Chica rutera
Lo que nos diferencia del primer mundo es que los trenes acá son el medio de transporte más lento del país. Ese día tenía un pasaje en tren de Córdoba a Rosario a las once de la mañana. Era verano y, como suele suceder, la ciudad estaba vacía y quienes quedaban únicamente eran los trabajadores. Aquella travesía no la hice sola, claro, al fin de cuentas soy mujer y cruzar todo un país en bicicleta es un gran riesgo. Fui acompañada del hermano de mi mejor amiga, Lucio, un muchacho muy fuerte, guapo e inteligente pero sin sentido del humor.
El viaje no lo planeé mucho. Tenía dieciocho años, estaba cursando el primer año de la facultad de una carrera que ni siquiera sabía si me gustaba, y en esos últimos meses había experimentado mi primer desamor. Estaba perdida y al contrario de lo que se debería hacer, cuando estoy perdida, hago cosas para perderme aún más, hasta llegar al punto de preguntarme: ¿Qué estás haciendo?
Para ser honesta, antes de ese viaje no sabía andar muy bien en bicicleta. Jamás tuve una. Mis padres no tenían dinero para comprarmela. Mi primera experiencia andando fue en la casa de mi mejor amiga de la escuela. Sofía era la más pequeña de cinco hermanos y eso la había hecho mucho más lista y más rápida que el resto de los niños de su edad, incluida yo. Cuando iba a visitarla, me decía —Agarrá la bici de mi hermano y vamos a la plaza a jugar —. En aquel entonces yo jamás iba sola a la plaza, mi barrio era peligroso, las calles eran de tierra y nadie pasaba nunca ninguna máquina aplanadora. Aunque hubiese tenido una bicicleta, hubiese sido imposible aprender a andar sobre esas calles. —Dale —me decía Sofía, —No pasa nada, no tengas miedo — y yo me subía pensando: "No puede ser tan difícil, si todos los niños lo hacen, yo también puedo hacerlo". Aprendí a andar, o algo así. Fue sin rueditas, no tuve los típicos pasos previos: primero las dos rueditas, luego una, luego un padre empujándote por la espalda hasta que por fin logras mantener el equilibrio. No, conmigo no fue así. Lo que he hecho en mi vida siempre fue sin saber hacerlo.
La bicicleta que usé para aquel viaje tampoco era mía, era de mi padre, que se la había comprado hacía un año atrás: una Giant de paseo rodado veintinueve, que yo jamás le había pedido prestada hasta el momento en que decidí hacer esa travesía.
—¿Irte hasta Brasil en bicicleta? Estás loca, eso es un peligro, además las rutas no están preparadas para hacer un viaje tan largo en bicicleta— me dijo mi madre, tratando de convencerme para que cambiara de idea, pero no tuvo éxito.
Yo ya tenía dieciocho años y mi propio dinero que había ahorrado trabajando. Al parecer podía hacer lo que quería. Además, mi padre, a duras penas, terminó aceptando y encantado con la idea. Él siempre había sido muy aventurero y se vio reflejado en mí.
El primer destino estaba claro: Brasil. Atravesar el Noroeste argentino, todo Uruguay y llegar al Chuy, el límite entre el Candombe y la Samba. Qué haríamos luego, no lo sabíamos, pero tampoco nos importaba. Tanto Lucio como yo nos necesitábamos para empezar algo que, a ojos de los amigos y la familia, era una verdadera locura.
Ese domingo, luego de un mes armando la bici, colocando las alforjas, cambiando el asiento, las ruedas, organizando el equipaje, la carpa y la ropa, nos encontramos en la estación de trenes de Córdoba. Uno de los pocos edificios que ha conservado la fachada antigua en la ciudad. Estaba su familia y la mía. Podía ver el miedo, sobre todo, en la cara de mi madre. Tenía sentido, yo era una mujer recién salida de la adolescencia y era una excelente presa para cualquier degenerado que anduviera por la ruta dando vueltas.
