miércoles, 12 de marzo de 2025

-Relato 2 de Anna Orlitskaia

 El amigo de mamá

 

Sasha se puso enfermo la noche del domingo, por lo que el lunes por la mañana, en lugar de la escuela infantil, su madre Vika se vio obligada a llevarlo al médico. Eso significaba coger el coche, pasar más de media hora de miedo en la carretera y en las calles de Antalya y esperar a que la única pediatra rusohablante de la ciudad los atendiera. Llevaban más de un año en Turquía, pero Vika todavía no estaba acostumbrada a la forma de conducir de los turcos. En Moscú, donde se había sacado el carné y durante un par de años condujo casi todos los días, se sentía segura al volante. En cambio, en Antalya le daba miedo. Siempre intentaba evitar usar el coche, pero en aquel caso era la única opción. Su marido se había ido otra vez a Estambul por un asunto de negocios, dejándola sola con el niño para más de una semana.

    Cuando Olga Anatólievna, pediatra originaria de San Petersburgo casada con un turco, dio su veredicto, Vika se sintió frustrada. Había pensado ir a clases de yoga con su amiga y trabajar tranquila en su nuevo proyecto de ilustración mientras el niño estaría en infantil, pero estos planes no se iban a cumplir. Por lo visto, Sasha tenía un virus y no debía estar en contacto con otros niños. Eso significaba que los próximos días a Vika le tocaban varias tareas a la vez: cuidarlo, vigilarlo y hacer que no se aburriera. Con un niño hiperactivo de tres años y medio, ninguna de las tres por sí sola era fácil.

    Para compensar a Sasha el estrés relacionado con la visita al médico ¿quién le compensaría a Vika el estrés de conducir en este país lleno de conductores bruscos y agresivos?—, en el camino de vuelta, pasaron por una tienda de juguetes.

    Mamá, ¡¡quiero estos!! Se acercó a Vika con dos coches de juguete, uno con un mando a distancia y otro que, según ponía en la caja, emitía diez tipos de sonidos diferentes. ¡Mamáááá!

    —Elige uno, hijo. —Con un movimiento involuntario, Vika se tocó los pendientes de la oreja izquierda, lo que revelaba que estaba nerviosa—. Solo podemos llevarnos uno.

    El niño se quedó un rato mirando las dos cajas, luego se fijó en el coche que emitía sonidos. “Por favor, no”, pensó ella imaginándose que los próximos días iban a ser acompañados por diez sonidos de alarma de coche diferentes.

    Cuando Sasha ya estaba a punto de devolver el coche teledirigido a la estantería, se les acercó un señor imponente, con traje y olor a perfume caro. Les pidió disculpas en turco y, cuando se apartaron, casi sin pensar cogió de la estantería una caja con el coche teledirigido, igual que la que Sasha tenía en la mano. Unos segundos el niño permaneció inmóvil, luego, con un gesto seguro, colocó la caja del coche de sonidos en su sitio y, sin decir nada, se dirigió hacia la caja.

    “Menos mal”, pensaba Vika mientras pagaba el juguete. Estaba contenta de que no iba a tener que escuchar los diez sonidos del otro coche. “El teledirigido también hará ruido, pero por lo menos no tanto”, supuso.

 

Vika quería mucho a su hijo, pero le costaba pasar demasiado tiempo a solas con él. Sasha estaba en la edad más loca aunque dicen que la adolescencia es peor y no podía quedarse quieto ni un minuto. Incluso cuando estaba enfermo.

    Últimamente ella se acordaba mucho de su vida en Moscú. Primero, el niño era más pequeño y menos activo. No corría tanto y no requería tanta atención en todo momento. Segundo, sus abuelos los padres de Vika y la madre de Antón, su marido vivían cerca y siempre estaban encantados de pasar tiempo con su nieto si Vika necesitaba un día libre. Y por fin, Antón no trabajaba tanto. Desde que se mudaron a Turquía en otoño de 2022, sus gastos de vida aumentaron significativamente, se hizo más complicado llevar el negocio y Antón casi no dedicaba tiempo a la familia.

    Así que Vika se alegró mucho cuando escuchó a Antón abrir la puerta de su casa el jueves por la tarde. Estaban abrazados en el recibidor cuando el coche teledirigido chocó contra el pie de Antón. En el mismo momento, en la puerta de la habitación apareció la cara traviesa de Sasha.

    —¿Quién me está intentando atropellar? —Antón levantó al niño en brazos. Sasha no paraba de reírse y parecía orgulloso de su nuevo juguete—. ¿Y ese coche? ¿Quién te lo compró? —El niño sonreía sin decir nada—. ¿Tu mamá?

    —¡No!

