Venía a saludar a la abuela
Apenas despierta, con el sol pegándole en la cara a través de la ventana, Carolina siente que ese día debería hacer algo importante. Se da cuenta, también, de que hace mucho tiempo que no dormía tan bien y por un momento se asusta pensando que quizás ha dormido más de la cuenta. Sin embargo, el reloj de su madre, que todas las noches se saca antes de acostarse y que deja, religiosamente, sobre el velador, le indica que no, que todavía es temprano. La mañana y el día entero lucen prometedores desde la ventana de su habitación.
Como no sabe si su hijo todavía duerme se levanta con cuidado, sin hacer ruido, y se mete al baño. Se lava la cara y los dientes y sale en dirección a la cocina para preparar el café. A mitad de pasillo, sin embargo, se detiene frente a la puerta de la habitación de Nicanor, que el último tiempo ha tomado la costumbre de cerrarla todas las noches. Apoya su oreja en la puerta y se dispone a escuchar: nada aún, ni un solo ruido. Se queda ahí unos minutos y divaga, su pensamiento se va a otra parte, aunque en dirección al otro lado de la puerta. Piensa en su hijo y se pregunta si le ha venido bien el cambio de casa.
—¿Fuiste a saludar a tu abuela? —Unos minutos más tarde, Nicanor se levanta y la encuentra en la mesita de la cocina.
—Sí, ya voy.
—¿Quieres algo? Preparé un poco de café y compré queso. —El último tiempo ha empezado a ofrecerle café en vez de leche, como diciéndole que ella comprende que ya se está convirtiendo en un hombre. Incluso se detiene y resalta la voz en la palabra: café.
Cuando le dice esto, Nicanor aún se está refregando los ojos intentando despertar y todavía se le ve el rastro de la almohada en la cabeza. Hace un gesto aprobatorio con el rostro y se sienta a su lado, mientras intenta prepararse un pan con queso. Sin querer ella lanza una mirada de reojo a su habitación y se queda unos segundos con la mirada fija en lo que se alcanza a ver de su cama deshecha. De pronto, siente un peso sobre ella. Al volver la mirada ve la cabeza de su hijo apoyada sobre su hombro, como la de un cachorro.
—Pensé que podríamos hacer algo hoy.
Nicanor levanta los ojos que, aunque un poco más abiertos, dejan ver que aún está tratando de despertar.
—No sé, podríamos pintar la casa, quizás. Aprovechar el domingo…
Un gesto parecido al de un berrinche aparece por la cara de Nicanor y los dos se ríen.
—¡No seas flojo! —le dice refregándole la cabeza.
Por esos días Carolina tiende a dormirse tarde. Recorre la casa de un lado para otro, inventando excusas, tareas por hacer, para que su hijo no piense que está loca. Ella misma siente que en ese vagar por los pasillos y las habitaciones parece un alma en pena buscando algo que le quedó faltando para poder acceder al descanso eterno. Lo mismo le pasa cuando pasea por el jardín y teme que algún vecino la mire con extrañeza. Una vecina nueva siempre es potencialmente una vecina loca, una vecina problemática, piensa. Además, sola y con un niño. Bueno, que ya no es tan niño. En fin, todo puede malentenderse. Cada noche, cuando está sola, se pregunta si la gente ya ha empezado a sacar conclusiones. Los primeros días debieron haber sido los días de las preguntas, se dice a sí misma, preguntas como ¿quién es?, ¿de dónde salió? o ¿dónde está el papá del muchacho? Y ahora, se imagina, ya debe ser tiempo de las conclusiones, de las hipótesis, que deben ir desde las más sutiles a las más alocadas: es solo una madre soltera o, bueno, quizás no, quizás salió hace poco del hospital, quizás es una de las locas, y ese niño debe ser un huérfano que le sirve de lazarillo. Todo podía ser posible, estaba aún en ese momento en que todo podía ser posible.
La verdad es que cada vez que recorre la casa, Carolina teme encontrarse con Nicanor, por eso inventa excusas. Piensa que si la ve de repente ensimismada en el umbral de una puerta o bajo el limonero es como si la viera desnuda. Lo que hace entonces es que, si su hijo está en la cocina, de pronto ella debe ir al jardín a regar. Y si su hijo llega, por alguna razón, al jardín, ella debe ir a lavar la loza que quedó de la once. Y así se pasa todo el fin de semana, evitándolo. Durante la semana todo es más fácil. Mientras él está en la escuela no tiene que inventar excusas, solo cierra los visillos para que no la vean los vecinos y empieza a caminar lentamente por las habitaciones, arrastrando los pies, tocando los muebles, llenándose de polvo las palmas de las manos. Luego, en la noche, cuando Nicanor ya está en casa, comienzan de nuevo las excusas, hasta que este se encierra en su habitación y se duerme. Entonces ella, que todavía no ha podido irse a dormir porque está haciendo algún deber inventado, deja todo de lado y sale a recorrer el jardín, porque de noche, piensa, los vecinos no pueden verla tan fácilmente. Y da un paseo o dos y se queda a ratos ahí, en el umbral de la puerta o bajo el limonero. Luego pasan las horas y cuando se va a acostar se da cuenta de que se le hecho tarde y que, probablemente, dormirá poco y mal.