Como es normal, el tren salió media hora más tarde y demoró siete horas en llegar a Rosario. Desde allí comenzamos nuestro viaje en bicicleta. La idea era pedalear durante la mañana, y durante la tarde y la noche descansar. Sobre todo porque el verano en esa región del país es muy fuerte y, luego del mediodía, el sol pega sin piedad. El calor que emanaba el cemento de la ruta se sentía desde nuestros pies hasta nuestras cabezas. Pero, como se podrán imaginar, las cosas no siempre salen como las planeamos.
La primera parada fue Victoria, una ciudad de Entre Ríos, a setenta y cuatro kilómetros de Rosario. Allí paramos en lo de una muchacha que contactamos por una aplicación de viajeros y nos dejó quedarnos sin pagar. Debemos de haber llegado a la tarde porque recuerdo que nos recibió con mates y unas facturas. Era maestra jardinera, tenía una estatura pequeña, ojos celestes y una voz muy dulce. Se mostraba sorprendida de lo que estábamos haciendo y nos pedía que le contáramos cómo fue que se nos ocurrió, pero el origen de esa idea estaba mucho más adentro de lo que nosotros mismos podríamos llegar a conocer. Tiempo más tarde, pensando qué me había llevado a hacer ese viaje, me di cuenta de que no era una idea y mucho menos una afición por las bicicletas o la ruta. El motivo se parecía más bien a una extraña necesidad. Ese primer tramo lo pasé sin problemas, quizás por la euforia y la adrenalina, pero cuando eso se fue, llegó la parte más dura.
Al día siguiente, nos levantamos temprano, nos cambiamos, desayunamos y nos pusimos a estirar para subirnos de nuevo a la bici. Esa mañana descubrí músculos del cuerpo que no sabía que existían. Por días me siguieron doliendo, pero llegado un momento mi cuerpo se acostumbró. Ese día hicimos sólo cuarenta y dos kilómetros porque la ruta tenía subidas y bajadas muy pronunciadas y sucedió lo que yo tanto temía. Uno siempre piensa que, una vez atravesada la subida, viene lo mejor, y en cierto punto es así, pero esa alegría despreocupada e inconsciente puede llevarnos también a los peores golpes. Bajando por la ruta once a toda velocidad, mi cabeza volvió a mi infancia y me recordó que en realidad nunca había aprendido a andar en bicicleta y que, por lo tanto, en cualquier momento mi equilibrio podría perderse. Caí en el medio de la ruta, con mi lado derecho del cuerpo y con mi brazo izquierdo intentando amortiguar el golpe. Aún tengo una cicatriz en el codo. Un auto alcanzó a esquivarme justo en el momento en el que patiné sobre el asfalto. Si no hubiese sido así, ahora probablemente estaría muerta. Ahí empezó el verdadero viaje. En el suelo, con mi brazo y mi pierna sangrando y el eco del auto esquivándome. Ahora sí entendía el miedo de mi madre.
En el año mil novecientos noventa y siete, dos meses después de que mi madre me diera a luz, me enfermé del cerebro. Agarre una meningitis bacteriana que me dejaría dos meses más en una incubadora internada. Por supuesto no recuerdo nada y sólo conozco esa historia por lo que me cuenta ella. Como las venas en mis bracitos de recién nacida no se veían, tenían que inyectarme los medicamentos por la cabeza. Me clavabaron agujas en la cabeza y me metieron suero por la pierna derecha. Debió de haber sido una situación traumática para mi madre. Tenía veintisiete años, la edad que tengo ahora y dos hijas, una sana y otra enferma. Todavía tengo la marca por donde me inducían el suero en la pierna derecha. En los momentos más difíciles del viaje, cuando pensaba que mi cuerpo no aguantaría ni un kilómetro más, que se desplomaría ahí mismo en la ruta, o que abandonaría la bicicleta en la acera y haría dedo para irme lejos, cuando pedaleaba abajo del sol a las tres de la tarde y veía esa marca, solo podía pensar en ella. Si ella lo pudo, si aguanto mi enfermedad, si aguanto ese dolor me decía, yo también puedo hacerlo.
Afortunadamente, el accidente en la ruta no pasó a mayores. Mientras me recuperaba del shock de mi posible muerte, Lucio me desinfectó la herida y me la cubrió con una gaza. Esa noche dormimos en carpa en el patio de la comisaría de Rincón de Nogoyá, un pueblo sobre la ruta de Entre Ríos, de novecientos cuarenta y siete habitantes.
