martes, 22 de abril de 2025

-Relato 6 de Ignacio Quezada

 A esa hora de la tarde pensando en tu padre

 

 

 

No es la primera vez que te pasa y, como siempre, piensas que lo primero que debes hacer al llegar a tu casa es anotarlo en alguna libreta, en tu diario o en cualquier pedazo de papel, para que no se esfume con las demás cosas que pasan por tu cabeza y que luego olvidas. Es algo que solo te ocurre a cierta hora del día, en ciertos lugares específicos. De repente vas caminando, pensando en cualquier cosa, y entonces lo sientes, que esta ciudad se parece mucho, se parece demasiado, a la ciudad en que creciste, a esa ciudad que está a miles y miles de kilómetros de distancia, en otro país, en otro continente. 

    Es a esa hora de la tarde, antes del crepúsculo, cuando todo se ve anaranjado y los vehículos llenan las calles, llevando a las personas del trabajo a sus casas. Aunque las semejanzas entre un lugar y otro no son muchas, algo en ese paisaje urbano, en las calles, las veredas, los buses y, sobre todo, en ese espíritu citadino que solo se respira a esa hora, te hace sentir que te han devuelto a un lugar y un tiempo muy lejano. Entonces, de pronto, todavía eres un niño y tu padre te lleva a casa. Acaba de salir del trabajo y te ha ido a buscar a la casa de tus abuelos, que te han cuidado toda la tarde después de que salieras de la escuela. Una especie de gravedad te invade el cuerpo cuando te ves a ti mismo en un vehículo, muchos años atrás, a esa misma hora del día, cruzando una ciudad que en ese entonces todavía era para ti muy pequeña, y en la que solo tres o cuatro recorridos dibujaban todo tu movimiento por la tierra.

    De ese recorrido que hacías con tu padre todos los días, y que duró uno o dos años, te acuerdas que el tráfico apenas los dejaba avanzar y que se tardaban una eternidad en cruzar del barrio alto al barrio bajo, y también que casi siempre llegaban a casa de noche. Lo que alcanzaban a ver con luz de día eran justamente esos barrios que, sientes, se parecen un poco a la ciudad donde vives ahora: la costanera, ese parque con la estatua de un avión y tu escuela, donde veías a algunos estudiantes saliendo recién de clases, algo que te generaba una sensación de extraña libertad. También estaban el puente y el río que, con todas sus diferencias, lo sientes cercano al río que cruza esta ciudad.

    Recuerdas también el vehículo en el que iban, su color azul, sus asientos y la figura de tu padre frente al volante, vestido de oficina. La radio iba siempre encendida y los programas de esa hora estaban llenos de debates, conversaciones e invitados especiales, y tu padre rabiaba intentando sintonizar alguna estación que estuviera pasando música de su gusto. Era difícil, porque a esa hora nadie pasaba música y porque a él le gustaban artistas que casi nunca pasaban en la radio, artistas que a ti también te gustaban y te gustan hasta el día de hoy. 

Recuerdas que, mientras avanzaban lentamente, conversaban mucho. No alcanzas a acordarte de qué, pero te acuerdas que lo hacían. Y que se reían. Y, sobre todo, recuerdas que te gustaba, que lo pasabas bien, aunque hubiera días en que tardaran horas encerrados en el centro, bajo el calor de esa ciudad, intentando llegar a casa. Porque la verdad es que eso era algo que los unía, que ambos quisieran llegar a casa. Piensas que quizás en ese momento no te dabas cuenta, pero ahora sí, que probablemente habías pasado casi toda tu infancia esperando una imagen como esa. Recuerdas que cuando eras más pequeño tu padre vivía en otra ciudad, también a miles de kilómetros y que esperabas todo el año a que llegara el verano para que fuera a visitarte, o que unos años más tarde, cuando se mudó contigo, siempre llegaba tarde del trabajo y que te quedabas despierto hasta que volviera a casa. Pero durante esos años, en que te iba a buscar a la casa de tus abuelos, no era solo él quien volvía a casa, eran los dos. Era un momento que compartían, ambos volviendo a casa.

    Piensas en tu padre, en lo que realmente quieres llegar a anotar en alguna de tus libretas. Piensas en la última vez que lo viste, cuando te confesó que eras una de las pocas razones por las que aún no se suicidaba. Piensas en que te gustaría que volviera a casa, que todavía sigues queriendo que vuelva a una casa que ya no es la tuya sino la suya, de la que sientes que se perdió hace mucho tiempo, una casa que crees que ha estado buscando toda su vida, una casa que nunca tuvo. Piensas que te gustaría estar esperándolo, que tú y tu hermano lo han esperado toda la vida, pero que en ese lugar a donde quieres que llegue no puede haber nadie más que él. Piensas en que en algún momento de su vida todo se descarriló y todo lo que andaba buscando se le mostró vacío y sin sentido. Piensas que ya no sabe a dónde ir. Sabes que no sabe a dónde ir, porque a ti te pasa algo similar. Sabes que día a día buscan cosas para llenar ese vacío que, sin embargo, no se llena. Entonces piensas también en ti, en que quisieras volver a estar en ese vehículo, haciendo ese recorrido con él, a veintitantos años y miles y miles de kilómetros de distancia. Piensas en que debes volver a casa a anotar todas estas cosas, aunque en realidad sabes que lo que deberías hacer es volver a casa y llamarlo y decirle lo mucho que has pensado en él, lo mucho que te acuerdas de él a esa hora del día.

miércoles, 16 de abril de 2025

-Relato 6 de Virginia Alfonzo

 Blanco.


¿Qué tan blanca puede ser la pintura de un techo? Antes pensabas que era lo único que te quedaba. El techo y tu aliento. Ese blanco era el lienzo donde se proyectaba tu resignación.

    Pero ahora… ahora algo se mueve adentro. No es rabia. No es impulso. Es otra cosa: algo parecido a la última hebra de ti misma, temblando, pero viva. Tus dedos se flexionan. Una de tus uñas está rota. Te duele al tocar el suelo, pero la sensación te conecta. Te despierta.

Él sigue ahí. Respirando como un animal encerrado. Observando tu espalda desde su altura.

—No me mires así —dice, aunque no lo estás mirando.

   <<Si alguna vez sientes que no puede más, igual puedes>>, decía tu abuela mientras revolvía una olla. Tenía las manos ásperas, la espalda doblada. “No es magia. Es costumbre.”

    Te incorporas. Primero con una mano, después con la rodilla. El movimiento es torpe, lento, casi ridículo. Pero vertical. Tu cuerpo curvado, una sombra larguísima en la pared, como si tus huesos crecieran con cada centímetro de coraje.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta él, la voz pastosa, nerviosa.

—Estoy parándome.

—¿Y para qué? ¿Eh? ¿Para qué?

—Para mirarte de frente. — no es valentía. Es cansancio. Es haber llegado al fondo y no tener más tierra para cavar.

    “Tú no eres ninguna víctima, tú tienes voz”, te decía tu madre, una tarde en la cocina, mientras buscaba algo en la alacena. “Solo que te acostumbraron a callarla.”

    Caminas hacia la mesa. Tienes una leve cojera. La planta del pie te arde. El mantel está manchado con café seco, hay una cuchara en el suelo. Todo sigue igual. Pero tú, no.

—No vas a volver a tocarme.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Eh? ¿Llamar a quién? Nadie te va a creer. Todos saben cómo eres.

    Te reís. Suena raro, incluso para ti. Pero no es alegría. Es algo que se rompe por dentro y se libera en forma de sonido.

—No necesito que me crean. Solo necesito que te vayas.

Él se acerca. Demasiado.

—Bajá la voz —escupe—. No me provoques.

—Ya no tengo voz para bajarte. La usé toda en quedarme callada. — le dices con los ojos secos. Ya no lloras.

    Alargas la mano. No hacia él. Hacia tu celular, tirado junto al sofá. Él duda. Su cuerpo se echa hacia atrás.

—¿Qué haces?

—Estoy eligiendo.

—No te va a servir de nada.

—Eso no lo decides tú.

    Recuerdas la vez que tu hermana te dijo hace meses, en una llamada corta: “Cuando quieras irte, yo voy a estar. Solo tienes que decir la palabra.”

—¿La palabra? —preguntaste.

—Cualquier palabra. Incluso ‘techo’. Yo voy a entender.

    Escribes techo en un mensaje. Sin pensarlo. Solo lo haces. Lo envías, mientras él patea una silla, pero no te toca.

    El techo sigue ahí. Sigue blanco. Sigue agrietado. Pero ahora no lo miras como a una prisión. Ahora es un recordatorio, un testigo.

