El amigo de mamá
Sasha se puso
enfermo la noche del domingo, por lo que el lunes por la mañana, en lugar de la
escuela infantil, su madre Vika se vio obligada a llevarlo al médico. Eso
significaba coger el coche, pasar más de media hora de miedo en la carretera y
en las calles de Antalya y esperar a que la única pediatra rusohablante de la
ciudad los atendiera. Llevaban más de un año en Turquía, pero Vika todavía no
estaba acostumbrada a la forma de conducir de los turcos. En Moscú, donde se había
sacado el carné y durante un par de años condujo casi todos los días, se sentía
segura al volante. En cambio, en Antalya le daba miedo. Siempre intentaba
evitar usar el coche, pero en aquel caso era la única opción. Su marido se
había ido otra vez a Estambul por un asunto de negocios, dejándola sola con el
niño para más de una semana.
Cuando Olga
Anatólievna, pediatra originaria de San Petersburgo casada con un turco, dio su
veredicto, Vika se sintió frustrada. Había pensado ir a clases de yoga con su
amiga y trabajar tranquila en su nuevo proyecto de ilustración mientras el niño
estaría en infantil, pero estos planes no se iban a cumplir. Por lo visto,
Sasha tenía un virus y no debía estar en contacto con otros niños. Eso
significaba que los próximos días a Vika le tocaban varias tareas a la vez:
cuidarlo, vigilarlo y hacer que no se aburriera. Con un niño hiperactivo de
tres años y medio, ninguna de las tres por sí sola era fácil.
Para compensar a
Sasha el estrés relacionado con la visita al médico —¿quién le compensaría a
Vika el estrés de conducir en este país lleno de conductores bruscos y
agresivos?—, en el camino de vuelta, pasaron por una tienda de juguetes.
—Mamá, ¡¡quiero estos!! —Se acercó a Vika con dos
coches de juguete, uno con un mando a distancia y otro que, según ponía en la
caja, emitía diez tipos de sonidos diferentes—. ¡Mamáááá!
—Elige uno, hijo. —Con un
movimiento involuntario, Vika se tocó los pendientes de la oreja izquierda, lo
que revelaba que estaba nerviosa—. Solo podemos llevarnos uno.
El niño se quedó un rato
mirando las dos cajas, luego se fijó en el coche que emitía sonidos. “Por
favor, no”, pensó ella imaginándose que los próximos días iban a ser
acompañados por diez sonidos de alarma de coche diferentes.
Cuando Sasha ya estaba a
punto de devolver el coche teledirigido a la estantería, se les acercó un señor
imponente, con traje y olor a perfume caro. Les pidió disculpas en turco y,
cuando se apartaron, casi sin pensar cogió de la estantería una caja con el coche
teledirigido, igual que la que Sasha tenía en la mano. Unos segundos el niño permaneció inmóvil, luego,
con un gesto seguro, colocó la caja del coche de sonidos en su sitio y, sin
decir nada, se dirigió hacia la caja.
“Menos mal”, pensaba
Vika mientras pagaba el juguete. Estaba contenta de que no iba a tener que
escuchar los diez sonidos del otro coche. “El teledirigido también hará ruido,
pero por lo menos no tanto”, supuso.
Vika quería mucho
a su hijo, pero le costaba pasar demasiado tiempo a solas con él. Sasha estaba
en la edad más loca —aunque dicen que la adolescencia es peor— y no
podía quedarse quieto ni un minuto. Incluso cuando estaba enfermo.
Últimamente ella
se acordaba mucho de su vida en Moscú. Primero, el niño era más pequeño y menos
activo. No corría tanto y no requería tanta atención en todo momento. Segundo,
sus abuelos —los padres de Vika y la madre de Antón, su marido— vivían
cerca y siempre estaban encantados de pasar tiempo con su nieto si Vika
necesitaba un día libre. Y por fin, Antón no trabajaba tanto. Desde que se
mudaron a Turquía en otoño de 2022, sus gastos de vida aumentaron
significativamente, se hizo más complicado llevar el negocio y Antón casi no
dedicaba tiempo a la familia.
Así que Vika se
alegró mucho cuando escuchó a Antón abrir la puerta de su casa el jueves por la
tarde. Estaban abrazados en el recibidor cuando el coche teledirigido chocó
contra el pie de Antón. En el mismo momento, en la puerta de la habitación
apareció la cara traviesa de Sasha.
—¿Quién me está
intentando atropellar? —Antón levantó al niño en brazos. Sasha no paraba de reírse y parecía orgulloso de
su nuevo juguete—. ¿Y ese coche? ¿Quién
te lo compró? —El niño sonreía sin decir nada—. ¿Tu mamá?
—¡No!
Vika sonrió. “Seguro
que se habrá inventado otro cuento”, pensó.
