miércoles, 5 de marzo de 2025

-Relato 2B de Erea Alonso

 La Ondina

Son las horas previas a la noche mágica y todo el pueblo se engalana para la celebración, hay una gran agitación en la Plaza del Ayuntamiento. Los hombres arrastran con fatiga maderas y ramas que servirán para encender y avivar la hoguera, las mujeres visten la plazuela de flores. Isabel acude maravillada a este ritual, su noche favorita del año. Vuelve de ayudar a su madre en el mercado del puerto y, aunque no tendría que pasar por la plaza del pueblo en su vuelta a casa, decide tomar el camino más largo para embriagarse con los dulces aromas de las flores y la madera. La fragancia la traslada a noches de San Juan ya pasadas y no puede evitar sonreír. El pueblo entero se llena de gozo y parece que el viento arrastra carcajadas procedentes de todos sus rincones. Se escucha el eco de las canciones que todos bailarán en unas horas bajo el resplandor de la hoguera. 

Confía en que su madre levante por una noche la reclusión a la que se encuentran sometidas desde hace cuatro meses. De casa al mercado, para ayudarle con su puesto de verduras, y del mercado a casa. Nada más. Pero esta noche es distinta, es la noche más corta del año, el inicio del tan esperado verano, y, cómo olvidarlo, la festividad favorita de los tres. Absorta en sus pensamientos, no se da cuenta de que hace rato que tres chicos del pueblo la siguen con la mirada.

—¡Ondina! ¡Ondina! A ver si te dejas ver esta noche en la verbena.

—Eso, eso. Hace mucho que no nos regalas tu presencia.

Les devuelve a los chicos una sonrisa y una mirada cómplice por respuesta. Continúa su camino a paso lento, para disfrutar de ese ratito de libertad que precede al encierro. Al llegar al jardín de su casa María la está esperando con un ramo de flores silvestres. Isabel la mira sorprendida, no la esperaba esa mañana.

—Señorita Isabel, ¿tendrá usted a bien acompañarme esta noche a la hoguera de San Juan. —A la vez hinca una rodilla en el suelo y le ofrece las flores—. Sería todo un honor para mí acudir a la verbena acompañada nada más y nada menos que por la Ondina, la muchacha más guapa del pueblo.

—Señorita María. —Coge las flores y su mano con una gran reverencia—. Me encantaría asistir con usted a la hoguera, acepto su propuesta. Estoy segura de que pasaremos una velada encantadora.

A las dos se les escapan varias carcajadas que acaban por convertirse en una risa infantil y llena de vitalidad.

—Ahora en serio, Isa. ¿Vendrás a la verbena?

—No puedo prometer nada, pero lo intentaré con todas mis fuerzas.

—Venga, anda. No puedes faltar también esta noche. Es la más especial del año. No podré disfrutarla si no estás a mi lado. Desde siempre pasamos juntas San Juan, no podemos romper con la tradición, nos traerá mala suerte.

—Ya, ya. No hay nadie que tenga más ganas de ir que yo, pero los últimos meses la situación…

—Lo sé, lo sé. Pero por una noche… Tu madre no tendría por qué enterarse…Esperas a que se duerma y luego…

—Mi madre se queda despierta rezando hasta altas horas de la madrugada.

Isabel observa pasar a la señora Remedios, que las mira con desaprobación. En cuanto se gira, le hace una mueca divertida.

—Venga, venga, por favor, no puedes faltar esta noche. —María vuelve a arrodillarse—. Por favor, sabes que no te lo pediría si no fuese realmente importante.

—¿Y por qué es tan importante?

—Bueno… Ya sabes… Es la noche más corta del año… Una gran celebración… —Trata de disimular.

—Sí, como todos los años, pero según tú esta vez es realmente importante. ¿Qué me estás ocultando? —insiste—. Vamos, María.

Isabel se acerca a ella y comienza a hacerle cosquillas. María se resiste y trata de escapar. Empiezan un forcejeo entre risas. Finalmente, Isabel consigue someterla en el suelo, con una mano la inmoviliza y con la otra le hace cosquillas por todas partes. María estalla en carcajadas muy sonoras. Isabel observa a la señora Remedios asomarse por la ventana de su casa.

