Olor a meada
Son las tres de la mañana, todos duermen: sus tres hijos, su esposo y la empleada. Muy pocas veces regresa a esa hora, generalmente cuando se le hace tan tarde prefiere no volver, alquilar alguna habitación en la villa y al otro día, después del trabajo, regresar a un horario prudente para una mujer casada. Qué puede pensar la gente del barrio, o peor aún, la familia de su marido que los muy desgraciados están repartidos por la cuadra y son más perfectos que la familia Ingalls.
Corren los años setenta y Silvia tiene cuarenta y dos años. Hace ya, aproximadamente cinco, que es ludópata. Nadie todavía se ha dado cuenta. A los treinta y cinco años abrió con una amiga una residencia para adultos mayores pero hasta entonces nunca había trabajado. Se recibió de la escuela, se casó y se dedicó a la familia. Ahora, hace más de seis años que tiene su propia empresa y le está yendo muy bien. Tiene cuarenta ancianos y un equipo profesional de más de veintisiete personas que lo maneja como si fuese un ejército militar. Todos los días va a la residencia, almuerza con los viejos y controla que todo esté reluciente: los residentes, las habitaciones, los baños, los cubiertos, el jardín y hasta los marcos de las ventanas.
De los cuatro hermanos, Silvia es la única mujer. Se crió en el campo y tiene una fuerte debilidad y admiración por su padre. Creció entre hombres en la hostilidad de la pampa húmeda. Es impulsiva, abriboca e inculta. No es cariñosa, mejor dicho, no es físicamente expresiva. Tiene cuatro hijos y les demuestra su cariño de una manera muy poco convencional, casi imperceptible. Siempre huele bien y está bien vestida, excepto esta noche, esta noche no parece ella. No tiene opción. Perdió todo lo que tenía y debe volver entre las sombras escondiéndose del guardia que cuida el barrio y que por las mañanas, sabe, se dedica cotillear de sus vidas.
Cuando llega, la calle de su casa está vacía. A esa hora, todas las familias están durmiendo. Mañana es día de semana, y hay que trabajar y llevar a los niños a la escuela. Con fuerzas Silvia aprieta el control remoto del portón y estaciona el auto en la cochera. Se quita el cinturón, agarra sus cosas y baja. Tratando de no hacer ruido abre la puerta de entrada, que generalmente dejan abierta, cuelga sus cosas en el perchero y va directo a la cocina. Allí abre la heladera y se sirve lo último que queda de una botella de Coca Cola. Entre la oscuridad y con el vaso de gaseosa, se dirige a la sala de estar. Esquiva los muebles que sabe perfectamente dónde está cada uno, y prende la lámpara de pie que está al lado del sillón azul. La luz es amarilla y tenue. Enciende un cigarrillo y se sienta dejando caer su pequeño cuerpo con un suspiro. Fuma y mira la televisión apagada entre el humo de su último Virgina Slim. No piensa, nunca se caracterizó por ser una persona racional, quizás por eso cayó en la ruleta y quizás por eso también, en la vida le fue demasiado bien y demasiado mal. No puede imaginar las consecuencias de sus actos. Fuma hasta que se le queman los dedos y comienza a sentir en su cuerpo delgado y tenaz, el efecto del rivotril.
—Señora buen día! ¿Quiere que le haga unas tostadas para el desayuno?.
—Hola Marta, no, hoy voy a tomar sólo café con leche, no tengo hambre y estoy apurada.
—Señora tiene que comer algo, le va a hacer mal.
—Bueno, haceme una tostada con manteca. Me voy a bañar antes.
Marta no le hace caso y corta en rodajas toda la tira del pan francés que compró Silvia para el almuerzo de ayer y las pone en la tostadora una al lado de la otra. Las que sobran, sabe, se las comerá ella cuando se quede sola.
—Aquí tiene señora, le hice dos tostadas porque eran muy pequeñas y el cafecito está tibio como le gusta a usted—. Apoya la bandeja sobre la mesa ratona de la sala, la misma que Silvia había esquivado en la oscuridad la noche anterior. Silvia no le da importancia.
