luchar. Se ha convertido en un espectador, alguien que observa el mundo con una melancolía tranquila, con la resignación de quien ha vivido demasiado para esperar algo más.
         El viejo cuerpo de René es lento, cansado. El rostro está marcado por el paso del tiempo y por los años de sufrimiento, pero también por la paz de quien ha dejado de esperar algo grandioso.      

      Se sienta frente a una ventana, mirando el paisaje de su ciudad natal. Las luces titilan en la distancia. Las personas pasan por las calles, pero él ya no es parte de su mundo. Está allí, pero está ausente. Hay una quietud en su mirada, como si todo lo que había vivido ya no tuviera la misma importancia. La paz de la vejez, la aceptación de que el tiempo se ha acabado, de que ya no hay nada que demostrar.
“¿Vas a volver algún día?”, le había preguntado su hermana en una de sus últimas cartas.
“No sé”, respondió él, “pero hay algo en mí que aún tiene que terminar algo. Aunque no sepa qué.

       René decide salir a caminar una vez más por las calles que lo vieron crecer. Las mismas calles que recorrió cuando era joven, las mismas calles por las que huyó, las mismas que lo vieron volver. Ahora no tiene prisa. No hay destinos que alcanzar. No hay futuro que construir. Solo queda la tranquilidad de la rutina, de una vida que ha sido demasiado larga y demasiado corta al mismo tiempo.

       Recuerda aquellos años cuando se fue del país, cuando soñaba con regresar algún día. Lo que no sabía en ese momento es que, incluso si regresaba, no encontraría lo que esperaba. Nadie le había dicho que no era la tierra la que cambiaría, sino él mismo, que él sería el que ya no reconocería su lugar en el mundo. El país estaba ahí, pero su vínculo con él se había roto hace mucho. Lo que quedaba de su tierra natal ya no era lo mismo para él. La política, las promesas, los ideales se desvanecen con el tiempo, y la vida, en su esencia más cruda, permanece.
      En las calles, los vendedores ambulantes siguen ofreciendo sus productos. Las familias cenan en las puertas de sus casas, los niños corren, los sonidos de la vida cotidiana llenan el aire. Pero René no pertenece a ese mundo. Camina lentamente, sus pasos resuenan de manera distinta, más pesados que nunca. Los edificios a su alrededor son los mismos, pero él los mira de una manera diferente. Ya no está buscando un lugar, ya no hay necesidad de estar en algún sitio. La calle que alguna vez lo dejó sin rumbo ahora le ofrece solo el consuelo de ser testigo del tiempo que pasa

      René se detiene en un banco que se encuentra en su camino. Se sienta y observa el mundo. Un par de niños juegan cerca, corriendo detrás de una pelota. La sonrisa de uno de ellos lo hace pensar en su propia infancia. De alguna forma, está en paz con el pasado, con las cosas que no logró cambiar. Se da cuenta de que lo único que lo ha acompañado siempre, de la misma manera que una sombra, ha sido su capacidad de seguir adelante, de resistir, de mantenerse en pie.
“Seguirás adelante, René”, le había dicho su madre antes de morir. “Lo que sea que pase, tú seguirás. No importa el tiempo, no importa el lugar.”

 

El tiempo sigue avanzando, y René, ahora un hombre de 70 años, se encuentra mirando su vida desde una perspectiva que solo puede dar el desgaste. Se siente libre de las expectativas, de los sueños incumplidos, de la carga de lo que fue su lucha. Ya no hay nada por lo que luchar. Ya no espera respuestas. Ya no tiene preguntas. Ha llegado al final del camino, pero este final, lejos de ser una derrota, es una aceptación.

Él se levanta lentamente del banco y comienza a caminar de vuelta hacia su casa. La gente pasa por su lado, pero ya no importa si lo ven o no. La vida sigue, aunque su propia existencia ya no tiene el mismo peso en el mundo que hace años.

        René quien ha vivido muchas vidas en una sola, que ha cruzado fronteras no solo físicas, sino emocionales y espirituales. Finalmente, ha llegado al mismo lugar: a un punto donde la búsqueda ya no tiene sentido. La esperanza ya no es una promesa, sino un eco lejano que se desvanece. René camina lentamente parece perdido en su pensamiento y sus pasos se pierden igualmente en la multitud. El sol se pone tranquilamente en el horizonte, y la ciudad de su infancia queda iluminada por una luz cálida y suave, melancólica, como la promesa de un sueño que ya no tiene dueño.

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