—¿Por qué ese color?
—Porque tu abuela siempre la ha pintado así y se ve bonita.
Carolina pasa el rodillo una y otra vez sobre el muro, mientras Nicanor la mira desde una silla donde yace sentado. Al contrario de lo que había intuido, su hijo la ayuda durante toda la jornada. Destapa los tarros de pintura, hace la mezcla, prepara el rodillo, incluso distribuye meticulosamente las hojas del periódico en el suelo para que no queden manchas. Al observarlo, ella siente que ya no es tan niño. Sin embargo, se detiene pensando en últimamente su hijo no habla mucho. Es la edad, se dice a sí misma, a esa edad los niños se callan y nosotras nos desesperamos por saber qué pasa dentro de ellos.
—¿Ya fuiste a saludar a tu abuela?
—Sí, ya voy —responde Nicanor, con un gesto que deja ver algo de hastío.
Eso le duele, es consciente de ello, aunque no sabe bien por qué. Al mismo tiempo, entiende que no puede obligar a un chico de trece años a hablarle a una fotografía. Sabe que es extraño, que todo eso es extraño. Muchas veces ella misma no sabe por qué lo hace. Con el pasar de los días ya es un hábito y cuando está apurada y pasa rápido por el pequeño altar que armó cuando llegaron a la casa se pregunta si realmente se ha detenido a pensar en su madre o si solo es un reflejo, un acto incorporado a su rutina que pierde significado. Los peor ocurre cuando sí lo hace, cuando se toma su tiempo y toma una silla para sentarse junto a la fotografía de su madre y hablarle largo rato de cómo van las cosas. Lo peor ocurre ahí, cuando aun deteniéndose a hablar con el retrato, la pregunta de si eso tiene algún significado le atraviesa la cabeza, de sien a sien. Entonces la pregunta baja, se aloja entre el pecho y la espalda por un momento, hasta que vuelve a bajar y llega al estómago, donde se transforma en una especie de acantilado a donde empieza a caer cualquier tipo de entusiasmo.
Todo esto lo hace usualmente en las tardes, cuando Nicanor va a la escuela. Es otro de esos actos con los que teme que su hijo la tome por loca. Entonces, a veces, se sorprende de las lágrimas que le caen mientras le habla a su madre. En ese momento empieza a recorrer la casa, en un estado de inconsciencia que se le hace parecido a un sueño. Sin embargo, todavía no se da cuenta de que es un ejercicio necesario, algo que le pide el cuerpo en un afán de volver a reconocer un lugar que se creía perdido. Tampoco entiende que es por eso que solo puede hacerlo sola, porque su existencia en ese lugar es todavía algo así como un experimento del alma, algo que tiene un carácter de reclusión, algo monástico, algo que debe terminar de experimentar sola.
—Anoche te quedaste despierto hasta tarde.
—¿Ah? Sí, es que no podía dormir bien, así que salí al jardín un rato.
Carolina seguía pasando el rodillo y pensaba en eso. De pronto, se ve de nuevo espiando a su hijo la noche anterior y repasa la escena. Es de noche. Como siempre, deja de hacer lo que fuera que estaba haciendo, que ni ella sabe muy bien qué es, y sale al patio, pero antes de cruzar el umbral de la puerta se encuentra con su figura, sentado en una silla, de espaldas, en silencio. No sabe cuánto rato se queda mirándolo, pero se pregunta en qué pensará, en si pensará en ella, en si alguna vez se pregunta por qué han venido ahí. A este momento, su hijo es un enigma y teme que eso no cambie nunca. ¿Pensará en mí, de vez en cuando?, se pregunta. ¿Pensará en mi madre?, se pregunta. Sabe que apenas se acuerda de ella, que la última vez que la vio era apenas un niño, que su abuela es una figura que solo hace unas semanas ha vuelto a aparecer en su vida bajo la forma de un fantasma. Sabe que siempre evitó hablar de ella con él y advierte, sobre todo, que ni ella misma habla de su madre con nadie, quizás porque tampoco hablaba con ella hacía mucho tiempo. Lo peor, piensa, es que ese fantasma, como cualquier otro, parece estar siempre a la vuelta de la esquina, esperando al final del pasillo, en el borde de nuestro campo visual. Tal como está ella en ese momento, observándolo, esperando o buscando algo que ni ella misma sabe, porque los fantasmas, piensa, seguramente tampoco saben lo que están buscando.