Los días siguientes fueron igual o más duros, pero al menos no volví a caerme. Pedaleábamos durante la mañana y la tarde, y al mediodía, como hacía mucho calor, parábamos en la sombra generosa de algún árbol para hacernos de comer con nuestro anafe portátil y descansar el cuerpo unos minutos. En esos momentos compartíamos charlas, canciones, libros y discusiones. Lucio se había llevado una pequeña guitarra criolla que nos acompañó durante el viaje, así que algunos días nos pasábamos practicando acordes y sonidos nuevos. Ninguno era músico, de hecho, éramos notablemente malos, pero en la inmensidad del paisaje éramos insignificantes, tanto, que no nos importaba.
Los días entonces, comenzaron a pasar más rápido. Nos hicimos amigos de un músico adicto en recuperación, que nos alojó dos noches en la casa de su madre. Antes de llegar a Uruguay conocimos a un muchacho estudiante de medicina, que andaba haciendo un viaje solo por la ruta y que nos acompañó hasta la frontera de Uruguay. A Lucio se le pinchó la goma de la bici más de una vez en el medio de la ruta y perdimos varias horas debajo del sol parchándola. En una oportunidad, una familia de Buenos Aires que iba en un motorhome de alta gama nos auxilió, nos dio de comer y nos acercó algunos kilómetros hasta la siguiente ciudad. No sé si habremos dado pena o inspiración, pero los autos se frenaban, nos alentaban y algunos hasta nos daban comida. La generosidad era total. Una sola persona podía cambiarnos el día.
La convivencia con Lucio fue extraña, no éramos tan amigos, ni tampoco había alguna atracción física. Él era el mayor de tres hermanos y era una persona con gran sentido de la responsabilidad y no podía liberarse del rol del maestro ciruela. Yo, en cambio, era la más pequeña de dos hermanas y detestaba que me dieran órdenes, aun cuando esas órdenes tenían un sentido. Hasta el día de hoy hay quienes me preguntan si alguna vez en el viaje había pasado algo más: sexo, un beso, algo. "No", respondo con seguridad. Dormíamos juntos en una carpa para dos, pero jamás habíamos sentido deseo sexual el uno por el otro. De hecho, nos hartábamos de discutir: si los fideos estaban listos o les faltaban; si había que ponerles más sal o menos sal; si debíamos ir por esta ruta o por aquella; si la novela La hora de la estrella de Clarice Lispector era buena o no. Por supuesto que era buena, pero creo que él nunca la entendió, quizás porque era hombre o no comprendía el sarcasmo o al igual que yo en aquel momento, creía que la felicidad era una consecuencia de la verdad.
Cuando ya nos quedaban sólo trescientos kilómetros para llegar a la frontera con Brasil, la naturaleza nos jugó una mala pasada. Aquel día habíamos hecho más de cien kilómetros por una ruta que daba al mar y teníamos pensado parar en la casa de un tío de Lucio que estaba vacacionando en La Paloma, el pueblo al que queríamos llegar ese día. Las cosas no salieron como pensábamos. Tuvimos todo el trayecto viento en contra y los últimos cuarenta kilómetros fueron por una calle de tierra que atravesaba una reserva natural. Diez kilómetros antes de llegar a destino, ya anocheciendo, nos chocamos con un río que desembocaba en el mar y que atravesaba el camino que estábamos siguiendo. El gran mapa de papel que teníamos falló. Estábamos atrapados por un estuario. Sólo podíamos llegar a La Paloma dando la vuelta y haciendo de nuevo los cuarenta kilómetros en calle de tierra para tomar otra ruta, o podíamos dormir ahí y esperar al día siguiente para que un señor llegará y nos cruzara en su bote. En la oscuridad, tendimos la carpa, alejada del mar y del río y mucho más alejados de la ciudad. Encendimos el anafe y nos hicimos una comida a la luz de las estrellas. El viento no cesó. Durante la noche, se movieron las paredes de la carpa y no pude dormir. A la madrugada, cuando la luz comenzó a filtrarse por los agujeros de la carpa decidí levantarme y salir afuera a respirar un poco de aire. Me sentía agobiada. No había podido pegar un ojo en toda la noche y, más que nunca, tenía la necesidad de una cama, de un baño, de una pared maciza, de ladrillo, de piedra, algo que me contenga. Salí, respiré aire, estiré el cuerpo y me quedé mirando el mar un rato. Pero media hora después noté que teníamos que irnos cuanto antes.