—¿Y quién? —Antón siguió el juego de Sasha, fingiendo
mucho interés.
—Un señor.
—¿Qué señor?
—Un señor muy bueno y muy rico. Un amigo de mamá.
Por un momento a
Vika le pareció que había visto una sombra de preocupación en la cara de su
marido. Con un movimiento instintivo, levantó la mano para acercarla al
pendiente, pero no completó la acción. Dentro de unos segundos, los tres se
estaban riendo, contentos de estar juntos.
La familia pasó una
semana agradable y tranquila. Sasha se recuperó y volvió a la escuela infantil,
y por las tardes Antón jugaba con él al coche teledirigido, no solo en casa,
sino también en la calle, mientras paseaban por la costa del mar o por un
parque cercano. A Vika le parecía que el coche se había convertido en el
juguete favorito de los dos. Estaba agradecida a su marido por dejarle las
tardes libres y contenta de que pasara más tiempo con el niño.
Sin embargo, el viernes
Antón le anunció que tenía que irse de nuevo a un viaje de negocios.
—El lunes debería estar ya en Moscú. —La
miró un rato y volvió a mirar el ordenador, donde tenía abierta la página web
de una compañía aérea—. Creo que me voy el domingo por la mañana. De
todas formas, cuanto antes me vaya, antes vuelvo, ¿no?
—¿Y cuándo crees que vuelves? —Vika se tocó el
pendiente, intentó abrir el cierre, pero estaba atascado.
—Intentaré arreglar todo en una semana. —Antón
seguía sin mirar a su mujer—. Por ahora solo compro el billete de ida
y luego te digo. Tal vez haga falta que me quede más días.
Vika siguió
intentando abrir el pendiente, se hizo daño con la uña y retiró la mano.
En lugar de una
semana, Antón se quedó en Moscú más de diez días. Por las mañanas Vika llevaba
al hijo a infantil y tenía sus dos o tres horas libres para hacer algo de
deporte, ver a la única amiga rusa que tenía en la ciudad o intentar avanzar
con el proyecto.
Había estudiado
un grado en periodismo, pero en el último año de carrera entendió que no le
gustaba, a duras penas defendió el trabajo final y decidió dedicarse a lo que
siempre le había gustado: el arte. Ingresó en un máster en diseño gráfico y
empezó a sumergirse poco a poco en el mundo del diseño, haciendo encargos para
varias agencias de marketing y
clientes directos. Así fue como conoció a Antón: le hizo varios materiales para
campañas publicitarias de su negocio y al final acabaron saliendo juntos.
Antón se dedicaba
a la importación de mercancías de Turquía a Rusia, por ello, cuando entendieron
que era la hora de emigrar, la elección del país era obvia. Se instalaron en un
pueblo costero cerca de Antalya. A Vika le gustaba Turquía, pero había cosas a
las que no lograba acostumbrarse: a los conductores y a la soledad. Y si lo
primero era cuestión de práctica —aunque le daba miedo practicar—, lo
segundo no era tan fácil de arreglar. Vika echaba de menos a sus amigas, a sus
padres, a su ciudad. Pasaba la mayor parte del tiempo con su hijo, y, aunque se
llevaban muy bien, a veces sentía que Sasha también se sentía solo y echaba de
menos a otros miembros de la familia, sobre todos a sus abuelos y a su padre,
que siempre estaba ocupado.
Cuando Antón por
fin volvió a casa, Vika se alegró, y sobre todo por Sasha. Le preocupaba que
las constantes ausencias de su marido afectaran su relación padre-hijo, pero al
mismo tiempo tenía la esperanza de que el acercamiento que empezó con el coche
teledirigido impulsara su relación. “No importa que pasen el tiempo haciendo
tonterías, lo importante es que estén juntos”, pensaba ella.
Como Antón llegó
por la tarde, lo primero que hicieron fue comer juntos en casa. Vika había
preparado pasta con pollo y salsa de queso, el plato favorito de su marido, y había
comprado helado de postre.
—¿Qué habéis hecho? —Antón le sirvió a Sasha una gran ración de helado de chocolate—. ¿No os habéis aburrido?
—No. Hemos ido al café en
la playa.
—¡Qué bien! ¿Vosotros dos
o con alguien más?
—Nosotros tres, con el
amigo de mamá.
—¿Qué amigo de mamá?
—El que me regaló el
coche. Es muy bueno. Me compró un helado de chocolate muy muy grande.
Antón miro a Vika con una
mirada que ella no supo cómo interpretar. Empezó a levantar la mano hacia la
oreja, pero en seguida se dio cuenta y la retiró. Para aligerar el ambiente, soltó una risa forzada.
—Fuimos con Natasha y Lika. —Vika sonó insegura,
aunque dijo la verdad: habían ido con su amiga y su hija de 4 años—. Este fin de semana podemos invitarlas también y vamos
todos juntos.