    Vika sonrió. “Seguro que se habrá inventado otro cuento”, pensó.

    ¿Y quién? Antón siguió el juego de Sasha, fingiendo mucho interés.

    Un señor.

    ¿Qué señor?

    Un señor muy bueno y muy rico. Un amigo de mamá.

    Por un momento a Vika le pareció que había visto una sombra de preocupación en la cara de su marido. Con un movimiento instintivo, levantó la mano para acercarla al pendiente, pero no completó la acción. Dentro de unos segundos, los tres se estaban riendo, contentos de estar juntos.

 

La familia pasó una semana agradable y tranquila. Sasha se recuperó y volvió a la escuela infantil, y por las tardes Antón jugaba con él al coche teledirigido, no solo en casa, sino también en la calle, mientras paseaban por la costa del mar o por un parque cercano. A Vika le parecía que el coche se había convertido en el juguete favorito de los dos. Estaba agradecida a su marido por dejarle las tardes libres y contenta de que pasara más tiempo con el niño.

    Sin embargo, el viernes Antón le anunció que tenía que irse de nuevo a un viaje de negocios.

    El lunes debería estar ya en Moscú. La miró un rato y volvió a mirar el ordenador, donde tenía abierta la página web de una compañía aérea. Creo que me voy el domingo por la mañana. De todas formas, cuanto antes me vaya, antes vuelvo, ¿no?

    ¿Y cuándo crees que vuelves? Vika se tocó el pendiente, intentó abrir el cierre, pero estaba atascado.

    Intentaré arreglar todo en una semana. Antón seguía sin mirar a su mujer. Por ahora solo compro el billete de ida y luego te digo. Tal vez haga falta que me quede más días.

    Vika siguió intentando abrir el pendiente, se hizo daño con la uña y retiró la mano.

 

En lugar de una semana, Antón se quedó en Moscú más de diez días. Por las mañanas Vika llevaba al hijo a infantil y tenía sus dos o tres horas libres para hacer algo de deporte, ver a la única amiga rusa que tenía en la ciudad o intentar avanzar con el proyecto.

    Había estudiado un grado en periodismo, pero en el último año de carrera entendió que no le gustaba, a duras penas defendió el trabajo final y decidió dedicarse a lo que siempre le había gustado: el arte. Ingresó en un máster en diseño gráfico y empezó a sumergirse poco a poco en el mundo del diseño, haciendo encargos para varias agencias de marketing y clientes directos. Así fue como conoció a Antón: le hizo varios materiales para campañas publicitarias de su negocio y al final acabaron saliendo juntos.

    Antón se dedicaba a la importación de mercancías de Turquía a Rusia, por ello, cuando entendieron que era la hora de emigrar, la elección del país era obvia. Se instalaron en un pueblo costero cerca de Antalya. A Vika le gustaba Turquía, pero había cosas a las que no lograba acostumbrarse: a los conductores y a la soledad. Y si lo primero era cuestión de práctica aunque le daba miedo practicar, lo segundo no era tan fácil de arreglar. Vika echaba de menos a sus amigas, a sus padres, a su ciudad. Pasaba la mayor parte del tiempo con su hijo, y, aunque se llevaban muy bien, a veces sentía que Sasha también se sentía solo y echaba de menos a otros miembros de la familia, sobre todos a sus abuelos y a su padre, que siempre estaba ocupado.

 

Cuando Antón por fin volvió a casa, Vika se alegró, y sobre todo por Sasha. Le preocupaba que las constantes ausencias de su marido afectaran su relación padre-hijo, pero al mismo tiempo tenía la esperanza de que el acercamiento que empezó con el coche teledirigido impulsara su relación. “No importa que pasen el tiempo haciendo tonterías, lo importante es que estén juntos”, pensaba ella.

    Como Antón llegó por la tarde, lo primero que hicieron fue comer juntos en casa. Vika había preparado pasta con pollo y salsa de queso, el plato favorito de su marido, y había comprado helado de postre.

    ¿Qué habéis hecho? —Antón le sirvió a Sasha una gran ración de helado de chocolate—. ¿No os habéis aburrido?

    —No. Hemos ido al café en la playa.

    —¡Qué bien! ¿Vosotros dos o con alguien más?

    —Nosotros tres, con el amigo de mamá.

    —¿Qué amigo de mamá?

    —El que me regaló el coche. Es muy bueno. Me compró un helado de chocolate muy muy grande.

    Antón miro a Vika con una mirada que ella no supo cómo interpretar. Empezó a levantar la mano hacia la oreja, pero en seguida se dio cuenta y la retiró. Para aligerar el ambiente, soltó una risa forzada.

    Fuimos con Natasha y Lika. Vika sonó insegura, aunque dijo la verdad: habían ido con su amiga y su hija de 4 años—. Este fin de semana podemos invitarlas también y vamos todos juntos.

