Los despedidos
Hoy a la mañana el algoritmo de las redes sociales me mostró una foto que no había visto antes. Era una imagen del 2015 de los ingresantes de la Facultad de Comunicación.
En primer plano salía Romina, mi mejor amiga de la Universidad, se la veía sonriente y llevaba el pelo corto. Al lado de ella estaba Clara, la chica de izquierdas que militaba en Caleuche. En la foto llevaba el pelo lacio y por debajo de los hombros, pocos meses después, cuando terminó de definir su sexualidad, se rapó completamente la cabeza.
Al lado de Clara, ya casi imperceptible, estaba Mariano, y entre él y yo, que estaba aún más borrosa, estaba Juan, mi primer amigo de la facultad, que ahora trabaja como cocinero en Dinamarca.
En esa imágen, todavía, nadie se conocía con nadie, éramos, como quien dice, unos completos desconocidos.
En aquel entonces yo vivía todavía con mis padres y algunas noches trabajaba de camarera en un bar cerca de mi casa. El trayecto hasta la facultad duraba una hora y media en bus y cuando llegaba muy tarde, mi madre se acercaba unos minutos antes a la parada. Los fines de semana o salía con mis amigas o me juntaba con un chico, que luego, me terminó dejando. Aunque no se me notaba muy feliz en esa foto, mi vida en aquel momento, se resumía en eso.
A Mariano lo conocí recién en el segundo año de la carrera.
—¿Alguien tiene un birome para prestarme?–-preguntó.
—Tomá —le respondí sin mirarlo a la cara y le dí una lapicera que me habían regalado en el banco, cuando fui a abrir mi cuenta de estudiante. Días después me llegó una solicitud de mensaje por Facebook.
“Que difícil encontrarte. Tengo tu lapicera”.
“No te preocupes”, le respondí, “te la regalo”.
“Es que en realidad me gustaría verte”.
Al mensaje no lo respondí por semanas, pero acepté la solicitud de amistad y lo stalkie hasta febrero del 2016. En ese momento, seguía viéndome con otro chico y me había mudado a lo de mi mejor amiga porque me había peleado con mi madre. Tres semanas después me dejaron y a la semana siguiente, volviendo del after de una fiesta, le mandé un mensaje para que concretemos una cita.
“¿Cuándo nos vemos?”.
Nos encontramos en una de esos bares con banquetas altas y cerveza artesanal. Era un sitio oscuro con las paredes negras y grafiteadas y con una luz ultravioleta que resaltaba las intervenciones.
—Holiiss, ¿qué onda? —. Todavía era primavera y yo llevaba puesto un vestido negro y una campera bordó que había comprado en la feria de ropa usada. El llevaba un buzo azul y un pantalón color caqui. Tenía el pelo aplastado, los ojos redondos y hundidos como una lechuza y la piel blanca, muy blanca, parecía enfermo.
—Hola Helena —respondió. En su voz y en sus movimientos se notaba un letargo, parecía como que se hubiese tomado varias cervezas antes de que yo llegase.
—¿Hace mucho que estás esperando? ––pregunté.
—No lo suficiente —respondió él sonriendo.
Mariano tenía una gran capacidad de conversación, era una persona ocurrente, con sentido del humor y muy despierto. Por momentos, hablaba con un tono de voz muy elevado y la gente nos miraba raro. Tenía siete años más que yo y a mi edad había sufrido un accidente cerebrovascular a causa de un tumor en el cerebro. Quedó con vértigo de por vida y tardó un año en volver a escribir y caminar.
—Mirá, esta es la cicatriz —, se dió vuelta y me la mostró. Iba desde el cuello hasta la mitad de la nunca. En ese momento sólo pude ver lo que se asomaba por el cuello pero tiempo después descubrí que era mucho más grande de lo que en realidad había visto. Yo no respondí nada.
Pasaron las horas, bebimos más y más cerveza, él me contó de su vida y yo en un cuarto de hora le conté de la mía. Abandonamos el bar y nos fuimos caminando a la casa de mi amiga que se había ido a pasar el fin de semana a lo de su madre y que vivía, como él, en una zona universitaria. Descorchamos un vino y comenzamos a besarnos desenfrenadamente como dos adolescentes en el sillón. Del sillón pasamos a la cama y comenzamos torpemente a quitarnos la ropa. Antes de que me penetre, lo frene y le obligue a ponerse un preservativo, él dijo que no traía ninguno en su billetera y yo me negué. Él insistió, pero cordialmente, le pedí que se retire. Lo acompañé hasta la puerta y me miró con cara de desconcierto. Se dió media vuelta y se marchó. Yo volví a la habitación de mi amiga y me quedé por una hora mirando el techo.
