El susurro de Azrael:
Un viaje a las profundidades del inframundo.
Acabo
de llegar a casa después de un largo día de trabajo y siento dolor en todo el
cuerpo. Lleno la bañera con agua caliente y mucha espuma, con un fuerte aroma a
jazmín. Me metí en el agua caliente para disfrutar del relajamiento que había
soñado durante las últimas horas de mi duro trabajo. Han pasado unos momentos
desde que me envolví en agua caliente, siento como si mis ojos comenzaran a
cerrarse solos y de repente, siento como si estuviera rodeada por una oscuridad
extraña y sofocante que casi me quita el aliento.
De
repente, una luz fría y penetrante rompe la oscuridad que me rodea: Azrael, el
Ángel de la Muerte, aparece ante mí, su forma imponente y sombría. Señalándome
con su largo dedo, dice: “Sígueme”, ordena, y su voz resuena en lo profundo de
mi alma temblorosa. No tengo más remedio que someterme a la orden y dejarme
llevar por ella para descubrir el destino inevitable.
Atravesamos
un portal invisible, un desgarro en el tejido de la realidad que nos transporta
al reino de los muertos. El paisaje se transforma en un páramo desolado, un
erial de almas errantes que vagan en la penumbra. El aire está cargado de
lamentos y susurros, ecos de vidas truncadas, sueños rotos y esperanzas
marchitas.
Azrael
me guía a través de este laberinto de sombras, hasta que llegamos a un rincón
oscuro y olvidado. Allí, en el suelo, yace una figura encogida, un espectro de
lo que alguna vez fue un hombre poderoso. Lo reconozco al instante: el dictador
más salvaje de la historia, ahora reducido a una sombra patética. Su piel,
antes tersa y arrogante, ahora está arrugada y pálida, como pergamino viejo.
Sus ojos, antes llenos de crueldad, ahora son pozos de desesperación, donde se
refleja el horror eterno.
"Misericordia...",
suplica, su voz un hilo de desesperación que se quiebra en el aire. "Solo
un momento de paz...".
Pero sus súplicas son ignoradas. Las almas que
lo rodean, sus víctimas, se abalanzan sobre él con una furia ancestral. Cada
una busca saciar su sed de venganza, infligiendo un tormento que refleja los
horrores que sufrieron en vida.
-
"¡Siente el
dolor que me infligiste!", grita una mujer, su rostro desfigurado por la
ira, mientras le arranca la piel con sus uñas afiladas, dejando al descubierto
la carne viva. "Recuerda a mi hijo, al que arrebataste de mis brazos, al
que mandaste a ejecutar sin piedad".
-
"¡Prueba el
sabor de tu propia medicina!", exclama un hombre, su voz ronca por el
odio, mientras le clava un cuchillo en el costado, una y otra vez. "Cada
puñalada, un recuerdo de tus atrocidades, de las torturas que infligiste, de
las vidas que destruiste".
-
"¡Recuerda mis
hijos, mis hijas, mis familias, mis amigos, todos a los que arrebataste de mi
lado!", exclama una anciana, su mirada llena de un odio milenario,
mientras lo golpea con un bastón, cada golpe un eco de las vidas que él
destruyó. "Que sientas el mismo vacío que dejaste en mi alma, la misma
soledad que nos impusiste".
El
dictador se retuerce de dolor, sus gritos ahogados por las risas sádicas de sus
torturadores. "¡Basta!", suplica, pero su voz se pierde en el coro de
la venganza, un eco impotente de su antigua tiranía. Su carne se desgarra, sus
huesos se quiebran, su alma se desmorona bajo el peso de la culpa y el sufrimiento.
Y el ciclo se repite, una y otra vez, un castigo eterno que se extiende hasta
el infinito.
Observo
la escena con una mezcla de horror y fascinación. La justicia divina se cumple
ante mis ojos, cruel e implacable. "Así es el ciclo de la vida y la
muerte," dice Azrael, su voz resonando en el silencio que sigue al frenesí
de la venganza. "Cada acción tiene su consecuencia, cada vida su
eco".
De
repente, un destello de memoria me asalta: "El que siembra vientos, recoge
tempestades". La voz de mi abuela resuena en mi mente, una lección de
justicia que aprendí de niño. Ahora, en este reino de sombras, comprendo su
significado en toda su crudeza.
El
dictador yace en el suelo, su cuerpo maltrecho, su alma destrozada. Pero la
venganza no ha terminado. Las almas de sus víctimas continúan atormentándolo,
negándole el descanso eterno que tanto anhela.
-
"¿Cuánto
tiempo durará esto?", pregunto a Azrael, mi voz temblando ante la magnitud
del sufrimiento.
-
"La
eternidad," responde él, su mirada fija en el dictador. "Su castigo
no tiene fin, como tampoco lo tuvo su maldad.