 

Por la noche, cuando ya habían acostado a Sasha, Vika y Antón se quedaron un rato tomando vino en el salón. Él le habló de su viaje a Moscú, explicó por encima las dificultades en el negocio que le hicieron quedarse más de lo previsto y compartió sus preocupaciones por su madre, que no estaba muy bien de salud.

    —Y tú, ¿qué tal por aquí? —Empezó a mover la copa sin levantarla de la mesa, dibujando círculos—. ¿Lo has pasado bien aquí?

    Vika vio algo de preocupación en el comportamiento de su marido y se puso tensa. No sabía cómo interpretar su pregunta.

    —Bueno, bien, nada especial. Con Sasha todo el rato. —Acercó la mano a la oreja para tocarse el pendiente, pero se dio cuenta de que no los llevaba—. Casa-infantil-casa. Lo de siempre.

    —Y ese amigo tuyo que ha mencionado Sasha… Se lo está inventando, ¿no? —Antón no miraba a su mujer. Parecía que el movimiento de la copa en la mesa lo interesaba más que el tema de la conversación.

    —Sí, claro. Se lo está inventando.

    A Vika le hubiera gustado decirle a su marido que esas fantasías de su hijo tenían una causa, las constantes ausencias de su padre, pero se contuvo. A Antón no le convencería una explicación de este tipo: no se fiaba mucho de la psicología. A Vika esto le agobiaba bastante, porque ella sí creía en las teorías psicológicas, pero por experiencia sabía que era mejor no sacar el tema.

    —Pues hoy, cuando fuimos a pasear, me volvió a hablar de este “señor”. Pero es una tontería, ¿no?

    Vika no entendió por qué Antón seguía con el tema si ya parecía que lo habían aclarado.

    —Claro. Son fantasías suyas. Tiene muy buena fantasía.

 

Pasaron dos semanas y Antón se fue otra vez de viaje por unos asuntos del negocio. Se quedó fuera de casa casi dos semanas, y Vika empezó a sentirse incómoda. Se dio cuenta de que no le gustaba nada vivir así, cuando su marido pasaba más tiempo fuera que en casa, y ella y su hijo se quedaban solos en una ciudad donde, sin saber el idioma y siendo extranjeros, tenían pocas posibilidades para socializar y llevar una vida que les gustaría. Al principio, cuando se habían ido de Moscú, pensaban que solo estarían así un tiempo, que tal vez volverían pronto o Antón encontraría otro trabajo, pero ya había pasado un año y Vika no veía la posibilidad de que la situación cambiara. Además, sentía que esta forma de vivir afectaba negativamente su relación de pareja, además de la relación entre Antón y Sasha.

    El día que Antón iba a volver todo empezó a ir mal desde el principio. Primero, Sasha armó un escándalo porque no quería ir a infantil. Vika logró calmarlo, pero el proceso requirió bastante tiempo. Tuvieron que apresurarse y aun así llegaron tarde. Luego, ella tenía una cita en una peluquería en Antalya y tuvo que ir en coche con prisa, lo que siempre le ponía nerviosa. En la peluquería tuvo que esperar y, cuando ya la estaban atendiendo, entendió que no llegaba a tiempo para recoger a Sasha. Oía vibrar su teléfono, pero por la capa de peluquería no podía mirar los mensajes. Al final, le pidió perdón a la peluquera y sacó el móvil.

    Tenía una llamada perdida de su marido y unos cuantos mensajes. Él acababa de llegar a casa y le preguntaba dónde estaba: a Vika, con todas las prisas de la mañana, se le olvidó decirle a Antón que iba a la peluquería. De nuevo pidió disculpas a la peluquera, llamó a su marido y en pocas palabras le pidió que recogiera a Sasha.

    Después de la peluquería, Vika sintió que necesitaba algo para compensar el estrés de la mañana. Como Antón ya iba a recoger a Sasha, consideró que no era necesario darse más prisa. No tenía muchas ganas de volver a casa. Quizás estaba demasiado cansada después de dos semanas a solas con el niño. Así que entró en una tetería y se tomó un té con dulces turcos que tanto le gustaban.

 

Cuando ya estaba en el camino a casa, sonó el móvil. Echó un vistazo a la pantalla: Antón. No le gustaba hablar por teléfono mientras conducía, pero esta vez decidió contestar.

    —Hola.

    —¿Dónde estás? —Vika oyó en la va voz de Antón una mezcla de preocupación y disgusto.

    —Volviendo a casa. He tardado más de lo normal en la peluquería.

    —¿En la peluquería?

    —Sí. Te he llamado desde allí hace una hora.