—Se acabó —dices. Y esta vez, sí. Esta vez, lo crees.

    El teléfono vibra una vez más. Una notificación. No sabes si mirarla. Te tiemblan los dedos. << Estoy cerca. No cierres los ojos>> dice tu hermana.

    Te das cuenta de que no era una metáfora. El cuerpo quiere cerrarse, quiere volver al suelo, quiere desaparecer. Pero sigues ahí. Respiras. El pecho se mueve lento, pero se mueve.

—No vas a irte —dice él.

—Ya no depende de vos —respondes, sin alzar la voz. No hace falta. Hay algo en la forma en que hablas que no habías escuchado nunca en tu boca. Algo definitivo.

   <<Tienes que hacer que te respeten sin levantar la voz>>, decía tu abuela en el patio, mientras colgaba sábanas blancas. “El truco está en no temblar por dentro.”

    Todo se vuelve más claro. Las líneas de los muebles. Las manchas en la pared. Tu sombra proyectada en el suelo. Él toma sus llaves. Las aprieta con tanta fuerza que una se le clava en la palma.

—¿Te crees que ya está? ¿Eh? ¿Que por mandar un mensaje esto se arregla?

—No. No creo que se arregle.

—Entonces no sé qué te piensas.

Te giras hacia él. El marco de la puerta está a unos metros. Te apoyas en la pared para no caer.

—No me lo pienso. Lo hago.

    <<Tú no eres la que eras antes>>, te dijo una amiga una vez, después de verte en la calle.<<Antes te reías más fuerte. Vuelve a buscar esa risa, ¿dale?>>

—Me voy a ir —dices.

—¿Y a dónde?

—No sé. Pero no es acá.

    Él se cruza de brazos. Ya no grita. Ya no insulta. Solo aprieta los labios y te observa.

    El monstruo no desaparece. Solo pierde el control. Y eso es suficiente. La bocina de un auto suena afuera. Una. Dos veces. Sabes que es ella. Tu hermana. Cumpliendo la promesa que dijiste que no ibas a necesitar. Te acercas a la puerta. El picaporte está frío. Tus dedos dudan.

<<Cuando abras esa puerta, no mires atrás>>, dijo tu madre una vez, llorando en la cocina.<<Porque atrás siempre hay algo que te quiere atrapar>>

—¿No te vas a despedir? —dice él, sarcástico, detrás.

No respondes.

    Giras la cerradura. Un clic suave. La puerta se abre apenas y la luz de la calle se filtra por la ranura. El aire fresco entra. El living se queda en sombra. No sabes si puedes dar el paso. Te da miedo que tu cuerpo se caiga. Que la fuerza que juntaste desaparezca cuando cruces ese umbral. Que nadie esté afuera. Que todo haya sido un error.

    Respiras una vez y avanzas. Colocas un pie sobre el borde. Después, el otro. Tu sombra queda atrás. Pero el techo sigue ahí, blanco. No miras atrás. No sabes si esto es libertad o solo el primer paso de otra lucha.

La calle está húmeda. No ha llovido, pero el aire se siente extraño, como si el cielo supiera algo que vos apenas estás empezando a entender. El sonido del auto es leve, el motor apenas vibra. Lo reconoces: es el mismo sonido que te traía de regreso a casa después de la secundaria, cuando tu hermana iba a buscarte sin avisar. Ella siempre supo cuándo necesitabas escapar.

La puerta del auto se abre.

—Sube —dice tu hermana. No te pregunta nada. No se acerca. Solo abre la puerta. Te espera.

—¿Me vas a preguntar qué pasó?

—No.

    Te quedas parada. El mundo parece detenido. Como si el aire, los faroles, los autos estacionados, todos estuvieran mirando en silencio. No hay héroes. No hay aplausos. Solo tú, con el cuerpo vibrando como si todavía sintiera sus manos donde ya no están.

—¿Y si me arrepiento?

—Entonces regresa. Pero no hoy.

    Cierras la puerta. El clic resuena como una sentencia. Un ambientador con forma de pino cuelga del espejo retrovisor. 

—¿Tienes frío?

—No sé.

    Ella enciende la calefacción. Te mira de reojo. No te toca.

    <<¿Quieres que me quede>>, te dijo una vez, sentada en el borde de tu cama. Tú eras adolescente, estabas llorando por un amor que no era amor.<<Puedo quedarme hasta que te duermas>> pero no le crees.

—¿Adónde vamos?

—A casa. Mi casa. Por ahora.

—No quiero que me vea así —dices.

—¿Así cómo?

—Así… como si me hubieran vaciado.

—No estás vacía. Estás viva.

    No contestas. Pero esas palabras se te quedan en el pecho, como un hilo que intenta coser algo. El auto avanza. Las luces de la calle dibujan formas intermitentes en tu rostro. Afuera, todo es movimiento. Adentro, apenas respiras. Pasas la esquina del almacén. El mismo donde él te decía que le compraras cigarrillos “porque él no tenía ganas de salir”.

—¿Quieres que pongamos música? —pregunta tu hermana.

Niegas con la cabeza.

—¿Puedes apagar las luces de adentro?

Ella lo hace. Ahora solo están las luces de afuera, colándose por el vidrio.

—¿Te da miedo?

—No. Me da vergüenza.

—Vergüenza es quedarse, sabiendo que te están rompiendo por dentro —dice. Y después no dice nada más.

—¿Crees que va a venir a buscarme?

—Es probable.

—¿Y si lo hace?

—Vas a estar conmigo. Y si hace falta, vamos juntas a denunciar.

    La palabra pesa. “Denunciar.” Tiene garras, bordes. Nunca la dijiste. Te parece una palabra grande para una voz tan rota como la tuya.

—¿Y si nadie me cree?

—Te voy a creer yo. Y eso alcanza para empezar.

En ese momento te das cuenta de lo torcido que se volvió tu termómetro del dolor.

—¿Puedo ducharme cuando lleguemos?

—Puedes hacer lo que quieras.

—¿Incluso llorar?

—Especialmente llorar.

    El auto se detiene frente a un edificio. No reconoces la calle. Mejor. No quieres reconocer nada todavía. Ella te acompaña hasta el ascensor. Las luces parpadean. Todo huele a humedad, a encierro.

—¿Tienes miedo? —te pregunta.

—No sé. Tengo muchas cosas al mismo tiempo.

—Entonces vamos de a una.

    La puerta se abre. Adentro hay silencio. Un sillón. Una planta con hojas secas. Una alfombra con manchas viejas. No es tu casa. No es tu lugar. Pero hay espacio. Dejas caer tu bolso al suelo. Caminas hacia la ventana. Afuera, una luz de semáforo parpadea. Te sientas en el suelo. No puedes más. Pero tampoco estás sola.

—¿Quieres té?

—Sí.

—¿Con azúcar?

—Con mucha.

    Tu hermana se pierde en la cocina. Apoyas la cabeza en la pared. Y entonces sí, lloras. Sin sonido. Con el cuerpo. Con los huesos. No es un llanto de debilidad. Es el llanto de una grieta que por fin deja salir el agua estancada.

<<Cuando llores con ganas, sabe que es tu alma lavándose>>, decía la abuela, mientras revolvía una sopa.

El té llega caliente. Lo tomas con ambas manos.

—Gracias.

—Por nada —dice tu hermana—. Y por todo.

    Y ahí están, dos mujeres sentadas en el suelo. Una taza en cada mano. Silencio. No hace falta más. No sabes qué vas a hacer mañana. No sabes qué pasará con él, contigo, con todo. Pero hoy… abriste una puerta.

El techo de este nuevo lugar es blanco. Blanco distinto. Más alto. Sin manchas. Por ahora. Desde la ventana, las luces de la ciudad parpadean como si titilaran a destiempo con tu respiración. Podrías ser cualquier otra persona ahí sentada, envuelta en una manta, con una taza entre las manos, bajo un techo anónimo. Pero eres tú. Todavía tiemblas. Todavía duele. Pero hay algo en esa quietud nocturna, en la forma en que el vapor del té se eleva sin apuro, que te dice que existes. Que estás. Y que mirar desde afuera, por primera vez, no es una amenaza, sino una promesa: hay un mundo allá afuera. Tal vez no sabes aún cómo habitarlo. Pero ya no lo miras con miedo. Lo miras con hambre.


martes, 15 de abril de 2025

-Relato 6 de Ángela Sánchez

 

La excepción

 

Acabó sucediendo lo que deseabas que no pasara.