Antes de entrar a la casa se pregunta si Nicanor se ha dado cuenta de que está ahí parada, mirándolo. Algo en su hijo se vuelve un poco monstruoso cuando le atraviesa esa pregunta, como un monstruo o un animal salvaje que en la intemperie nos atemoriza. Si se da cuenta que estamos aquí, nos puede devorar. Pero el verdadero terror comienza un segundo después, cuando ve que en la ventana de la casa de al lado hay una luz encendida y que la figura de un hombre los observa. Entonces da la vuelta con cuidado, entra a la casa y se dirige a su habitación. Se queda ahí hasta que escucha la puerta de la habitación de Nicanor cerrarse. Entonces, con el mismo cuidado y el mismo silencio, sale al jardín. La luz de la casa vecina está apagada, pero esa noche decide no dar ninguna vuelta por el jardín.
¿Qué busco aquí?, se pregunta de repente. Se lo pregunta varias veces, mirando cada detalle de la habitación de Nicanor, que en la ducha intenta quitarse los restos de pintura. Algo fuera de regla, algún cambio, piensa. Pero no hay nada, o en verdad hay muchas cosas, pero siente lo mismo que con su hijo, que esas cosas no le dicen nada, que son un enigma. A esa altura del día ese enigma ya le da vértigo y más vértigo le da no entender por qué ha hecho de su hijo un enigma.
Cuando sale de la habitación comienza a caminar hacia el jardín, mientras Nicanor sigue en la ducha, pero se detiene frente a la puerta del baño. Acerca la oreja e intenta escuchar. Nada, ni un solo ruido. Se va rápidamente sin entender por qué hace ese tipo de cosas y cuando sale al jardín fija la mirada hacia a la ventana de la casa de al lado. Los visillos no la dejan mirar hacia adentro, pero sabe que si hubiera alguien ahí mirándola lo estaría haciendo tranquilamente, con la certeza de quien observa sin ser observado. Se siente entonces como un animal a la intemperie, solo que a diferencia de su hijo se siente infinitamente indefensa.
Cuando toca la puerta siente que el corazón se le acelera. Se arrepiente de inmediato.
—Hola, soy la vecina nueva. Quería venir a saludar.
—Ah. Hola, ¿qué tal?
—Soy la hija de la señora María.
—Ah. No sabía que tuviera una hija.
—Sí, es que no hablábamos mucho, la verdad. —Silencio incómodo.
—¿Y qué es de ella? No la he visto en las últimas semanas.
Al día siguiente Carolina despierta temprano. Saluda a Nicanor, que ya se dispone a salir rumbo a la escuela, mientras se mete a la ducha. No ha alcanzado a preparar café y como Nicanor ya se ha ido a la escuela prefiere ahorrar tiempo tomándose solo un vaso de agua. En el lavaplatos ve un vaso vacío con restos de leche y un alivio extraño le recorre el cuerpo, aunque solo dura unos segundos. Todo en ella vuelve a estar tenso. Nota cómo sus movimientos están rectos, bruscos, frágiles, como los de un ave recién nacida.
Cuando cierra la reja del antejardín, ya en la vereda, ve al vecino de la ventana saliendo de su casa. Se saludan rápidamente y empieza a caminar rápido para evitar una situación incómoda. Cuando pasa por afuera de su puerta él está ahora con su hijo, a quien seguramente irá a dejar a la escuela. Lo mira de reojo y le sonríe. Él le devuelve la sonrisa, un poco tímido. Unos pasos más allá Carolina vuelve la mirada hacia ellos. El hombre ya está subiendo la mochila de su hijo al auto, mientras este lo espera desde la vereda. El niño la mira. La mira y, de un momento a otro, empieza a ponerle caras. Ella lo ve, sacando su lengua por un lado de la boca, con los ojos desorbitados hacia arriba, mientras mueve la cabeza y gira su dedo a la altura de su cien. Cucú, cucú, lee de repente Carolina en sus labios. Cuando levanta la vista el hombre la está mirando con cara de espanto. Se va. Camina, cada vez más rápido, mientras escucha un reto silencioso del padre a su hijo. Un niño, piensa, solo un niño. Un niño monstruoso en la intemperie.