    —¿Y qué has hecho después?

    —Nada, pasar por una tetería para pillar unos dulces. —Vika quería acabar lo antes posible esta conversación, que, además de que no era muy agradable, la distraía de la carretera—. Os traigo baklava, por cierto. Ya estoy llegando.

    —¿Estás sola?

    “¿Qué preguntas son esas?”, pensó Vika. Tenía el presentimiento de que el día, que empezó mal, iba a terminar aun peor.

    —Claro que sí. ¿A qué te refieres, Antón?

    —Pues que nuestro hijo me acaba de decir que has ido a visitar a “tu amigo” y que ahora lo vas a traer a casa.

    Notó la tensión en la voz de Antón. Ella también estaba tensa.

    —¿Otra vez con eso? Ya te dije: se lo está inventando. Sabes cómo es, se le ocurren historias todo el tiempo.

    —¿Y entonces por qué dice que es “tu amigo”? ¿Y que lo traes a casa?

    La irritación de Vika creció de golpe.

    —Pues porque es un niño, porque tiene imaginación. —Se tiró del pendiente con la mano izquierda, casi haciéndose daño en la oreja—. ¿Desde cuándo le das tanto crédito?

    Silencio al otro lado de la línea. Luego, un suspiro.

    —No sé, Vika. Me parece raro.

    “¿Qué insinúas? ¿Que estoy con otro? ¿Que ando aquí ligando con hombres en lugar de cuidar a nuestro hijo cuando tú te pasas semanas enteras fuera?”, quiso decir Vika, pero se contuvo. Entendía que no era el mejor momento para armar escándalos y que, cuando llegara a casa, todo se solucionaría. No era más que un malentendido. Además, vio unos coches acercándose, así que tenía que estar atenta.

    —No te preocupes, ahora llego y hablamos, que ahora estoy conduciendo, ¿vale? Un beso.

    No quería escuchar la respuesta de su marido y decidió colgar. Apartó la mano derecha del volante para un instante. Solo un instante.

 

Vika abrió los ojos y tardó unos minutos para recordar los acontecimientos de los últimos cinco días. Estaba en el hospital. Había sufrido un accidente de coche mientras volvía de Antalya. Tenía el pelo recién cortado. Se había roto la nariz y ahora tenía ese vendaje tan feo. Su marido había vuelto del viaje y le había llamado. Había sido una llamada desagradable. También le dolía muchísimo la cabeza: resultado de una conmoción cerebral. Decían que iba a permanecer en el hospital por lo menos unos días más. ¡Sasha! ¿Cómo estaba allí sin ella? No lo había visto desde el día del accidente. Pero Antón lo iba a traer, ¿no?

    Miró el móvil y lo confirmó: sí, Antón y Sasha iban a llegar dentro de unas horas. Apagó la pantalla y llamó a la enfermera para pedirle algo para el dolor de cabeza.

 

Estaba medio dormida cuando escuchó unos pasos fuera de su habitación y se incorporó en la cama con esfuerzo. Todavía sentía la cabeza pesada y la nariz vendada le recordaba cada movimiento con un latido sordo.

    Antón entró primero, con un ramo de flores en una mano y Sasha en la otra. El niño corrió hacia ella en cuanto la vio.

    —¡Mamá! —Intentó subirse a la cama.

    Vika lo recibió con los brazos abiertos. Por un instante, permanecieron abrazados. Luego, Sasha se separó un poco y la miró con el ceño fruncido.

    —Tienes la cara rara, mamá.

    —Es porque me están arreglando. —Ella sonrió, acariciándole el pelo—. Voy a estar bien muy pronto. Y mientras tanto, estarás con papá. Lo estáis pasando bien, ¿verdad?

    Antón dejó las flores sobre la mesilla junto a la cama y se quedó de pie, dándoles a su mujer y a su hijo el tiempo suficiente para conversar.

    —Sí, muy bien. —Sasha se quedó quieto unos segundos. Sus ojos brillaron de travesura—. Fuimos al café en la playa y comimos helado de chocolate. ¡Mucho helado!

    —¡Qué bien! ¿Y qué más hicisteis?

    —¡Fuimos a la playa con la amiga de papá!

    Vika vio cómo la cara de Antón cambió de repente.

    —¿Con Natasha y Lika?

    —No, con otra mujer. Es muy guapa y muy buena. Como tú.

    Antón bajó la vista. Aun así, Vika notó una sombra de vergüenza que atravesaba su cara. Ella no pudo contener la risa, pero solo Sasha pudo oírla. Dentro de unos segundos, Antón se acercó y la tomó de la mano con un gesto suave.

    —Lo siento, querida. Nunca más te diré cosas así. Y menos cuando estés conduciendo.

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