—Hoy toca limpieza profunda del living, mañana tenemos visitas y tiene un polvo asqueroso. No voy a poder ayudarte —. Ayudarte en palabras de Silvia, significa, dar órdenes.
—Tengo reunión en el trabajo, pero bueno, vos ya sabés qué hacer.
—Sí, Silvia, no se preocupe, yo hoy dejo todo listo para mañana—, responde Marta con cierto alivio en su tono de voz.
Silvia le agradece por arriba mientras busca el encendedor que dejó, hace unas horas en la repisa de las fotos familiares.
El momento más sano de la vida de Silvia es cuando está arriba del auto yendo al trabajo. En ese trayecto de casi una hora y media, fuma menos, ve las montañas y respira el aire puro del campo alejado del hedor de la ciudad. Trabaja en un pueblo muy turístico a una hora de la capital. La residencia queda entre montañas y ríos. En verano el pueblo se llena de gente y abundan los espectáculos, discotecas y casinos. El trayecto es tranquilo. El auto y la ruta la obligan a mantenerse en una posición y en una dirección. No hay sorpresas para Silvia, salvo algún accidente o animal inusual que pueda aparecer en el camino, pero a ella eso no la conmueve. Esta mañana llueve, así que va con cuidado por la ruta. El aire está pesado y al llegar a la residencia, Silvia no la encuentra en el mejor estado. Las persianas están cerradas y no entra casi luz. Con un gesto despectivo, frunce la nariz y dice:
—Acá huele a pis —. Desde que comenzó a ver la vejez de tan cerca, se niega a asociarla a eso: olor a meada.
—¿A ustedes les gustaría llegar a viejas y oler a meada? A nadie le gustaría eso, y además, para eso nos pagan–. Así sin necesidad de levantar la voz y sólo con ese tono hiriente, amenaza a algunas enfermeras y empleadas.
—Quiero que antes de las doce estén todos las habitaciones limpias y los residentes bañados, sino… —. Sino es capaz de echarlas, ya lo ha hecho antes con una asistente que le dijo que había bañado a un abuelo pero finalmente era mentira. Para estas cosas, a Silvia, no tiembla el pulso.Antes de las doce las habitaciones están ventiladas y los residentes bañados. A la una en punto, ni un minuto más ni un minuto menos, se sirve el almuerzo. Primero sopa, luego un pastel de papa y carne y al final, gelatina para los diabéticos y flan con crema para el resto. Silvia se pasea por las mesas como si fuese una celebridad. La mayoría tiene alzheimer o le faltan los dientes entonces no pueden hablar claramente, pero con ella, no se sabe cómo, charlan. Silvia los escucha y les sigue la corriente.
—Elista tenés que comer más para estar fuerte. Mañana viene Carol, la profe de música que tanto queres.
—No no no, no me gusta la comida. No tengo hambre. No, mi mama y mi hermana me están por venir a buscar, la tengo que ayudar a ordenar la casa.
—Por eso Elsita, tenés que comer todo para estar fuerte y ayudar a tu mamá y a tu hermana. ¿Cómo se llama tu hermana?.
—Pero no me gusta la gelatina ¿Me convidas uno? —. La residenta señala la etiqueta de cigarrillos que Silvia lleva en la mano.
—Claro, tomá pero anda a la galería —. Silvia se lo prende y se lo da.
A la seis Silvia termina con todas sus tareas administrativas y pasa de habitación en habitación saludando. Para esa hora el cielo está despejado y ella más aliviada. Se sube al auto y se va al bar de siempre a comer algo y tomarse su Coca Cola.
Mientras espera que el camarero le tome el pedido, mira por la ventana del bar el paisaje y piensa. No en sus hijos, no es ese tipo de madres. Piensa en jugar. En realidad, siente vergüenza de no poder controlar ese impulso. La bronca de no poder irse y abandonarlo todo. De no haber nacido hombre como sus hermanos. A ellos, cuando se equivocan, les enseñan a huir, pero ella debe quedarse.Tiene cuatro hijos, la más pequeña de siete años; un marido que ama pero no entiende; y cuarenta ancianos de los que hacerse cargo. Sin ella, no solo el geriatrico olería a meado, el mundo entero lo haría. Aunque lo anhela, aunque desea profundamente irse, huir para Silvia, no es una opción.