A la mañana siguiente me levanté con un extraño mensaje.
“¿Venderle el alma al diablo? Sí, pero cara.
Y si se puede, venderle también otras cosas.
Y venderle a Dios lo que el diablo no compre”.
Otra vez, no conteste. Una semana después nos cruzamos de nuevo en la facultad, nos saludamos y nos quedamos tomando un café y charlando un rato. Desde ese día comenzamos a intercambiar mensajes y nos fuimos conociendo un poco más.
Seguimos chateando por Facebook y nos volvimos a encontrar en varias ocasiones. El volvió a lo de mi amiga y yo conocí su casa. Al parecer Mariano era un poeta, leía y escribía y por lo visto, lo hacía muy bien. Había ganado un premio municipal de su pueblo y habían publicado algunos de sus poemas en revistas de literatura. Él había nacido a 100 kilómetros de la capital y hacía ya varios años que vivía en un departamento junto con su hermana, en la calle más cara de la ciudad.
—Me gustas —me dijo una de esas noches de verano que nos la pasabamos caminando y charlando por la ciudad.
Con el paso de los días su cara de niño enfermo se transformó en la cara de un hombre experimentado, el letargo de su voz, en el tono dubitativo de quien piensa y quien siente. De repente sus ojos estaban cada vez más cerca de su nariz y en su piel blanca aparecieron pecas.
—La poesía de Borges no es tan buena como sus cuentos. Tomá, empezá por este libro precioso de sus conferencias.
Durante un tiempo me llené de información. Me prestó libros y compartió todo tipo de música, podcast y series. Un día lo vi hablando con otra chica muy de cerca en la universidad.
—Creo que me gusta —le dije a mi amiga con la que vivía.
Nos juntamos dos veces más y luego dejó de hablarme. Yo insistí para que nos veamos otras veces y él accedió. Las dos veces le hice sexo oral y despues de eso me dijo que tenía que irse.
—¿Nos hablamos después? —le decía yo y él asentía con la cabeza mientras se vestía de nuevo. Durante meses estuve tirada en la cama, no salía de mi habitación, adelgacé 5 kilos y dejé la facultad.
—Siento que no puedo más, siento un vacío que se hunde justo acá en el pecho —le dije llorando a mi psicóloga. —¿Cuándo se termine esto?
—No puedo saberlo, pero nadie muere de amor, Helena, nadie.
Mi madre me hablaba a cada rato preguntándome cómo estaba, mis amigas me hacían visitas inesperadas y organizaban planes conmigo sin consultarme. Después de unos meses volví a salir de fiesta pero mis amigas me prohibieron hablar de él cuando estaba borracha.
—¿Eliminaste su número? —me preguntaban.
—Sii —les respondía yo. —Pero me lo sé de memoria.
Elimine su contacto y continúe con mi vida. En mi biblioteca tenía un libro que él me había prestado y cada tanto lo abría y lo olía. Comencé a leer poesía todo el día, mucha y de todos lados. De a poco fuí retomando mis actividades. Encontré un trabajo, salí con otros chicos y volví a la universidad.
Una tarde saliendo de la clase de Teorías de la Comunicación me lo crucé en el patio de la facultad. Era un invierno muy húmedo, estaba anocheciendo y la neblina se concentraba entre los edificios y las calles. Me dijo que vayamos a cenar a algún lado y yo accedí. Ese día su cuerpo estaba apagado. Cruzamos por una de las avenidas más anchas de la ciudad y nos topamos con una manifestación del gremio de colectiveros. Todavía gobernaba la derecha.
—Disculpá ¿Que está pasando acá? —preguntó Mariano.
—Están despidiendo a nuestros compañeros y no nos dejan entrar a nuestro lugar de trabajo —nos dijo un hombre con cara de preocupación.
Nos quedamos un rato más viendo la situación en silencio. Los despedidos agitaban las rejas para poder entrar. Suplicaban. La calle principal estaba vacía y la neblina llegaba hasta la cicatriz de Mariano.
Cenamos en una de las primeras sangucherías esnobs de la ciudad. Tenía un estilo vintage y porteño. Azulejos celestes, carteles rojos de neón y sifones de soda por todos lados. Nos sentamos en la barra que daba a la calle. Estábamos solos. Él seguía hablando de él pero mucho menos. Había sobre todo, silencio. El se pidió un sanguche con extra de picante y yo me pedí otro pero sin picante. Mariano se lo comió todo, yo le hice dos bocados y la mitad sin tocar se la di a una mujer que pasó con sus dos hijos pidiendo ayuda.