Andrea es una chica agradable y espontánea, tiene un año menos que tú y vive a media hora andando de tu casa. En la foto de su perfil no te pareció especialmente atractiva, pero te gustaron sus ojos de color verde claro, como los caramelos de manzana que tu abuela guarda en un tarro y que de pequeño comías cuando ibas a verla. La primera conversación que mantuvisteis fue bien, allanasteis el terreno con preguntas triviales gracias a las cuales averiguaste que está estudiando segundo de Bellas Artes, tiene un gato, es hija única, vegetariana y amante del reino vegetal. Lleváis meses hablando por mensajes y habéis tenido unas cuantas citas, en las que ella te ha demostrado su fuerte interés hacia ti. Aunque sois personas muy distintas —tú estudias Derecho, te encanta una buena parrillada y eres incapaz de cuidar a ningún otro ser vivo—, ha debido de verte algo, o tal vez esté atravesando una fase de rebeldía entremezclada con autodescubrimiento, quién sabe.

El caso es que esta noche te invitó a su piso, preparó ensalada y lasaña para los dos y al terminar de comer se recostó sobre ti en el sofá. Pegó su cuerpo al tuyo con avidez, como si necesitara de tu calor para seguir con vida, y fue trepando por tu torso, con sus labios húmedos buscando los tuyos, hasta dar con una boca seca y fría. Aun así, lo intentó, no te rechazó sin más, que oye, mérito tiene. Al principio te besó con ternura, después la intensidad fue creciendo y la respiración de ambos se fue agitando. Intuyes que en su caso se debía a la pasión, pero, ¿también en el tuyo? Ella colocó una mano suave sobre tu nuca, sus carnes blandas en tu abdomen, otra mano en descenso hacia tu pantalón.

Por un momento, llegaste a pensar que lo conseguirías, pero no.

Porque el problema está en ti.

El problema eres tú.

Te pusiste tenso en cuanto sus dedos traspasaron la goma de tus calzoncillos y te incorporaste sin más. Andrea se apartó a tientas, entre la sorpresa y el desequilibrio, hasta sentarse en la otra esquina del sofá.

—¿Pasa algo?

Tú quisiste responder, pero al abrir la boca, solo emitiste un quejido. La garganta se te había contraído como una bola de papel arrugado, los ojos comenzaron a quemarte y te echaste a llorar. Fue patético, lo sabes, lo habrías dado todo porque no hubiera vuelto a pasarte. Te cubriste el rostro con las manos, para que no te viera así, para no verla a ella, porque sentías sus ojos verdes clavados en tu hombro.

—Sergio, ¿estás bien? Oye, perdona si... si he hecho algo que te haya sentado mal. Yo... yo qué sé, es verdad que no te he preguntado ni nada, pero creía que tú también querías, que yo también te gusto... —Esa confianza que antes se había apoderado de Andrea se fue disipando hasta desaparecer por completo.

Entonces, ella suspiró y escuchaste cómo se levantaba del sofá. Cuando te apartaste las manos del rostro, ya no estaba. Te sentiste incómodo entre los platos con restos de salsa de tomate dispuestos en la mesa y los cojines color crema a tu espalda. Estabas en un piso que no era el tuyo, en un lugar en el que tú ya no pintabas nada. Percibiste un eco de pasos que regresaban desde la cocina y viste aparecer a Andrea con un vaso de agua y un paquete de pañuelos. Te los tendió y recogió de la mesa los residuos de la cena. «La lasaña estaba deliciosa, se habrá pasado horas cocinándola», pensaste, aunque sabías que lo que de verdad deberías preguntarte era qué carajo le ibas a decir. ¿Acaso le soltarías algo medianamente decente, casi bonito, en un esfuerzo por hacerla sentir mejor o le dirías la verdad?

Porque, ¿cuál es la verdad, Sergio?

Andrea volvió al salón y se sentó de nuevo en la esquina del sofá, con el cuerpo orientado al frente, sin mirarte. Parecía que también estaba ensayando un discurso. Tenías que tomarle la delantera, tus primeras palabras eran cruciales.

—Yo... te pido perdón, Andrea, lo siento.

—Si no te gusto, me podrías haber avisado antes, joder. Me habría ahorrado todo esto. —A pesar de que sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas, fruto del bochorno, pronunció cada palabra con crudeza, dejando que primero se asentaran en su boca, para luego soltarlas como si colocara losas sobre el suelo.

—No es eso, sí que me gustas, en plan, me caes bien y me pareces mona y todo eso. La cosa es que... —Intentaste aclarar, pero realmente ni siquiera tú sabías qué te pasaba, de modo que balbuceaste unos segundos hasta quedarte callado.  

—¿La cosa es que qué? ¿Que solo me ves como a una amiga? ¿Que eres gay? Venga, dime. —Estaba desesperada.

—Sí, o sea, no. A ver, sí, creo que es eso, que solo te veo como a una amiga, no que sea gay. —Cuando terminaste de hablar, ella se volvió hacia a ti y os contemplasteis en silencio unos instantes en los que sus ojos te interrogaron con la dureza de un juez. Aquella mirada verde manzana te pareció amarga y ácida, podías sentir su jugo bajando por tu garganta y abrasándola.

—¿Estás seguro de lo último?

—Sí.

—Vale.

No le diste tiempo a que pudiera hacerte más preguntas, te levantaste del sofá y te dirigiste hacia el recibidor. Iniciaste la despedida de espaldas, junto a la puerta, sin atreverte a mirarla, preparado para huir.

—Bueno, creo que es mejor que me vaya. La cena estaba muy buena, en serio, y... lo siento. —Hiciste un intento de girarte y por el rabillo del ojo viste cómo ella se hundía en el sofá y se llevaba una mano a la sien. Esperabas que te respondiera algo, pero no lo hizo—. Hasta luego. —Abriste la puerta y te marchaste.

 

Eres un capullo, Sergio.

Lo sabes, y por eso ahora vagas por las calles sin rumbo fijo y sin ninguna intención de volver a casa. El móvil prefieres no mirarlo, por si te encuentras algún mensaje de una Andrea que, algo más recuperada de la sorpresa y la humillación, te ha mandado un extenso texto en el que te haya puesto a parir. Cosa que no te resultaría extraña, porque es lo que te lo mereces, ¿verdad? Porque no sabes hacer otra cosa que ir por ahí haciendo que esas pobres chicas se generen expectativas, que se ilusionen, y entonces, cuando sientes que su felicidad está próxima, les atraviesas el corazón con una navaja oxidada y te largas. Pasáis de los mensajes diarios a bloquearos el contacto mutuamente y de repente os volvéis completos desconocidos. Esta es la tercera vez que lo haces, ya vas cogiendo experiencia.

Y también sabes que después de un par de semanas de darle vueltas a la cabeza, volverás a meterte en la aplicación de citas en busca y captura de tu media naranja, esa persona con la que siempre te han hecho soñar hasta el punto en que la necesitas desesperadamente. Porque en las comidas familiares, tus tías siempre te preguntan si tienes novia y te avergüenzas de ver que incluso tus primos y primas menores se sientan a la mesa con sus parejas y tú eres el único que se sigue sentando en una esquina, aislado, rezagado, con una sonrisa incómoda y rezando para que en algún momento dejen de compadecerse de ti. Porque tu madre ya te ha insinuado que quiere ser abuela, para llevar a sus nietos al parque, hacerles ropa a medida y cocinarles. Porque cuando quedas con tus colegas, acaban hablando sobre sus parejas o el número de tías con las que se han acostado últimamente, y tú tienes que aguantar los comentarios insulsos, las fanfarronadas, las bromas y las constantes referencias a tu persona, ya que todos saben que a ti no te va tan bien. Y, sobre todo, porque estás cansado, completamente asqueado, de la vida que llevas y no entiendes por qué al resto del mundo el amor y el sexo le parecen cuestiones sencillas y naturales, y en cambio a ti suponen un desafío.

¿Qué te pasa, Sergio?

 

A pesar de ser bastante tarde, es sábado por la noche en las calles de una Granada que todavía no se halla envuelta por ese calor sofocante propio del verano, de ahí que los bares estén repletos de gente. Te adentras en uno, te acercas entre empujones a la barra y pides una cerveza. La camarera te la sirve con una tapa, pero todavía notas en tu paladar el sabor de la lasaña y de la lengua de Andrea, así que la apartas con indiferencia.