—Sois unas desvergonzadas —farfulla.

Isabel y María estallan en carcajadas todavía más intensas. Isabel suelta a María y la mira gravemente.

—Va, en serio, ¿qué pasa? ¿Hay algo que no me has contado?

Ambas amigas se sientan sobre la hierba.

—Salvador y yo nos vamos a fugar a La Coruña mañana en la mañana, muy temprano.

Isabel trata de contestar pero no consigue articular palabra, no sabe qué decir. ¿A La Coruña? ¿Qué se les ha perdido a dos muchachos de diecisiete años en La Coruña? ¿Y qué pasa con ella? ¿Se quedará todavía más sola? ¿Qué va a hacer ella sola en Cee? María interrumpe bruscamente su flujo de pensamientos.

—Pero yo no me voy a olvidar nunca de ti, eh. Nos vamos porque… Porque bueno, es que aquí no hay nada qué hacer. Si eres chica, a criar hijos y si eres chico para la mar. Eso no es futuro…

—¿Y por qué os vais mañana tan a correr? ¿Por qué no podéis esperar?

María lleva una mano a su vientre a la vez que baja la cabeza.

—¿Hace cuánto que no tienes el periodo? —insiste—. María, ¿hace cuánto?

—Tres meses…

Suena la campana de la Iglesia que marca las doce. Isabel se da cuenta de que su madre está a punto de salir del mercado. Abraza muy fuerte a María y la despacha rápido, no sin antes garantizar que esa noche acudirá a la verbena de San Juan y bailarán juntas y celebrarán y se desharán en la hoguera de la desdicha que las acompaña desde hace unos meses. Como prueba de ello hacen su gesto especial de promesas.

Una vez que María se ha ido, le gustaría ponerse a llorar de manera desconsolada. La noticia de que su mejor amiga piensa escaparse de Cee, lo que probablemente significa que no volverá a verla, la destroza. Llevan juntas desde muy pequeñas y jamás se han separado más de dos días, y siempre que lo han hecho, ha sido por motivo de causa mayor como algún que otro catarro peleón. Esta sería la primera vez que pasan tanto tiempo la una sin la otra. Tanto tiempo… y tanto que será, si María se marcha a la Coruña, lo más seguro es que no vuelva a verla. Comienza a pensar en todos los carnavales juntas, las verbenas del pueblo, los baños en la playa con el agua congelada que entumece sus articulaciones, las puestas de sol con conversaciones sinceras y sentidas, también se acuerda de los días de lluvia, las tardes de cartas en casa, esperando ansiosas a que salga el sol, saltar en los charcos… Toda su vida juntas. El paso de la niñez a la adolescencia y el camino hacia la adultez y ahora… La nada más absoluta. Cada una por su lado. Nota cómo las lágrimas empiezan a recorrer su cara y respira profundamente, no es el momento. 


Entra en casa y comienza a preparar la comida con esmero, a la vez, limpia la estancia. Si quiere conseguir que su madre le deje acudir a la fiesta, tendrá que esforzarse. Cuece unas patatas y fríe unos jurelitos. Sale al jardín para coger un poco de perejil que pica y añade a las patatas, machacadas y aderezadas con un chorrito de aceite. Para cuando su madre llega, la mesa ya está preparada, la comida servida, incluso ha puesto un vaso con las flores silvestres que María le ha traído, a modo de centro de mesa.

Al llegar, su madre la mira extrañada pero complacida y comenta que se alegra de que por fin haya entendido que ya no es una niña y que ahora, dadas las circunstancias, debe asumir su rol de mujer adulta. Le sigue una perorata acerca de por qué es tan importante que cambie su actitud y se centre. Termina hablando de su mañana de trabajo en el mercado, después de que ella se fuese, de las vecinas y del cambio de tiempo ahora que se acerca el verano. 