—¿Milanesa con papas y una Coca Cola para usted? —la interrumpe el camarero.
—Ay, me asustaste, querido. Sí, eso, y te voy a pedir hielo para la Coca Cola. ¿Cómo anda tu mujer? ¿Está mejor?.
—Sí, por suerte ya le dieron el alta y está en casa. Muchas gracias Silvia, no sé qué hubiese hecho sin tu ayuda.
—Bueno, me alegro mucho. Mándale un abrazo de mi parte, y vos no la hagas renegar, que todavía se tiene que recuperar bien.
El camarero agradece nuevamente y se retira a comandar el pedido pero antes de que llegue la comanda a la cocina, Silvia se va.
El casino de la Villa es uno de los más viejos de la provincia y queda sobre la ruta. La entrada está delimitada por un tapiz rojo que va desde la recepción hasta la vereda. Por dentro tiene todo el suelo recubierto de una alfombra roja con guardas azules y naranjas. La mayoría de las mujeres van acompañadas por hombres y llevan vestidos y tacones. Ese casino es el único que conoce Silvia. Ahí comenzó y terminará, no sabemos como ni cuando, su adicción por el juego. Esta tarde igual que la anterior, y probablemente, las que vendrán, Silvia se encuentra ahí, sentada, por cábala, al frente del crupier. A esa hora de la tarde, cuando el sol comienza a esconderse por las montañas, no mucha gente va al casino, pero en un par de jugadas, cuando la oscuridad del casino coincida con la del cielo, la mesas comenzarán a llenarse.
Silvia se pide un vaso de Coca Cola, se prende un cigarrillo y empieza de a poco. Cómo siempre, precavida, apuesta a jugadas de menor riesgo. Dos fichas al color rojo y gana. Cuatro fichas al color negro y gana nuevamente. Su cuerpo comienza a liberar dopamina. Continúa jugando. Apuesta tres fichas por los números pares y gana de nuevo, repite la misma jugada, y vuelve a ganar. La suerte hoy está de su lado. Cada vez llega más gente y Silvia oye los murmullos de fondo. Está estimulada, pero por ahora ha sido muy prudente, no como ayer. Conoce cómo funciona esto y no hay que confiarse mucho del azar.
En la cuarta ronda abre otra etiqueta de cigarrillos y se pide otra Coca Cola. Ahora sí Silvia empieza a hacer apuestas más grandes. El corazón le late más rápido y le transpiran las manos. En menos de diez minutos fuma dos cigarrillos. El pozo crece. Todavía no ha perdido ni una sola vez y está esperando el momento justo para jugar todo a ese número que tiene en la cabeza desde que se despertó y le dijo buenos días a su marido. Desde que levantó a sus hijos para ir a la escuela y almorzó con los residentes y también, desde que le preguntó al camarero cómo estaba su mujer. En realidad, siempre he estado pensando en eso. El número.
Al llegar a la ronda final no teme y apuesta todo lo que tiene. Varías veces ha ganado, pero eso no tiene ninguna importancia porque luego va y lo pierde en esas maquinitas tragamonedas. Esta vez, Silvia le juega al número siete ¿Por qué ese número? No sabe, pero ese es el número del nacimiento de su padre que falleció hace un año atrás de parkinson, sólo en su casa. Silvia lo encontró, dos días después, meado y cagado encima. Ayer, otra vez, soñó con él. El crupier hace girar la rueda y la bola comienza a moverse por los distintos números. Su cara brilla extasiada, la adrenalina le corre por la sangre, el cigarrillo se consume entre sus dedos que agarran el vaso de gaseosa aguada. La ruleta frena lentamente y la bola tambalea, primero entre el diez y el veinte, luego entre el ocho y el nueve, hasta que finalmente, por suerte o por desgracia, no lo sabemos, cae en el siete.
—¡Vamos, carajo! —grita Silvia llevándose todas las fichas mientras el resto de los participantes se lamentan. Triunfante, extasiada e irreconocible, se levanta de la mesa y sin pensarlo, ella nunca piensa, se dirige a las maquinitas.
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