Entre el barullo de gente, distingues a un compañero de clase. Parece que él también se encuentra solo, al igual que sueles verlo en el aula. Mantiene la mirada fija al frente mientras sostiene en una mano un vaso alargado del que va bebiendo de manera mecánica. Sin embargo, al cabo de un rato descubres que, en realidad, únicamente estaba esperando a que llegara otra persona. Una mano morena le golpea con cuidado el hombro y él se gira. Sonríe mostrando todos los dientes, sin duda, está feliz, como nunca imaginaste que su rostro impasible pudiera estarlo. Entonces, a su lado aparece un chico alto y delgado que lo abraza, lo besa y se dirige a la camarera para pedir algo de beber. Como no tienes nada mejor que hacer, te entretienes en observarlos. Al principio, intentas que no parezca obvio, tratas de mirar cada pocos minutos y siempre de reojo, por miedo a que piensen que los acosas, pero los ves tan inmersos en su conversación que abandonas toda discreción y te centras por completo en ellos. Los ves reírse, lanzarse miradas cargadas de significado y te imaginas que llenan los silencios con palabras sinceras, sin artificios, que resuenan por encima de la música y las voces de quienes los rodean. Engulles el último trago de cerveza y te apretujas entre las decenas de cuerpos para llegar hasta la salida.

 

Al finalizar la última clase de la jornada, le dices a tu colega que vas a preguntarle unas dudas al profesor y que no te espere. Él asiente, se despide de ti, recoge sus cosas y se marcha. Esperas a que la mayoría de la gente se haya ido y, en lugar de acercarte al profesor, te encaminas hacia ese chico solitario que se prepara para abandonar el aula.

—Perdona, Mario, ¿tienes un momento? —Lo detienes justo cuando se está colgando la mochila al hombro. Te mira extrañado y tuerce un poco los labios—. Siento molestarte, es que quería preguntarte unas cosas, pero... no sé muy bien ni por dónde empezar. —Eso es, la forma perfecta de animar a alguien a empezar una conversación, di que sí.

Por suerte, Mario decide detenerse a escucharte, se le ve buena gente. Deja su mochila de nuevo sobre la mesa y relaja los músculos del rostro.

—Sí, dime, no tengo prisa.

—Tú... tienes pareja, ¿verdad? Sales con un chico.

Él frunce el ceño, pero se esfuerza por esbozar una débil sonrisa. Probablemente empieza a arrepentirse de haber accedido a charlar contigo.

—Eh... sí, bueno, no creo que tengamos algo demasiado formal, pero se podría decir que sí, salgo con un chico. Soy gay, si es lo que querías saber.

Te sorprende que sea tan sincero y directo, y te preguntas cuántas veces habrá tenido que dar esa misma respuesta para que esté tan acostumbrado a ella y sea capaz de soltarla como quien recita de memoria el menú del día. Mario apoya los glúteos en la mesa y se cruza de brazos, esperando a que continúes la conversación. Aprovecha, se lo ve más intrigado que ofendido.

—Verás, es que yo... ¿Tú cuándo te diste cuenta de que te gustaban los hombres?

—Pues en mi caso no fue como esa gente que dice que ya desde la primaria se habían enamorado de su profesor o profesora y lo tuvieron siempre claro. Lo mío fue más hacia el final de la adolescencia. Intenté salir con una chica, pero eso no tiraba. En plan, sabía que no me gustaba, pero sentía que no tenía otra alternativa, ¿entiendes? Yo me he criado en un pueblo y ahí no había casi nada de visibilidad del colectivo. Y la que había estaba en los chistes. Cuando me fui del pueblo para estudiar, empecé a entender que existían otras formas de vida y probé a salir con chaval, y ahí ya lo tuve claro. Y desde entonces, no he vuelto a esconderme ni a negar lo que soy. —Cuando habla, mira al frente y con seguridad. Solo al finalizar clava en ti sus ojos. Son de color miel, densos, suaves y cálidos.

—A mí no me gustan las mujeres. —Sueltas a bocajarro. Tú mismo te sorprendes de tus palabras, que te suenan ajenas, y te sonrojas.

Mario se queda callado unos instantes y luego se echa a reír.

—Vale, perfecto —responde entre risas.

—Pero la cosa es... que tampoco me gustan los hombres. No me atrae nadie, al menos no en ese sentido. En plan, no llego a sentir nada romántico ni a querer tener... relaciones con nadie —aciertas a murmurar y entonces él empieza a tomarse más en serio la situación. Se coloca una mano bajo la mandíbula y te entorna los ojos—. Lo he intentado y me he esforzado mucho por hacer cosas que ni siquiera me terminan de gustar, pero de las que todo el mundo disfruta, porque eso es lo normal, ¿no? Enamorarse, liarse, tener pareja, acostarse... Pero yo es que no puedo, no me sale, y no sé qué me pasa.

—Déjame que te pregunte yo una cosa: ¿por qué me cuentas esto a mí, aquí y ahora?

Te muerdes el labio inferior y respiras hondo.

—Porque no tengo a nadie más con quien hablar de esto —confiesas en voz baja.

—Hay más orientaciones aparte de gay, bi o hetero, ¿lo sabías? Puede que estés en el espectro asexual o arromántico, o en ambos. —La ignorancia se te refleja en el rostro serio—. Veo que no tienes ni idea de qué te hablo. Pues ya tienes en qué pensar. —Se aparta de la mesa, coge su mochila y se la cuelga de nuevo al hombro—. Te recomiendo que primero, hagas una búsqueda por tu cuenta, con tranquilidad, y ya luego si tienes dudas, hablamos otro día o me escribes. Venga, adiós —se despide y camina hacia la salida del aula. Antes de atravesar la puerta, se gira y te observa. Estás solo en medio del aula vacía—. Y no te preocupes, Sergio, que no te pasa nada malo. —Esboza una media sonrisa y desaparece. Notas cómo la miel de sus ojos se ha ido colando por las grietas de tu ser y te ahogas en una profunda calma.

 

Al llegar a casa, vas directo a tu habitación. Tu madre te detiene en el pasillo y te pregunta por qué has vuelto tan tarde de clase y que si tienes hambre, porque te puede recalentar el almuerzo en un momento. Le mientes y le dices que ya has comido en la cafetería de la universidad, cuando en realidad solo te has comprado un sándwich de atún en una máquina expendedora y lo has mordisqueado de vuelta a casa. Pero ahora mismo lo único que te apetece es estar a solas.

Cierras la puerta del dormitorio tras de ti, dejas tu mochila en el suelo y te desplomas sobre la cama. La colcha y la almohada están calientes después de haber recibido un baño de sol durante toda la mañana y te queman ligeramente el abdomen y el rostro, pero eso no te molesta. Al cabo de unos minutos, recuerdas lo que venías a hacer. Te sacas el teléfono móvil del bolsillo de tu pantalón vaquero, desbloqueas la pantalla y abres el buscador. Dudas unos instantes y te muerdes el labio inferior. Finalmente, tecleas los términos que te dijo Mario.

Asexual.

Arromántico.  

Te pasas así diez, veinte, más de treinta minutos, yendo de una página web a otra, repasando las redes sociales y escuchando testimonios que nunca pudiste imaginar. Cuando cierras el buscador, el calor ya se ha disipado de la cama y en la almohada se ha formado una pequeña mancha húmeda y salada. Abres la aplicación de citas y, en lugar de repasar como de costumbre las decenas de perfiles ajenos, decides borrar el tuyo. Después, eliminas la aplicación de tu teléfono.

 

Eres aquello de lo que no se habla.

Lo que se supone que no debería existir, pero ahí está.  

Eres la excepción sagrada, inocente, fantaseada, enferma, frígida y todos los calificativos con los que quieran tacharte, pero en los que no habrás de confiar.

Eres lo que tu familia, tus amigos y muchísimas otras personas puede que jamás entiendan y que, si se lo confiesas, infantilicen, ridiculicen o compadezcan con aún más intensidad de la que ya lo hacen.

Eres algo de lo que no tienes por qué avergonzarte y de lo que habrás de dejar de culparte. Se acabó la búsqueda impuesta, la necesidad asfixiante, el sueño prefabricado, el maltrato etéreo.

Ya es hora de abrir los ojos y verte a través de tus propias pupilas.


sábado, 12 de abril de 2025

-Relato 4 de Virginia Alfonzo

 

Un mapa hacia Papá.

Los días en el internado San Miguel tenían la textura de una manta mojada: pesados, fríos, pegajosos al alma. Cuatro niños —Teo, Marta, Santi y Sofía— habían aprendido a caminar en puntas de pies por sus pasillos, como si cada baldosa escondiera un secreto dispuesto a gritar.