Isabel asiente servicial y realiza su mejor actuación, hasta el momento, de hija ejemplar. No sabe muy bien cómo afrontar la petición. Hace cuatro meses de la desaparición de su padre en alta mar. Un día como otro cualquiera, los pescadores del “Aliento del Norte” salen a faenar, ajenos a una trágica realidad, ya no regresarán. Sus familias reciben la noticia y mantienen la esperanza por unos días. A medida que pasan las semanas no les queda otra que asumir que ya no volverán. No es necesario que aparezcan los cuerpos o el barco hecho pedazos para saber que el mar se los ha tragado. Desde ese momento, ella y su madre guardan luto riguroso. Sus ropas se han teñido de negro y solo salen de casa para lo esencial y necesario. Desde que su padre no está ya no se oyen risas, tan solo largas horas de silencio y vigilia. 

—Madre… Quería preguntarle una cosa. Como hoy es la víspera de San Juan…

—Ya sabía yo que tanto empeño no era en balde. Está bien. Sí. —A medida que su madre habla, Isabel se va llenando de esperanza, siente su corazón latir cada vez más rápido—. Puedes acudir con Irene a la misa de San Juan Bautista. Pero es una excepción, no te acostumbres, debemos guardar luto riguroso.

—Lo que yo quería pedirle es… Bueno, si podría ir a la hoguera…

—¿A la verbena? ¡Descarada! —Se levanta bruscamente y comienza a recoger la mesa enfadada—. Déjate de niñerías y guarda un poco de respeto por tu padre.

—Respeto a padre y la respeto usted. Pero desde que no está pasamos los días penando.

—Y así debe ser. No hay más que hablar, no quiero oír ni una palabra más al respecto. Y ahora ayúdame a recoger y fregar.

—Me siento indispuesta. Si me disculpa.

Isabel se levanta y se va a su habitación. Ahora sí que empiezan a brotar las lágrimas de manera incontrolable. Son lágrimas de pena pero, sobre todo, de rabia. No entiende el motivo por el cual todo tiene que ser tan injusto. ¿No es suficiente desgracia que su padre ya no esté?  Además se ve condenada a un encierro obligado. Si su madre quiere guardar un luto tan asfixiante que lo haga, pero ella no está dispuesta. Ella es joven, tiene toda la vida por delante y desde el incidente siente cómo día a día su luz se apaga y no piensa transigir con ello. Esta noche el pueblo se llenará de vida y de risas, y ella con él. Acudirá a la verbena de San Juan, con o sin permiso.


Se pasa la tarde trazando en plan de huida, no debe haber cabos sueltos que puedan delatarla. Está nerviosa pero también entusiasmada, hace meses que su vida consiste en llorar la muerte de su padre y rezar por su alma, le vendrá bien hacer algo divertido. Prepara sus mejores galas, el traje de los domingos. Por fin podrá deshacerse de su ropa negra y mortecina, al menos por unas horas. 

A media tarde, cuando llega la hora de comenzar a ejecutar el plan, le entran las dudas, igual su madre tiene razón y es una falta de respeto hacia su padre acudir a la verbena. Pero María… ¿Qué pasa con María? Es probable que esta sea su última oportunidad para verla. Va al baño a hurtadillas y coge el polvo de talco, se pone un poco en la cara y se lo extiende para darle un toque lánguido, enfermizo. Se lava las manos para borrar las posibles pruebas de su engaño. Acude al salón y observa a su madre remendando medias, de espaldas a ella. Se toma unos segundos para respirar y meterse en el personaje antes de realizar el teatrillo. 

—Madre, ¿dónde están los paños? Tengo el periodo.

—¿Ya? No te toca hasta la semana que viene. —Se levanta y le pone una mano en la frente—. Tienes mala cara.

—Desde después de comer me encuentro indispuesta.

—Están en el segundo cajón de mi cómoda. Túmbate a descansar, después iré a ver cómo estás.