Por la noche, cuando ya
habían acostado a Sasha, Vika y Antón se quedaron un rato tomando vino en el
salón. Él le habló de su viaje a Moscú, explicó por encima las dificultades en
el negocio que le hicieron quedarse más de lo previsto y compartió sus
preocupaciones por su madre, que no estaba muy bien de salud.
—Y tú, ¿qué tal por aquí?
—Empezó a mover la copa sin levantarla de la mesa, dibujando círculos—. ¿Lo has
pasado bien aquí?
Vika vio algo de
preocupación en el comportamiento de su marido y se puso tensa. No sabía cómo
interpretar su pregunta.
—Bueno, bien, nada
especial. Con Sasha todo el rato. —Acercó la mano a la oreja para tocarse el
pendiente, pero se dio cuenta de que no los llevaba—. Casa-infantil-casa. Lo de
siempre.
—Y ese amigo tuyo que ha mencionado Sasha… Se
lo está inventando, ¿no? —Antón no miraba a su mujer. Parecía que el movimiento
de la copa en la mesa lo interesaba más que el tema de la conversación.
—Sí, claro. Se lo está
inventando.
A Vika le hubiera gustado
decirle a su marido que esas fantasías de su hijo tenían una causa, las constantes
ausencias de su padre, pero se contuvo. A Antón no le convencería una explicación
de este tipo: no se fiaba mucho de la psicología. A Vika esto le agobiaba
bastante, porque ella sí creía en las teorías psicológicas, pero por
experiencia sabía que era mejor no sacar el tema.
—Pues hoy, cuando fuimos
a pasear, me volvió a hablar de este “señor”. Pero es una tontería, ¿no?
Vika no entendió por qué
Antón seguía con el tema si ya parecía que lo habían aclarado.
—Claro. Son fantasías
suyas. Tiene muy buena fantasía.
Pasaron dos semanas y
Antón se fue otra vez de viaje por unos asuntos del negocio. Se quedó fuera de
casa casi dos semanas, y Vika empezó a sentirse incómoda. Se dio cuenta de que
no le gustaba nada vivir así, cuando su marido pasaba más tiempo fuera que en
casa, y ella y su hijo se quedaban solos en una ciudad donde, sin saber el
idioma y siendo extranjeros, tenían pocas posibilidades para socializar y
llevar una vida que les gustaría. Al principio, cuando se habían ido de Moscú,
pensaban que solo estarían así un tiempo, que tal vez volverían pronto o Antón encontraría
otro trabajo, pero ya había pasado un año y Vika no veía la posibilidad de que
la situación cambiara. Además, sentía que esta forma de vivir afectaba
negativamente su relación de pareja, además de la relación entre Antón y Sasha.
El día que Antón iba a
volver todo empezó a ir mal desde el principio. Primero, Sasha armó un
escándalo porque no quería ir a infantil. Vika logró calmarlo, pero el proceso
requirió bastante tiempo. Tuvieron que apresurarse y aun así llegaron tarde.
Luego, ella tenía una cita en una peluquería en Antalya y tuvo que ir en coche
con prisa, lo que siempre le ponía nerviosa. En la peluquería tuvo que esperar
y, cuando ya la estaban atendiendo, entendió que no llegaba a tiempo para
recoger a Sasha. Oía vibrar su teléfono, pero por la capa de peluquería no podía
mirar los mensajes. Al final, le pidió perdón a la peluquera y sacó el móvil.
Tenía una llamada perdida
de su marido y unos cuantos mensajes. Él acababa de llegar a casa y le preguntaba
dónde estaba: a Vika, con todas las prisas de la mañana, se le olvidó decirle a
Antón que iba a la peluquería. De nuevo pidió disculpas a la peluquera, llamó a
su marido y en pocas palabras le pidió que recogiera a Sasha.
Después de la peluquería,
Vika sintió que necesitaba algo para compensar el estrés de la mañana. Como
Antón ya iba a recoger a Sasha, consideró que no era necesario darse más prisa.
No tenía muchas ganas de volver a casa. Quizás estaba demasiado cansada después
de dos semanas a solas con el niño. Así que entró en una tetería y se tomó un
té con dulces turcos que tanto le gustaban.
Cuando ya estaba en el
camino a casa, sonó el móvil. Echó un vistazo a la pantalla: Antón. No le
gustaba hablar por teléfono mientras conducía, pero esta vez decidió contestar.
—Hola.
—¿Dónde estás? —Vika oyó
en la va voz de Antón una mezcla de preocupación y disgusto.
—Volviendo a casa. He
tardado más de lo normal en la peluquería.
—¿En la peluquería?
—Sí. Te he llamado desde
allí hace una hora.