La luna brillaba en lo alto, bañando de luz todo a su paso, mientras tanto abajo, los árboles se mecían con la suave brisa que los arrullaba. En el orfanato, el reloj marcaba las once y en el interior los niños dormían tranquilamente sin sospechar la conspiración que se estaba gestando en las paredes frías que los resguardaban. Todos menos cuatro.

En una habitación apartada, aquellos cuatro niños permanecían en silencio, pero en su mirada había determinación: sabían lo que estaban por hacer.

Sofía tenía once años y la manía de morder la punta de sus mangas. Decía que los muros escuchaban. Llevaba un suéter verde desteñido que una vez fue de su madre, o eso aseguraba cada vez que alguien le preguntaba por su olor a lavanda muerta. Marta, con doce años, era pura voluntad. Una cicatriz en la ceja izquierda, como un acento grave tatuado en su rostro. Siempre vestía con una bufanda roja que no se quitaba ni en julio. La llamaban “la Jefa” y ella, por supuesto, nunca lo negó.

Santi y Teo eran hermanos del silencio. Santi hablaba con las manos y Teo, con la mirada. Ambos vestían igual: camisas beige remangadas, pantalones cortos de lino y zapatos que crujían con cada paso, como si quisieran delatarlos.

La historia comienza —porque toda fuga es una historia— con una carta arrugada bajo el colchón de Teo. No era reciente. De hecho, era más vieja que él.

"Te buscaré cuando pueda. Sé que estás en San Miguel. No te he olvidado. Papá."

Teo no comprendía aún que una mentira esperanzada puede doler más que la verdad. Tenía solo nueve años. Su madre había muerto en un accidente de coche que ni siquiera recordaba, y el internado se lo tragó como un pozo con hambre. Pero esa carta era una semilla. Y una semilla, incluso en el cemento, intenta crecer.

—¿Y si no está vivo? —preguntó Marta.

Teo no respondió. Porque cuando uno cree en algo, no lo explica. Lo persigue.

Mientras, Sofía recordaba una tarde con su madre, en una plaza con palomas gordas y niños sucios. Su madre le hablaba de constelaciones. “Las estrellas también se escapan”, le decía, señalando un cielo que ella apenas podía ver. Luego vino la ambulancia. Luego, el silencio.

—El plan es sencillo —dijo Marta, con voz baja pero firme—. Cuando todos estén dormidos, nos colamos por la ventana de la cocina. Ya sabemos cómo abrirla sin hacer ruido. Y luego, corremos hacia el bosque. Nos quedamos allí hasta que amanezca, y después buscamos un lugar para refugiarnos.

Sofía dudó.

—¿Y qué pasa si nos descubren? Nos castigarán, y no podremos volver a salir nunca más.

—No lo harán —respondió Marta, confiada—. El director cae como una piedra. Si no estamos en la cama a las tres de la mañana, nadie nos verá.

Y así, a las 3:12 a.m., “la hora de los cobardes” según Marta, emprendieron la fuga. Saltaron el muro del fondo, el que tenía una muesca que solo los internos conocían. Llevaban una mochila con galletas, dos botellas de agua, un mapa arrancado de un libro de geografía y una brújula que Sofía robó de la oficina del director.

Teo fue el primero en llegar a la ventana de la cocina, un pequeño marco de madera que daban al jardín trasero, el más cercano al bosque. Durante días, había estudiado cómo abrirla sin hacer ruido. Había logrado encontrar una pequeña hendidura en la cerradura y, con un par de giros rápidos, la ventana cedió. El viento nocturno entró con suavidad, y Teo asomó la cabeza para asegurarse de que el camino estaba despejado.

Marta y Sofía llegaron al mismo tiempo. Sofía, aunque nerviosa, respiró profundamente y se asomó al exterior, mirando la oscuridad del jardín. Santi, siempre más impaciente, fue el último en llegar, pero cuando vio que sus amigos ya estaban fuera, no dudó ni un segundo en seguirlos.

Saltaron con agilidad sobre el muro del jardín, dejando atrás las sombras del orfanato. El viento frío les acariciaba la piel, y por primera vez en mucho tiempo, se sintieron realmente vivos. El bosque los esperaba.

Mientras corrían, las ramas de los árboles crujían bajo sus pies. El sonido de sus respiraciones rápidas se mezclaba con el murmullo del viento entre las hojas. Sofía miraba hacia atrás, temerosa. Pero Marta, que siempre tenía una sonrisa confiada, la tomó de la mano y la animó a seguir.

Pasaron por un pequeño arroyo y se internaron más en el bosque. La luz de la luna los guiaba, pero el miedo y la esperanza era lo que los empujaba hacia adelante. Durante un rato, todo fue silencio, excepto por los ruidos nocturnos del bosque.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sofía, con su voz temblorosa—. ¿A dónde vamos?

—Al sur —dijo Teo—. Dijo que trabajaba en una carpintería de un pueblo llamado Guanta.

—Eso está a más de 200 kilómetros —susurró Santi.

—Entonces, mejor que empecemos a caminar —replicó Marta, ajustándose la bufanda como si fuera una armadura.

Al dejar atrás el muro del internado, lo supieron: el mundo era enorme y no tenía interés alguno en hacerlos sentir cómodos. Aun así, avanzaron. Corrían sin dirección clara, solo siguiendo el rumbo que marcaba la brújula y el temblor en el pecho de Teo. El aire les raspaba los pulmones y los ojos brillaban como si por fin pudieran ver algo más que muros color crema y franelas heredados.

—Somos libres —dijo Teo, jadeando.

—Somos fugitivos —corrigió Sofía, sin dejar de mirar atrás.

Santi no dijo nada, pero cada tanto sacaba una piedrita del zapato, como si la libertad también lastimaba.

Al amanecer, ya habían caminado casi veinte kilómetros. Descansaron detrás de una parada de autobús rural, abrazados como cachorros, tapados con un plástico negro que encontraron entre los arbustos.

Despertaron sucios, fríos y hambrientos. Las galletas se acabaron en el desayuno. Santi compartió media pastilla de menta que tenía escondida en un calcetín. Teo bebió agua de un grifo oxidado. Sofía se lavó la cara y sonrió frente al reflejo ondulado de un charco: aún se parecía a sí misma. Marta tomó el mapa. Su dedo, sucio de tierra, marcó la ruta. Parecía fácil. Todo parece fácil cuando está dibujado.

Durante el segundo día, la realidad comenzó a pesar. El calor se volvió una lengua áspera que les lamía la nuca. La bufanda de Marta parecía un mal chiste. Aun así, no se la quitó. Era su símbolo. Su escudo. Como si mientras la llevara, nadie pudiera verla temblar por dentro.

A mediodía, encontraron un río. No era un río épico ni fotogénico. Era un hilo marrón y espeso entre matorrales. Pero para ellos fue una bendición. Se descalzaron. Se rieron. Santi chapoteó como si tuviera cinco años. Teo se quedó mirando el agua correr.

¿Y si cuando lo encuentre... no me quiere? —pensó.

Aquella noche acamparon bajo un árbol enorme que Sofía bautizó como “El abuelo”. Lo abrazó incluso. Y no parecía tan loca. Era el primer ser vivo que los protegía sin exigir nada a cambio.

Podría contarles que en su camino encontraron gente buena. Y sí, algunas almas decentes asomaron por ahí, como luciérnagas. Pero también hubo otras. Un hombre en una camioneta que les pidió subirse “sólo para llevarlos más cerca”. Marta lo fulminó con la mirada.

—Nos vamos caminando —dijo firme.

Teo iba recordando una vez que su madre lo llevó a un parque con una fuente. Tenía seis años. Ella le enseñó a lanzar monedas y pedir deseos.

—¿Qué pediste? —le preguntó ella.

—Un barco. Para ir a buscar a papá.

Ella sonrió, triste. La clase de sonrisa que se usa cuando no se quiere llorar frente a un niño.

Seis días después, los niños huelen a sudor y miedo. Caminan por la banquina de una carretera donde los autos pasan como recuerdos que no quieren quedarse. Tienen hambre. Los pies de Sofía están llenos de ampollas, y Santi ha dejado de quejarse porque ya no tiene saliva. No eran los mismos niños. Tenían los rostros curtidos por el viento. Las mochilas estaban casi vacías. Llevaban los pantalones manchados, y los zapatos, deshechos.

Pero sus ojos... sus ojos eran más grandes. Más sabios.

Encontraron una casa abandonada. Durmieron sobre sacos de grano. Encendieron una fogata pequeña y, por primera vez, se permitieron soñar despiertos.

—¿Y si encontramos a tu papá y nos odia? —dijo Sofía.

—Entonces nos vamos —respondió Marta.