—Garúa —me dijo y señaló hacía afuera, pero yo no veía nada.
—Mirá el farol —agregó, y vi en ese halo de luz anaranjado, las gotas que caían con fuerza y en diagonal. Eran tan pequeñas y fugaces que sólo podías verlas, en contraste con algo más.
—Que hermoso —dije sonriendo —. De fondo sonaba un tango.
Meses después retomé mi vida con aparente normalidad aunque seguí hablando de él con mi psicóloga. Dejé de comer carne y de fumar porro. Al libro suyo lo tenía pero ya no lo abría. Una noche borracha traté de agregarlo de nuevo a mis contactos pero me faltaba un número.
—No entiendo porque sigo pensando en él. Ni siquiera fue mi novio, nunca tuvimos algo.
—Quizás no se trata de él —me dijo mi psicóloga.
El tiempo pasó y comencé a verme con muchos chicos a la vez, todos una copia errada de Mariano. Con los dos que llegue a una relación, también desaparecieron. El primero, Santiago, un día dejó de responderme y me llamó su madre diciéndome que lo habían internado en un neuropsiquiátrico por depresión. Lo visité dos veces y luego volvió a su pueblo. Con el otro, Emilio, nunca oficializamos, él quería una relación abierta porque como me dió a entender, en cualquier momento su deseo sexual lo controlaba, y yo sin opción, accedí. Un año después se fue de un día al otro, así, sin avisar, a vivir a Alemania.
La última vez que lo ví a Mariano, fue al lado del río. Yo había salido a correr y él estaba paseando el perro con su nueva novia. Me saludó cordialmente y siguió camino. Antes de eso, lo ví un día en su casa. Era la época de la pandemia y nadie podía circular por la calle excepto el personal autorizado.
“Holaa, ¿Cómo estás?. Vino el aislamiento y recordé que tenías mi libro de Casas”.
“Eii, tanto tiempo. Sii, lo tengo”.
El indirectamente me ofreció que se lo enviará por algunas de esas aplicaciones de reparto pero yo me negué y le dije que se lo llevaba hasta su casa. En ese entonces yo vivía con otra amiga en el centro de la ciudad. Me pasó su dirección nueva, porque se había mudado, y en medio del aislamiento, con las calles vacías y la policía en todas las esquinas, fuí hasta allá a dejarle su libro.
Me bañé, me depilé y me puse la ropa interior más respetable que tenía. Me puse rimel en las pestañas y un poco de perfume. Estaba casual y arreglada. Cuando llegué, no bajo abrirme y me tiró la llave envuelta en una media por la ventana. Subí las escaleras porque no pude hacer andar el ascensor y toque su puerta. Me saludo con una sonrisa. Él siempre sonreía. Me ofreció un té y nos quedamos charlando unas horas. Ese día no le hice sexo oral. Hablamos de la locura de lo que estaba sucediendo, hizo algunos chistes y yo reí exageradamente. Terminé mi segunda taza de té y sonriendo, me echó.
—¿Querés que te acompañe abajo? -–. Tal debe haber sido mi cara de decepción que para consolarme me dio un beso y me acompañó hasta la puerta.
Su media con la que me había lanzado la llave la guardé por un mes hasta que un día decidí tirarla. Nadie nunca se enteró, ni mis amigas, ni mi psicóloga. Eliminé todas las aplicaciones de citas y estuve mucho tiempo sola. Comencé a salir a correr todos los días, subí de peso y volví a comer carne. Un año después, cuando ya todo había pasado, una amiga llegó a casa llorando.
—Marcos me dejó Hele, no puedo más, siento un vacío en el pecho, siento que me voy a morir —dijo entre lágrimas y con la respiración entrecortada.
—Si —le respondí abrazándola fuerte. —Es como cuando sos niña y un día se te cae un diente y a la semana otro y sonreís con la boca llena de huecos. Sólo tomas sopa o comes helado. Los adultos te miran y se ríen por dentro pensando “que ternura”. El resto de los niños en cambio, se burla porque no saben que pronto les tocará a ellos. Despues, de a poco, con el paso de los días comienzan a crecerte los otros dientes, mas amarillos y grandes, mas feos, y entonces volves a sonreir con la mordida cruzada y los dientes torcidos por muchos años más, aunque al final también esos dientes vayan a caerse.
—No entiendo amiga, ¿Qué me queres decir con esto de los dientes? —me respondió ya sin lágrimas, con los ojos rojos y el ceño fruncido.
—Que sí, que todos alguna vez morimos de amor.
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