Isabel lucha por contener una sonrisa al ver que su plan funciona. Va a la habitación de su madre y coge los paños para disimular, vuelve a la suya y los esconde debajo del colchón. Cierra la puerta y no se lo puede creer, le gustaría ponerse a gritar y saltar de alegría. La primera parte es un éxito, a ver qué pasa con la segunda. Debe permanecer durante horas en cama simulando estar indispuesta. Le da miedo quedarse dormida del aburrimiento, así que trata de leer un rato, la excitación le impide concentrarse. 


El tiempo se le hace eterno, parece que no avanza,  cambia de posición una y otra vez, se levanta, se divierte probando en sí misma diferentes peinados inverosímiles hasta que por fin anochece. Escucha los pasos de su madre dirigiéndose a su cuarto y vuelve a la cama corriendo y sin hacer ruido. Se cubre hasta la cabeza con una manta, dejando tan solo descubierta la cara, y se hace la dormida. Su madre entra en la habitación.

—¿Cómo te encuentras?

Isabel se mantiene fiel en su interpretación. Su madre se sienta en la cama frente a ella y le pone una mano en la frente para comprobar que no le ha subido la fiebre.

—Sé que estos últimos meses están siendo muy difíciles. A mí también me fallan las fuerzas, no vayas a creer. Me acuerdo mucho de tu padre, lo echo de menos cada hora del día, sin excepción. Y por las noches… Las noches son lo peor, no consigo dormir. Si al menos aparecieran los cuerpos…Otra cosa sería. Habría algo a lo que llorarle. Se les podría dar sepultura y un último adiós. Tendríamos un sitio al que poder acudir con flores. Pero de este modo… Esta intranquilidad no cesa. Hasta que sepa que él obtiene el descanso eterno yo no voy a poder descansar —se recompone—. A pesar de todo, cuando siento que estoy a punto de flaquear me acuerdo de ti y recupero el aliento. Ahora solo somos las dos. No será fácil, pero saldremos adelante. —Le hace una caricia en las piernas y se levanta para irse—. Te dejo aquí un poco de pan con chocolate por si de noche te entra el hambre. Cuando tenemos el periodo lo que mejor entra es lo dulce. Te dejo también este ramo de flores tan bonito, para que te alegre la estancia. —Sale por la puerta y la cierra tras de sí.

Reprime con todas sus fuerzas sus ganas de lanzar un sollozo desgarrado. Es la primera vez desde que su padre no está en que su madre se muestra vulnerable y eso le parte el alma. No solo por el hecho de saber lo mucho que está sufriendo por la pérdida, sino por estar engañándola para escaparse de casa. Quizás su madre tenga razón y no sea más que una descarada. ¿Acaso no sería mejor quedarse en casa manteniendo una conversación tan necesaria como la que acaba de atreverse a iniciar? Al fin y al cabo, tiene razón. Ahora solo son ellas dos y tendrán que apañárselas solas y esforzarse mucho para salir adelante. ¿No tendría más sentido poner todo el esmero en llevarse bien en lugar de desobedecerla? Después de meses de comportarse de manera egoísta y pensar tan solo en sí misma, lo entiende. A su madre también le duele la pérdida de su padre, se ha quedado sin su marido, sin su pilar básico de apoyo. Llevan juntos desde los quince años y de un día para otro desaparece para no volver. Resulta desolador. Siente como se le hace un nudo en el estómago y se lo imagina tal cual, una maraña de cosas que se enredan en su plexo solar y que le oprimen. Comienza a tener un mal presentimiento. Se asoma por la ventana de su habitación y ve la luna llena, incandescente en mitad del cielo, anaranjada, incluso rojiza, como teñida por las llamas de un fuego agorero. Recula hacia atrás, coge un retrato de su padre y se arrodilla en la cama para rezar por su alma. Pensar en su padre le ayuda a serenarse. 

Pasado un rato se siente más sosegada, sin embargo, el nudo del estómago no desaparece. Se pone el traje de los domingos y se hace una larga trenza, dispuesta a llevar a cabo su andanza. Abre con sigilo la puerta de la habitación y justo antes de salir repara en el ramo de flores silvestres en su mesilla. Coge un par de flores y se las engancha con gracia en el cabello. 