Cuando llega al hospital está entumecida. Piensa que es una situación difícil, que por eso le tirita el cuerpo. Se pregunta por qué dejó pasar tanto tiempo, por qué esperó a estar en esa situación. Mientras espera en una sala una puerta se abre y entra un hielo que le congela los tobillos. Intenta ver si las demás personas que están ahí sienten el frío que siente ella. Este frío solo debe sentirse en lugares como este, piensa.
—¿Carolina?
—Sí...
—Venga, sígame.
—Gracias.
El pasillo es aún más helado por las corrientes de aire que se forman a lo largo del hospital. De repente, se encuentra en un patio en cuyo centro hay una higuera. Unos cuantos caminan lentamente a su alrededor, mientras otros permanecen sentados en unas bancas verdes con una mirada que le parece como la de un ciego. A su lado, unas mujeres intentan hablarles. No es como esperaba, piensa. No hay gritos, ni gente golpeándose la cabeza. Solo un gran silencio. Como si todo el mundo estuviera durmiendo. No. Como si todo el mundo estuviera intentando despertar y no pudiera.
Sigue caminando detrás de la joven que la lleva por otro pasillo y la introduce en un nuevo patio. Esta vez en el centro hay un limonero y cuando lo mira siente que algo se le agrieta adentro. En ese patio todos están sentados en las bancas que rodean el árbol y la mayoría están solos. Algunos hablan, conversan. Entre ellos, su madre la mira desde una de las bancas, silenciosa y callada.
Después de saludarla no sabe qué decirle. No sabe, tampoco, qué le dirá ella, en qué estado estará. Piensa que quizás algo en ella la hará no reconocerla, pero cuando la mira de frente siente que está igual que siempre. A pesar de no haberse visto en años, está tal como la recordaba. Sigue siendo la misma, su madre.
—Pensé que vendrías con el niño.
Sabe que es un comentario capcioso.
—Sí… es que no quise molestarlo. Todavía se está adaptando en la casa y todo eso… Pero la próxima vez le diré que venga conmigo, ¿te parece?
Su madre la mira y calla. Carolina siente que sus palabras han quedado rebotando en los oídos de todos los demás internos. De pronto, mira en los ojos de su madre y se arrepiente de haber dicho eso. Algo en ella le dan ganas de abrazarla, algo que le dice que una abuela puede extrañar a un nieto, que a pesar de los años no todo se olvida.
—Ayer pintamos la casa. Quedó super bonita. El Nica me ayudó con todo —dice, como intentando reparar algo.
Su madre le sonríe. Como se le sonríe a un extraño, piensa. Ella le devuelve la sonrisa, como a un monstruo que nos ha descubierto en la intemperie, piensa.
Cuando llega al pasaje donde está la casa, Carolina camina con la vista baja con temor de encontrarse de nuevo con su vecino y su hijo. Al pasar por afuera de su puerta levanta la vista y respira aliviada al ver que no hay nadie. Sin embargo, los visillos en las ventanas le hacen volver la vista hacia otro lado. Antes de entrar en la casa se detiene a mirar la fachada. La pintura aún debe estar fresca, piensa.
Una vez adentro guarda el retrato de su madre en el último cajón del mueble de su habitación, donde guarda las sábanas limpias y algunos recuerdos de cuando Nicanor era un niño. También desmantela los adornos que había puesto a su alrededor y los guarda en el cajón de su velador. Al recorrer la casa siente un vacío extraño. Minutos más tarde, mientras descansa en su cama, piensa en lo que le dijo a su madre, en que llevaría al niño la próxima vez. Quizás sería bueno para él, se dice a sí misma, pero de inmediato una sensación de peligro le invade el cuerpo. ¿Qué va a decir cuando le cuente?, se pregunta. Tiene claro, sin embargo, que el niño intuye. Ya no es un niño, al fin y al cabo, piensa, no puedo hacerme la loca para siempre. La palabra le queda resonando y, mientras se empieza a quedar dormida, recuerda lo que le dijo su madre antes de irse del hospital.
—¿Crees que estoy loca?
Un ruido la despierta. Cuando ve la hora en el reloj de su muñeca advierte que Nicanor ya debe haber llegado de la escuela. De pronto, desde la cama, lo ve parado al otro lado del pasillo, donde hasta esa mañana estaba el altar de su madre.
—¿Qué haces ahí parado?
Su hijo gira la cabeza para mirarla. Algo la hace sentir como la noche en que lo había estado observando, como si de tanto espiarlo él se hubiera dado cuenta y la hubiera sorprendido. Pero, esta vez, siente, la observada es ella. El niño la mira desde el otro lado del pasillo y algo le dice que él también la ha estado espiando todo este tiempo.
—¿Qué pasa?
—Nada. Venía a saludar a la abuela.
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