—¿Y si nos quiere? —preguntó Santi.

—Entonces nos quedamos —dijo Teo.

Y no hacía falta decir más.

Los cuatro fugitivos avanzaban por un mundo que no los esperaba. No sabían que el dolor de crecer no avisa. No sabían que cada paso los estaba cambiando, deshaciendo lo que eran, forjando lo que serían.

El mapa ya estaba borrado. Pero algo en sus corazones —quizá la brújula, quizá el hambre de amor— los seguía empujando al sur.

Un camionero les da pan y no hace preguntas. La bondad a veces se disfraza de indiferencia. La noche la pasan en un galpón abandonado. Hace frío. Sofía duerme abrazada a Teo. Marta vigila. Santi dibuja con un palo en el polvo. Un círculo. Una flecha. Un padre.

Y sí, claro, podríamos detenernos aquí y decir que el viaje fue noble, que los niños encontraron belleza en las hojas caídas y en el canto de los grillos. Pero sería mentir. Lo cierto es que el mundo no tiene tiempo para niños con hambre ni para cruzadas infantiles. Lo cierto es que la mayoría de los adultos que los vieron, miraron hacia otro lado. Porque ver niños solos es como mirarse al espejo cuando uno ya no cree en la bondad.

Teo una vez soñó que su padre era carpintero de barcos. En el sueño, tenía las manos llenas de astillas y una sonrisa torcida. Le decía que cada clavo era una promesa. Luego se despertó empapado en sudor, sin barco, sin padre, sin promesas.

Llegaron a un pueblo llamado Cumaná, un viejo les regaló una dirección. “Allí vive un tal Guzmán, carpintero, hace veinte años que no lo veo, pero tal vez...”. Teo guardó ese papel como si fuera un diamante. Santi lo dobló con precisión militar. Sofía lo envolvió en un pañuelo. Marta dijo: “Vamos.”

Ya en el horizonte, donde la tierra se hace más baja y el cielo más ancho, los esperaba una casa azul. Y la verdad.

Dos días después, están ahí. Frente a una casa de madera pintada de azul. El buzón dice “Guzmán”. La puerta está entreabierta.

—¿Y si no quiere vernos? —pregunta Sofía.

—Entonces no es él —responde Teo, y empuja.

Dentro, huele a aserrín y café viejo. Hay fotos en blanco y negro. Un banco de trabajo cubierto de virutas. La luz entra por una ventana polvorienta. Hay herramientas colgadas con un orden obsesivo, como si alguien intentara sostener su mente a través del control. Un banco de trabajo ocupa media sala. Sobre él, una maqueta de velero, a medio terminar. Un velero de madera. El aire es espeso. Los minutos se vuelven lentos.

Entonces, lo ven. Un hombre de espaldas, encorvado, con el cabello como algodón sucio.

—¿Papá?

El hombre gira lentamente. Sus ojos son dos pozos secos. Mira a Teo. A los otros. Luego, al suelo.

—No...no puede ser —murmura el hombre. Su voz es áspera, como si llevara años sin usarse para decir algo blando.

No hay música. No hay abrazos. Solo silencio. Y el crujido de los zapatos de Santi.

—Te busqué —dice Teo. Sus ojos arden. Pero no llora. Aún no.

El hombre cae de rodillas. No como quien se rinde, sino como quien recuerda cómo doler.

—Teo... Teo, hijo... yo no supe cómo seguir... después de tu madre...

Sus palabras son fragmentos. No construyen nada sólido. Solo caen.

—Estaba roto. Era cobarde. No merezco esto. No merezco que estés aquí.

Silencio.

Luego de unos segundo, Teo dice algo. Algo tan simple y tan cruel como un cuchillo pequeño:

—No tienes que serlo si no quieres.

No hay música. No hay redención. Solo la verdad, áspera como lija. Sofía se tapa la boca. Marta mira el suelo. Santi se cruza de brazos y aprieta los labios.

Pero el hombre sigue llorando. No con un llanto bonito, no, es un llanto torcido, húmedo. Como si sacara de su cuerpo algo oxidado. Se arrodilla frente a Teo y baja la cabeza. No lo toca. No se atreve.

—No sé cómo ser padre. No lo sé. Pero si me das una oportunidad... una mínima... puedo... puedo intentar aprender.

Teo lo mira. En ese momento, todos los días en el internado, todas las noches deseando una voz, una figura, una mano que no soltara… todo eso se acumula en su pecho.

—No quiero otro intento fallido —dice.

—Yo tampoco.

    No hubo reunión dramática, ni violines de fondo o abrazos eternos. La vida no se acomodó a las fantasías de la infancia, pero, como ocurre a veces, abrió una grieta. Y por esa grieta entró la luz.

 Dos años después, un taller de carpintería en Cumaná contaba con cuatro aprendices. Sofía hacía figuras de animales. Marta diseñaba muebles con nombres de constelaciones. Santi esculpía en silencio. Y Teo… Teo hacia barcos. De madera, de papel, de sueños.

    El hombre que vivía con ellos ya no lloraba tanto. Algunas noches cocinaba para los cuatro, otras les contaba historias que ni él sabía si eran ciertas. Pero estaba allí. Y eso, para quienes venían del vacío, era más que suficiente.

martes, 8 de abril de 2025

-Relato 3 de Ignacio Quezada

Me gustaría beber una copa con mi esposo

La noche del jueves Luisa había comprado una botella de vino para compartirla con Andrés. Cuando llegó a casa la dejó encima de la mesa del comedor y le dijo que pensaba que podían tomarla al otro día, después de clases. Él la miró sonriendo y le hizo un espacio en la mesa para que se sentara. Movió los papeles y su cuaderno de notas y siguió revisando los exámenes pendientes que tenía que llevar al otro día a la escuela, mientras ella iba a la habitación a buscar los suyos. Al volver se sentó frente a él y se puso a trabajar hasta que terminó de revisarlos. Antes de irse a acostar le dijo a Andrés que dejara el vino ahí.

    —Así en la mañana tenemos una motivación para ir a trabajar —le dijo riendo.

    Una hora después Andrés terminó de revisar sus exámenes, dio un par de vueltas por la casa cerrando ventanas, cortinas y puertas. Antes de acostarse se quedó mirando la botella encima de la mesa y resolvió guardarla en la cocina. Cuando entró a la habitación la luz de la mesita de noche estaba prendida. Luisa ya dormía y el reloj de la mesita marcaba las tres de la mañana. Desde que había empezado el año escolar no lograban acostarse temprano. A veces él se quedaba despierto hasta más tarde y a veces era ella quien no terminaba de revisar y planificar sus clases y se quedaba despierta unas horas más trabajando. Esa noche, antes de que ella se fuera a la cama, Andrés le dijo que agradecía el gesto de la botella.

    —Hay que descansar en algún momento, ¿no? Hace tiempo que no pasamos un viernes tomando algo, sin preparar las clases de la semana siguiente.

    —Sí es verdad.

    Al otro día, como todos los viernes, les costó salir de la cama. Las últimas semanas habían sido duras y él último día siempre terminaban levantándose apurados. Se turnaron en la ducha y arreglaron sus cosas, tomándose rápidamente una taza de café antes de salir. Era de noche todavía cuando se subieron al auto y en el camino, mientras amanecía, se pusieron a hablar de las clases que debían hacer ese día.

    —Hoy tengo que entregarle esos exámenes a los de primer año. Tú también los tienes hoy, ¿o no?

    —Sí, los tengo ahora, en la primera hora.

    —Yo en la segunda. ¿Eran de ellos también tus exámenes?

    —No, eran de los chicos de tercero.  

    —Menos mal, así reciben una mala noticia y no dos —dijo Andrés riendo.

    —¿Les fue muy mal?

    —Sí, a casi todos. Por más que lo intento, es el curso que peor les va en matemáticas.

    —Quizás eres muy exigente.

    —Sí, quizás. Pero tengo que nivelarlos de alguna manera. A este paso el próximo año no entenderán nada.

    Cuando llegaron a la escuela se despidieron en la entrada y cada uno se dirigió a su departamento a preparar las clases que debían dictar en la primera hora.

    —Voy a tratar que mis chicos se diviertan un poco, así los tienes de buen humor cuando les entregues los exámenes.

    —Gracias —le respondió Andrés riendo.

    —Y oye, intenta no ser tan duro con ellos, que son mis niños.

    —Sí, intentaré no arruinarles el desayuno.