Al pasar por delante del salón ve a su madre de espaldas, rezando, seguramente por su padre. Se detiene unos segundos y le parece ver a su padre detrás de ella, de pie, mirándola fijamente. Un escalofrío recorre su cuerpo. Vuelve a mirar y la imagen le devuelve a su madre, sola. Sale de casa con mucha discreción. Una vez que está fuera se cubre la cabeza con un pañuelo para que nadie la reconozca en su camino a la verbena.


Llega a la plaza del pueblo y observa la majestuosa hoguera. Las llamas parecen danzar al sonido de gaitas y panderetas. Sus movimientos la seducen, se queda hipnotizada sin darse cuenta de que está tan cerca que el fuego ha teñido su cara de rojo. Siente un calor abrasador y purificante por todo el cuerpo y, por un momento, desaparece el nudo de su estómago. Se acerca todavía más, el ardor se vuelve insoportable, pero parece no importarle, se siente en trance. El baile del fuego es cautivador. Unos niños que pasan corriendo por su lado para saltar la hoguera, la sacan de su ensoñación. En seguida se echa hacia atrás, sofocada por las llamas. Echa un vistazo rápido a la plaza y ve a María en un corro, charlando con Salvador y otras mozas. Está a punto de caminar hacia ella cuando siente cómo alguien la retiene por un brazo. Se gira y ve a Santiago en actitud de galán.

—Hombre, mira quién nos regala su presencia tras varios meses desaparecida.

—¿Cómo está, señor Santiago? Si me disculpa tengo prisa.

—No me creo que después de tantos meses no tengas un ratito para mí.  —Se acerca y susurra en su oído—. Ya te echaba de menos, Ondina. 

Isabel se zafa como buenamente puede. Santiago mira a ambos lados para asegurarse de que nadie ha mirado el desaire.

—Tengo que…

—Oye, siento mucho lo de tu padre. Es una desgracia. Un hombre joven como él. Estudiamos juntos en la escuela, no sé si lo sabes.

—Alguna vez dijo algo. Igual le iría mejor juntarse con mozas de su edad y no con las que podrían ser sus hijas.

Santiago se pone serio de repente.

—Eso es muy grosero por tu parte. Te lo voy a perdonar porque ahora ya no tienes un padre que te enseñe lo que se debe hacer y lo que no. Regálame un baile, Ondina. —La agarra con fuerza de la cintura y la trae hacia sí. Ella intenta zafarse—. Chsss, oye, oye, que todo el mundo nos está mirando. ¿No irás a hacerme un desplante?

Isabel mira hacia todos lados en busca de María para que le eche un cabo y actúe de salvavidas. La encuentra al fondo, distraída, intenta establecer contacto visual pero no la ve. Su baile con Santiago se ha convertido en una danza grotesca y descoordinada, cuanto más intenta librarse, más fuerte la agarra. Comienza a pisarla en su coreografía caricaturesca, pierden el equilibrio, chocan con otras parejas, todo el mundo los está mirando. Por fin, aprovecha una media vuelta para soltarse. Escucha cómo Santiago la increpa, pero no consigue discernir unas palabras de otras. Sin tan siquiera girarse hacia él, comienza a caminar liviana hacia donde se encuentra María. Está a punto de alcanzarla cuando el jaleo de la verbena se detiene y se transforma en un grito ahogado.

Antes de que pueda averiguar qué ha pasado escucha un gran estruendo y al instante, siente un gran ardor en su vientre. Mira hacia abajo y ve cómo su camisa de los domingos se tiñe de un rojo muy intenso, vivaz. Por unos segundos todo queda en silencio y se siente suspendida en el aire. Sin previo aviso, su vista se nubla y siente cómo pierde el control de su cuerpo hasta caer al suelo con brusquedad. María avanza corriendo hacia ella. Al llegar, descansa la cabeza de Isabel sobre sus rodillas y acaricia su cara dulcemente. Con este gesto, las flores silvestres enganchadas en su cabello se deslizan hasta el suelo.



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