El
tiempo aquí no tiene la misma medida que en el mundo de los vivos”. El tiempo
se distorsiona, se estira y se contrae como un acordeón. Veo escenas de la vida
del dictador, los actos de crueldad que cometió, las vidas que destruyó. Cada
imagen es un recordatorio de la oscuridad que habitaba en su alma. "El
pasado siempre vuelve" se escucha como un eco lejano.
Tras
presenciar el suplicio eterno del dictador, Azrael me invita a continuar
nuestro recorrido por el reino de los muertos.
-
"Hay más que ver," dice, su voz un
eco que resuena en la desolación.
Nos
adentramos en las profundidades del inframundo, donde la atmósfera se vuelve
aún más opresiva. El aire está cargado de un hedor a descomposición y
desesperación. Las sombras se alargan y retuercen, creando formas grotescas que
se burlan de la realidad. Los lamentos de las almas errantes se intensifican,
creando una cacofonía de sufrimiento que resuena en mis oídos.
El
paisaje se transforma en un laberinto de ruinas y cenizas, un recordatorio
constante de la fragilidad de la vida. Los ríos de lágrimas fluyen a través de
la tierra, alimentando lagos de desesperación. Las montañas de huesos se alzan
como monumentos a la muerte, recordándonos la inevitabilidad del final.
"Aquí,
el tiempo no existe," dice Azrael, su voz un susurro en la oscuridad.
"El pasado, el presente y el futuro se entrelazan en un ciclo eterno de
sufrimiento".
De
repente, una figura solitaria llama mi atención. Está encogida en un rincón
oscuro, su cuerpo demacrado y su mirada perdida. La reconozco al instante: es
esa persona que me hizo tanto daño en vida. Su arrogancia y crueldad han
desaparecido, reemplazadas por una expresión de profundo arrepentimiento.
-
"Perdóname...", murmura, su voz un
hilo de desesperación. - "No sabía lo que hacía...".
Pero sus palabras caen en oídos sordos. Las sombras
que la rodean se burlan de ella, recordándole cada uno de sus actos de maldad.
Su cuerpo se retuerce de dolor, su alma se desgarra bajo el peso de la culpa.
"Así
es el ciclo de la venganza," dice Azrael, su voz un eco en la oscuridad.
"Cada acción tiene su consecuencia, cada herida su cicatriz".
Observo
la escena con una mezcla de tristeza y compasión. A pesar del daño que me
causó, no puedo evitar sentir pena por su sufrimiento. "El perdón es un
regalo que nos damos a nosotros mismos," pienso, recordando las palabras
de un viejo amigo.
Azrael
me guía a través de este laberinto de sufrimiento, mostrándome las diversas
formas en que las almas expían sus pecados. Veo almas atormentadas por la
culpa, almas consumidas por la envidia, almas perdidas en la desesperación.
"Este
es el reino de las consecuencias," dice Azrael, su voz un eco en la
oscuridad. "Aquí, cada alma enfrenta el peso de sus acciones".
Finalmente,
llegamos a un claro en la oscuridad, un oasis de silencio en medio del caos.
Azrael se detiene y me mira con sus ojos penetrantes.
"Tu viaje ha terminado," dice
Azrael, su voz un eco distante. "Es hora de regresar. El mundo de los
vivos te espera".
Y con un suave empujón, me envía de vuelta al
mundo de los vivos.
Despierto y me encuentro todavía desnudo
en el agua casi fría, el corazón latiendo con fuerza, el sudor frío empapando
mi frente. El sueño aún resuena en mi mente, una pesadilla vívida y
perturbadora que se niega a desvanecerse.
Me
levanto, meto albornos y camino hacia la ventana. La ciudad se extiende ante
mí, sus luces brillando en la oscuridad de la noche. La vida continúa, ajena a
los horrores que presencié en mi sueño. "Cada acto de bondad, una luz en
la oscuridad" pienso, recordando las palabras de un viejo amigo.
Pero
sé que nunca olvidaré lo que vi. El rostro del dictador, suplicando
misericordia, las almas de sus víctimas, sedientas de venganza, la figura de
esa persona que me hizo daño, consumida por el arrepentimiento, la voz de Azrael,
resonando con la sabiduría de la muerte.
El
sueño ha sido una advertencia, un recordatorio de que la maldad no queda
impune, ni en esta vida ni en la siguiente. Pero también me ha mostrado el
poder del bien, la importancia de cada acto de bondad, de cada palabra de
aliento, de cada gesto de compasión. Porque en un mundo donde la oscuridad
acecha, cada luz que encendemos es una victoria contra la desesperación.
Me
quedo mirando la ciudad, sus luces parpadeando como estrellas en la noche. Y en
el silencio de la madrugada, juro que nunca permitiré que la oscuridad que vi
en mi sueño se apodere de mi propia alma. Juro que dedicaré mi vida a encender
luces, a sembrar esperanza, a construir un mundo donde la justicia y la
compasión sean la norma, y no la excepción.
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