—Lucio, vení a ver esto —le dije.
—¿Qué pasa? —me respondió de mala gana desde la carpa.
—Me parece que nos tenemos que ir. Creo que está viniendo una tormenta jodida.
—No exageres, me respondió, "no creo que sea para tanto".
—Vení y fijate, le repetí, preocupada.
De mala gana salió, se paró, miró el cielo y en ese mismo momento, el viento empezó a soplar con más y más fuerza hasta quebrar la estructura de la carpa.
—-Desarmemos la carpa y vamos —le dije, pero ya era demasiado tarde porque el viento traía agua y las gotas, ya estaban cayendo sobre nuestras narices. La desesperación duró tanto como la tormenta. Habíamos agarrado la bicicleta y, sin pensarlo, habíamos dejado todas nuestras cosas para ir a buscar ayuda. Eran las seis de la mañana y estábamos en una reserva natural en la cual no había ninguna casa ni rastro de civilización cercano, pero ante la desesperación huímos, ¿Hacia dónde? Tampoco lo sabíamos. Pedaleamos treinta minutos, que para mí parecieron dos horas. Saliendo de la reserva natural, nos encontramos con el casero de un campo de una alta familia de Uruguay y nos ayudó. Primero nos subió las bicicletas a la caja de su camioneta y luego nos llevó a buscar el equipaje que habíamos dejado.
—¿Quieren venir a casa a bañarse y luego los llevo a La Paloma? —nos preguntó el buen hombre. Tanta habrá sido nuestra desesperación y necesidad de hogar, que al unísono respondimos —Sí, por favor —.
Su casa era una cabaña de madera. Vivía con su mujer y su hijo. Todos hablaban bajito, como si estuviesen escuchando lo que les susurraba la naturaleza. Antes de dejarnos pasar, le contó a ella nuestra situación y le preguntó si podíamos bañarnos allí. Nos dimos una ducha caliente y después, su mujer nos preparó el desayuno con el pan que había horneado la noche anterior y la miel de las colmenas que criaban. Nos preguntaron cómo dos argentinos habían llegado en bicicleta hasta ahí y les contamos a medias nuestra historia. Tomamos mate y charlamos hasta que el mar se tragó la tormenta. Preparamos nuestras cosas, las subimos a la camioneta y el hombre nos llevó hasta La Paloma.
No intercambiamos contactos y nunca más supe nada de ellos, ninguno recuerda su nombre y a veces pienso si ese hombre, si esa mujer y ese niño fueron reales. Si esa cabaña de madera, ese pasillo de hortensias rosas y violetas, si esa ducha caliente, esa miel espesa y arenosa y ese pan tibio eran reales. Yo creo que sí, que lo fueron y quizás, fueron la única verdad de aquel viaje.
En La Paloma nos quedamos una semana descansando en la cabaña del tío de Lucio y disfrutando del mar. Después de eso volvimos al viaje en bicicleta y tardamos dos días más en llegar a Brasil. Cuando llegamos al Chuy nuestros caminos se separaron. La experiencia para mí terminaba ahí pero para él recién estaba comenzando. Con mucha nostalgia me despedí de mi compañero, desarme la bici que me había prestado mi padre y la envíe de nuevo a Argentina. Me saque un pasaje en bus para Florianópolis y me fuí a recorrer la isla por un mes antes de regresar a mi vida de estudiante. Lucio llegó hasta el norte de Brasil en bicicleta y se quedó viviendo en Río de Janeiro por un año. Yo en cambio, volví a mi rutina, seguí estudiando, terminé la carrera que no sabía si me gustaba, me volví a enamorar y me volvieron a romper el corazón. Todo siguió igual, el viaje fue un paréntesis en mi vida, que todavía trato de descifrar. Mi padre una vez me dijo que para olvidar no alcanza con quedarse quieto y esperar a que el tiempo pase. Es necesario hacer alguna estupidez que nos lleve toda la vida.
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