    Cuando Luisa entró a la sala todavía no habían llegado todos. De todas, la primera clase siempre era la más difícil. La mayoría de los alumnos llegaban tarde y todavía muy dormidos o, en el peor de los casos, venían del trabajo, por lo que al llegar se recostaban directamente a dormir sobre las mesas. Sin embargo, durante el primer recreo, aprovechaban todos de ir a la cafetería a desayunar. Eso los despertaba un poco y hacía que en las siguientes clases estuvieran más atentos.

    Durante los primeros veinte minutos Luisa los dejó dormir, mientras terminaba de llenarse la sala con los chicos que venían tarde. Con la excusa de ir a buscar unos documentos para trabajar en clase, fue al baño de la sala de profesores y también dormitó ella un poco. Cuando volvió habían llegado casi todos y a los pocos que estaban despiertos les dijo que no había logrado encontrar lo que tenía preparado para ese día y les hizo hacer una actividad en grupos. Fue despertando tranquilamente a los demás y los dejó trabajando con sus compañeros. A medida que avanzaba la hora y los chicos empezaban a hablar entre ellos y a dejar de hacer la actividad, ella no les dijo nada ni les llamó la atención. Unos minutos después comenzó a llamarlos por sus nombres para anotar la asistencia.

    —¿Qué tal?

    —Todo tranquilo. Los dejé dormir un poco y luego les hice una actividad que no tomaron mucho en cuenta, así que te los dejo listos. 

    —Gracias.

    —Oye, el chico del que me hablaste, González…

    —¿Cuál de los dos?

    —Nicolás, que me dijiste que le había ido bien en el examen.

    —Ah, sí, el único. ¿Qué pasa con él?

    —No vino hoy, por si acaso.

    —Bueno, al menos se va a salvar de que los demás lo miren mal.

    En la sala del departamento de matemáticas un colega le preguntó a Andrés si tenía planes para esa noche. Dio una respuesta vaga de que pasaría la velada con Luisa en su casa.

    —Algo íntimo, entonces —le dijo el colega riendo pícaramente—. Habrán comprado algo para comer, alguna cosita para tomar… Una noche romántica, ¿eh?

    —Sí, la verdad es que algo así —respondió Andrés rápidamente.   

    La segunda clase del día era más animada. Los chicos estaban más despiertos y todo se desenvolvía más rápido. La mayoría no recordaba que ese día Andrés debía llevarles los exámenes, así que se quedaron atentos cuando mencionó que les iba a entregar los resultados. Al principio algunos chicos se paraban de sus sillas e iban a preguntarle a los que habían recibido su nota qué tal les había ido. Sin embargo, a medida que Andrés iba entregando los resultados, los chicos fueron perdiendo interés. Todo se desenvolvió de pronto en absoluto silencio, hasta que una vez que terminó, Andrés les dio una charla sobre su desempeño. 

    —Intenta no ser tan duro con ellos —le había dicho Luisa.

    En la charla omitió el caso de Nicolás y se dirigió a todos por igual, resaltando que en el segundo semestre todos podían mejorar sus notas si estudiaban y trabajaban en clase. Cuando terminó y los chicos empezaron a salir de la sala, llamó a uno de ellos y le entregó el examen de su compañero. 

    —Por si se lo puedes pasar a tu amigo el lunes, que yo no tengo clases con ustedes y hoy no vino.

    El chico, sin embargo, le dijo que se lo pasaría en el recreo porque aseguró que había visto a Nicolás esa mañana antes de entrar a clase.

    En el pasillo Andrés se encontró con Luisa y le preguntó si estaba segura de que Nicolás no había estado en clase con ella. Al llegar a la sala de profesores solo se encontró a Olga, la profesora de Historia, y no alcanzó a preguntarle si ella lo había visto cuando el director entró por la puerta para avisarles que fueran rápido con sus cursos y les anunciaran que las clases se terminaban por el día. 

    —Encontraron a un estudiante inconsciente en el baño.

    —¿Quién?

    —Nicolás González, de primer año.

    —¿Qué pasó?

    —Después les digo, vayan a clases ahora.

    Andrés se dirigió rápido al curso que le correspondía, buscando por los pasillos a Luisa, y cuando pasó por su sala notó que en lugar de ella había otro profesor. El rumor se había expandido rápidamente por toda la escuela y cuando empezó a explicarle a sus alumnos que había ocurrido un incidente y que no podía dar mayores detalles, uno de los estudiantes le preguntó si era verdad que un chico de primer año se había intentado matar en el baño. Andrés lo miró unos segundos y se dirigió a todos:

    —No puedo dar detalles, chicos. Solo les puedo decir que un estudiante ha tenido un incidente y que como escuela se ha tomado la decisión de suspender las clases por hoy.

    —Es ese chico González, ¿o no? Yo lo vi hoy en la mañana en el baño.

    —Chicos, no insistan. Ordenen sus cosas y vayan a sus casas. El lunes hablamos.

    En los pasillos los estudiantes se habían reunido en distintos grupos para hablar del tema y entre los profesores comenzaron a hacer presión para que se fueran a sus casas. En la oficina de secretaría sonaba sin parar el teléfono y se escuchaba a uno de los profesores administrativos hablar con los padres que llamaban para saber qué estaba ocurriendo. Mientras se cercioraba de que no quedara ningún estudiante en las salas de clases, Andrés buscaba con la mirada a Luisa y una vez que ya todos los chicos se habían ido se encontró con ella afuera del baño. Estaba con otros profesores y con una estudiante a quien ella le decía que no se preocupara y que se fuera a casa.

    —Se lo han llevado en la ambulancia. Entraron por la parte de atrás para no alarmar a los alumnos, como si todo el mundo no se hubiera dado cuenta —le dijo Luisa susurrando, mientras se secaba las lágrimas de los ojos.

    —¿Estás bien?

    —Era mi estudiante, Andrés. No sé cómo pasó.

    —Estas cosas pasan, Luisa. ¿Qué hacía Catalina ahí?

    —Eran novios, no quiso irse hasta que se lo llevaron… Ni siquiera sabía que tenía novia, ¿te das cuenta?

    —¿Qué fue lo que pasó?

    Camino a la casa, en el auto, Andrés intentó decirle a Luisa que era difícil saber por lo que estaban pasando los chicos, sobre todo a esa edad y teniendo en cuenta la cantidad de alumnos a los que le hacían clase. Sin embargo, dejó de insistir a medida que Luisa dejó de responderle. Cuando llegaron a casa Andrés fue directo a la cocina a preparar un poco de café. 

    —¿Qué hacemos? —le preguntó mientras le extendía una taza.

    —No sé, supongo que llamar a alguien, pero no sé a quién.

    —Alguien de la escuela debe estar con los padres. Voy a llamar a Alfonso, al fin y al cabo, es el director. Él debe estar con ellos o por lo menos debe saber algo.

    Luisa encendió un cigarrillo mientras se tomaba el café que le había preparado Andrés. Este salió al patio a hacer la llamada. Cuando volvió le retiró la taza vacía y le ofreció otra.

    —No, gracias. Estoy bien.

    —Alfonso está en el hospital. ¿Quieres que vayamos?

    —No sé, quizás puede ser un poco invasivo, para los padres, me refiero.

    —Los padres entraron con Nicolás a urgencias. Alfonso está con otros familiares esperando. Dijo que estaba hablando con la policía, haciendo declaraciones y me dijo que lo más probable es que te llamen en algún momento, así que quizás es mejor que vayamos ahora.

    —Sí, es verdad. Yo estuve con los chicos en la primera hora.

    Cuando llegaron al hospital el director los saludó rápidamente mientras les decía a los policías que Luisa era la profesora jefa del curso de Nicolás y que había estado con ellos en la primera hora. 

    —¿Segura que no lo viste? Los chicos decían que había llegado temprano —le preguntó a Luisa mientras la llevaba a donde uno de los policías.

    Mientras Luisa hablaba con el policía, Andrés se quedó conversando con Alfonso.

    —¿Por qué no me dijiste nada? Uno de los chicos me dijo que se había intentado matar y no supe qué responderle.

    —Lo siento, Andrés. No tenía tiempo, la ambulancia venía en camino y tenía que recibir a los padres. Te imaginas cómo venían.

    Estuvieron esperando afuera de la sala de recepción de urgencias, hasta que un médico salió a decirles que Nicolás estaba en observación y que los padres le mandaban a darles las gracias por esperar, pero que ya se podían ir. Andrés le preguntó si era muy grave y el médico le dijo que todavía tenían que ver cómo respondía durante la noche. Ambos le dieron las gracias al médico y se despidieron de Alfonso antes de subirse al auto y partir camino a casa. Durante el viaje, recibieron una llamada de Olga, la profesora de Historia, que les preguntó si querían ir a tomarse una copa para hablar del tema. Mientras Andrés le empezaba a decir que quizás era mejor que se fueran a descansar, Luisa lo interrumpió.