—¿Y qué has hecho
después?
—Nada, pasar por una tetería
para pillar unos dulces. —Vika quería acabar lo antes posible esta
conversación, que, además de que no era muy agradable, la distraía de la
carretera—. Os traigo baklava, por cierto. Ya estoy llegando.
—¿Estás sola?
“¿Qué preguntas son esas?”,
pensó Vika. Tenía el presentimiento de que el día, que empezó mal, iba a
terminar aun peor.
—Claro que sí. ¿A qué te
refieres, Antón?
—Pues que nuestro hijo me
acaba de decir que has ido a visitar a “tu amigo” y que ahora lo vas a traer a
casa.
Notó la tensión en la voz
de Antón. Ella también estaba tensa.
—¿Otra vez con eso? Ya te
dije: se lo está inventando. Sabes cómo es, se le ocurren historias todo el
tiempo.
—¿Y entonces por qué dice
que es “tu amigo”? ¿Y que lo traes a casa?
La irritación de Vika
creció de golpe.
—Pues porque es un niño,
porque tiene imaginación. —Se tiró del pendiente con la mano izquierda, casi haciéndose
daño en la oreja—. ¿Desde cuándo le das tanto crédito?
Silencio al otro lado de
la línea. Luego, un suspiro.
—No sé, Vika. Me parece
raro.
“¿Qué insinúas? ¿Que
estoy con otro? ¿Que ando aquí ligando con hombres en lugar de cuidar a nuestro
hijo cuando tú te pasas semanas enteras fuera?”, quiso decir Vika, pero se
contuvo. Entendía que no era el mejor momento para armar escándalos y que,
cuando llegara a casa, todo se solucionaría. No era más que un malentendido. Además,
vio unos coches acercándose, así que tenía que estar atenta.
—No te preocupes, ahora
llego y hablamos, que ahora estoy conduciendo, ¿vale? Un beso.
No quería escuchar la respuesta
de su marido y decidió colgar. Apartó la mano derecha del volante para un
instante. Solo un instante.
Vika abrió los ojos y
tardó unos minutos para recordar los acontecimientos de los últimos cinco días.
Estaba en el hospital. Había sufrido un accidente de coche mientras volvía de
Antalya. Tenía el pelo recién cortado. Se había roto la nariz y ahora tenía ese
vendaje tan feo. Su marido había vuelto del viaje y le había llamado. Había
sido una llamada desagradable. También le dolía muchísimo la cabeza: resultado
de una conmoción cerebral. Decían que iba a permanecer en el hospital por lo
menos unos días más. ¡Sasha! ¿Cómo estaba allí sin ella? No lo había visto
desde el día del accidente. Pero Antón lo iba a traer, ¿no?
Miró el móvil y lo
confirmó: sí, Antón y Sasha iban a llegar dentro de unas horas. Apagó la
pantalla y llamó a la enfermera para pedirle algo para el dolor de cabeza.
Estaba medio dormida
cuando escuchó unos pasos fuera de su habitación y se incorporó en la cama con
esfuerzo. Todavía sentía la cabeza pesada y la nariz vendada le recordaba cada
movimiento con un latido sordo.
Antón entró primero, con
un ramo de flores en una mano y Sasha en la otra. El niño corrió hacia ella en
cuanto la vio.
—¡Mamá! —Intentó subirse
a la cama.
Vika lo recibió con los
brazos abiertos. Por un instante, permanecieron abrazados. Luego, Sasha se
separó un poco y la miró con el ceño fruncido.
—Tienes la cara rara,
mamá.
—Es porque me están
arreglando. —Ella sonrió, acariciándole el pelo—. Voy a estar bien muy pronto.
Y mientras tanto, estarás con papá. Lo estáis pasando bien, ¿verdad?
Antón dejó las flores
sobre la mesilla junto a la cama y se quedó de pie, dándoles a su mujer y a su
hijo el tiempo suficiente para conversar.
—Sí, muy bien. —Sasha se quedó
quieto unos segundos. Sus ojos brillaron de travesura—. Fuimos al café en la
playa y comimos helado de chocolate. ¡Mucho helado!
—¡Qué bien! ¿Y qué más
hicisteis?
—¡Fuimos a la playa con
la amiga de papá!
Vika vio cómo la cara de Antón
cambió de repente.
—¿Con Natasha y
Lika?
—No, con otra mujer. Es muy
guapa y muy buena. Como tú.
Antón bajó la vista. Aun
así, Vika notó una sombra de vergüenza que atravesaba su cara. Ella no pudo
contener la risa, pero solo Sasha pudo oírla. Dentro de unos segundos, Antón se
acercó y la tomó de la mano con un gesto suave.
—Lo siento, querida.
Nunca más te diré cosas así. Y menos cuando estés conduciendo.
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