    —Ella igual estaba afectada. Deberíamos ir, les tiene mucho cariño a mis chicos.

    —¿Estás segura? —preguntó Andrés tapando el auricular del teléfono.

    —Sí, vamos un rato.

    Se encontraron con Olga en un bar del centro. Ella había pedido una botella de vino y tres copas para esperarlos.

    —¿Cómo estás?

    —Preocupada, Andrés, preocupada. No sé cómo dejamos que pasen estas cosas.

    —No es que podamos hacer mucho, ¿o sí?

    —Deberíamos poder —dijo Luisa—. El problema es que en la escuela no nos dejan interiorizarnos por la vida de los chicos. Tú me contaste recién que Alfonso ni siquiera te dijo lo que había pasado, ¿o no? ¿Cómo puede hacer eso y mandarte a clase?

    —Tú sabes que Alfonso es un inepto.

    —Tú lo has dicho —dijo Olga—. Luisa ¿tú no notaste nada raro en este chico? El último tiempo, me refiero.

    —No, la verdad es que no. Pero como te decía, en la escuela ni siquiera tenemos tiempo para hablar con ellos, ni con los padres. Ni siquiera sabía que tenía novia. Pobre, debe estar preocupada. Ni siquiera sé si le contaron lo que pasó.

    —¿Tú no le dijiste nada? —preguntó Andrés.

    —No, no pude. No sabía si debía, tampoco. Además, estaba Alfonso intentando controlar todo. Ni siquiera me dejó hablar con sus padres.

    —Bueno, no sé si eso hubiera sido lo mejor, Luisita —dijo Olga.

    —Sí, es verdad. Pero es esa actitud de mierda, de querer que todo parezca que está bien, de esconderlo todo, que me enferma, ¿sabes? ¿Crees que Alfonso me preguntó algo antes de que fuéramos al hospital?

    —Tampoco me preguntó nada a mí cuando lo llamé. Bueno, ni siquiera me explicó lo que había pasado cuando nos mandó a los dos a clase.

    —Es terrible —dijo Olga—. Yo me enteré por uno de mis alumnos que me dijo que al parecer había un chico muerto en el baño. No sabía qué decir.

    —Me pasó algo parecido —dijo Andrés—. A mí uno de los chicos me dijo que un estudiante se había intentado matar.

    —Imagínate. Yo estaba asustadísima. Fue cuando me encontré contigo, Luisa, que supe que al final el chico no… Ah, ¿y tú? ¿Cómo te enteraste?

    —Fueron los de la ambulancia —respondió Luisa—. Alfonso me dijo que tenía que acompañarlo al baño porque uno de mis chicos se encontraba mal. Yo pensé que estaba enfermo o algo parecido y cuando llegué ya lo estaban subiendo a la camilla. Me quedé paralizada. Me acerqué a uno de los paramédicos y él me contó que al parecer Nicolás se había tomado una caja de pastillas. Los padres ya estaban arriba de la ambulancia. Me miraron y no supe qué decirles. Hubieran visto sus caras, era como si entre toda su angustia me culparan a mí de lo que estaba pasando.

    —Tranquila, niña. No es tu culpa —le dijo Olga—. Te entiendo, a mí también me pasó un caso similar, antes de que ustedes llegaran a la escuela. Lo importante en momentos como estos es entender que no es culpa nuestra.

    A medida que iban conversando la botella de vino se había ido acabando. En un momento Andrés le preguntó a Luisa si quería que fueran luego para su casa, pero ella le respondió que prefería quedarse otro rato más. Mientras hablaban Olga pidió otra botella y siguieron unas horas más hablando del suceso. Cuando terminaron la segunda botella Andrés le dijo a Luisa que quizás ya era momento de partir. En el camino pasaron a dejar a Olga a su casa.

    —Bueno, hasta el lunes. Avísenme si saben algo, ¿ya?

    —Gracias, Olga. Descansa —dijo Luisa.

    Olga dio la vuelta al auto y se asomó por la ventana de Andrés.

    —Avísame cualquier cosa, ¿ya? Y avísame cómo sigue Luisa.

    —Tranquila, yo te hablo mañana.

    Cuando llegaron a la casa ya era tarde y Andrés le preguntó a Luisa si quería tomar un té antes de ir a la cama. Ella le respondió que no, que no se sentía bien, y encendió un cigarrillo sentada en el sofá.

    —El vino me dejó un poco mareada.              

    Mientras se preparaba un té en la cocina Andrés miró la botella que había guardado en uno de los muebles. Cuando volvió se sentó al lado de Luisa y encendió un cigarrillo.

    —Mañana deberíamos llamar temprano a Alfonso para saber cómo sigue todo.

    —Sí…

    —¿Quieres ir a la cama?

    Luisa guardó silencio un momento y se volteó a mirar la mesa del comedor.

    —¿Y la botella?

    —Pensé que podríamos dejarla para otro día… ha sido una jornada larga. Además, te sientes mal.

    —Una copa más no me va a hacer mal… ¿No quieres que la tomemos ahora? —le preguntó Luisa sonriendo.

    Andrés guardó silencio un momento.

    —Dijimos que íbamos a tomarla esta noche, ¿o no? —continuó.

    —Sí, o sea, tú dijiste.

    —Y tú aceptaste.

    —Bueno, sí, pero…

    —¿Qué pasa?

    —Nada, es solo que nos tomamos unas copas con Olga y todo eso. Supuse que querrías descansar.

    Luisa lo miró con detención.

    —Te lo agradezco, pero dime la verdad. 

    —¿Qué cosa?

    —¿No quieres que siga bebiendo?

    —No, no es eso. O sea, creo que…

    —Que no debería seguir bebiendo. —Ambos hicieron una pausa y encendieron un cigarrillo.

    —Creo que ha sido un día duro para ti…

    —Sí, y me gustaría beber una copa con mi esposo, como habíamos dicho. 

    —¿No te preocupa lo que pueda pasarle a Nicolás?

    —Sí, obvio que sí. Estoy cansada, ha sido un día agotador, demasiado agotador. Lo sabes. Solo quiero tomarme una copa de vino contigo antes de irme a acostar y continuar con todo esto.

    —Luisa…

    —¿Qué?

    Andrés guardó silencio un momento.

    —Luisa, llevabas seis meses sin…

    —¿En serio?

    —¿En serio qué?

    —¿En serio me vas a decir eso? Me desvivo trabajando, día y noche…

    —¡Yo también!

    —¡Sí, y no te digo nada cuando te tomas una cerveza antes de acostarte! ¿Crees que no me doy cuenta? Yo también puedo hacer lo mismo, ¿o no?

    —Es distinto…

    —¿Por qué? ¿Por qué es tan distinto?

    —Yo no estoy tratando de dejarlo.

    Ambos guardaron silencio mirándose frente a frente. De pronto, Luisa se levantó a buscar la botella de vino en uno de los muebles del comedor.

    —No está ahí…

    Cuando volvió de la cocina con la botella se sirvió una copa y se sentó en la mesa. Encendió un cigarrillo.

    —¿No me vas a ofrecer?

    —¿Has pensado que quizás tú también deberías dejarlo…?

    —¿Por qué dices eso?

    —¿...que quizás es un poco hipócrita de tu parte?

    —No voy a seguir hablando así, ¿sabes?

    —¿Has pensado que quizás es un poco hipócrita de tu parte?

    —Buenas noches. —Andrés se levantó del sofá y se dirigió a la habitación.

    —¡Te estoy preguntando algo! —dijo Luisa sin obtener respuesta.

    Una hora más tarde, cuando despertó, Andrés notó que estaba solo en la cama. Miró en su teléfono un mensaje de Alfonso. Cuando lo leyó prendió la luz de la mesita de noche y fue rápido a la sala.

    —Me escribió Alfonso —dijo en voz baja mientras intentaba despertar a Luisa, que dormía en el sofá.

    Miró hacia la mesa y vio la botella vacía.

    —Nicolás…

    —¿Ah? —le respondió entre dormida Luisa.

    —Nicolás. No lograron… —Antes de terminar la frase se detuvo. Luisa dormía profundamente.

    Con cuidado tomó una manta de la habitación y cubrió a Luisa con ella. Cuando se acostó, antes de dormir, miró el reloj de la mesita de noche que marcaba las tres de la mañana. Lo tomó y puso una alarma para tres horas más y apagó la luz.