miércoles, 15 de mayo de 2024

- Relato 6 de Andy Jorge Blanco

La luz

Por Andy Jorge Blanco

Vuélvete a quejar. Es la segunda vez en el día que cortan la luz y, siempre que pasa, la incertidumbre de cuándo regresará viene a reinarte el cuerpo, a habitar, como una espesa nube de humo, sobre tu cabeza. Piensa: “Por lo menos me dio tiempo a terminar la comida”. Recuerda que tu madre decía que siempre hay una luz al final del túnel. Di: “Esto no hay quién lo aguante”. Comprueba en tu reloj de pulsera que es la hora. Afuera, el sol estalla contra el pavimento, como si una furia astral tomara represalias contra las calles de tu pueblo. Con la vista perdida en el patio, suspira en voz alta: “Si tuviese paneles solares”. Acto seguido, di: “Mira que eres comemierda, Mayra”. Echa el almuerzo en el bolso. Antes de salir, mírate al espejo de la sala y retoca las imperfecciones que dejaron el rímel y el lápiz labial. Toma el paraguas. El médico te dijo que el sempiterno sol de esta isla da cáncer de piel. Camina treinta y siete minutos hasta el hospital.

      Si en el Cuerpo de Guardia las enfermeras vuelven a saludarte con lástima, como siempre, responde con una sonrisa igual de lastimera, como siempre. Siente el deseo compulsivo de decirles, de gritarles: “¡No necesito la compasión de nadie!”. Haz un gesto cordial con la mano y di: “Buenas tardes”. Sube las escaleras a tal ritmo que llegues agitada a la cuarta planta. Entra a aquella habitación cargada con un olor a pena, a gente terriblemente enferma. Da las gracias a la vecina por haberse quedado con tu madre mientras preparabas el almuerzo y te duchabas en casa. Dile: “Hasta mañana”.

      Llevas dos semanas en esta sala médica desde que a tu madre la ingresaron para hacerle análisis. Han pasado tres meses desde que le dio el infarto cerebral y ahora solo escuchas a los doctores hablar de “accidente cerebrovascular”, “tomografía computarizada”, “resonancia magnética”, “tienes que estar preparada”. Odias esa última frase. Llevas dos semanas sintiéndote más desamparada que nunca. Más sola que nunca. “En los hospitales se acentúa la soledad”, te dices.

      El médico pasa, cama por cama, dando el parte de la tarde. Siempre se presenta: “Soy el doctor Antonio Alacio”. Pregúntale y escucha cómo te dice, con una frialdad espantosa: “Es Alzheimer, tienes que estar preparada”. Ten ganas de borrarle la última frase de la boca. Di: “Gracias”. No te sorprendas, pero siente pánico. Tiembla. Tu madre mira al doctor y le dice, con los ojos llenos de lágrimas: “Ernestico, qué guapo estás. ¿No es verdad, mija?”.

 

–Buenos días, mamá –dice Ernestico con voz de no haber desayunado cuando coge tu llamada.

      Primero tírale un beso, apenas lo veas tras la pantalla. Luego, di:

      –Hola, koala.

      Mira cómo siempre sonríe cuando lo llamas así. Tienes en tu mesita de noche una foto de él con tres años, disfrazado de koala. Han pasado veintidós, pero le sigues diciendo así. Mofli era el único dibujo animado que le calmaba el llanto cuando niño. Recuerda cómo lo acostabas en las noches, tarareándole: “Mofli tiene sueño. Mofli se ha dormido”. Míralo y piensa que, para ti, sigue siendo tu pequeño, tu koala, aunque se haya casado y viva, desde hace cuatro meses, lejos de ti, cruzando el estrecho, en Fort Myers.

      Ernestico te pregunta por qué no estás en el hospital. Pregunta por la abuela. Le sueltas, no con la frialdad espantosa del médico, pero le sueltas el diagnóstico. Anoche fue el alta, le dices, y aquí estamos, mijo. Siente que el llanto que se te ahoga en la garganta es, entre otras cosas, porque quieres decirle a tu hijo: “Te necesito más que nunca”. Sin embargo, solo atina a decir, con una mezcla de voz cortada, pero firme: “Te extraño”. Cuando cuelgues, ten ganas de desplomarte, como lo hizo tu madre en el baño. No había pasado ni un mes desde que Ernestico se fue y, desde aquella caída, desde aquel infarto, la vida te cambió con la rapidez con que se seca la ropa bajo el sol de agosto.

      Te quedan dos horas para lavar todo lo sucio del hospital. Por la radio anunciaron que cortarían la luz a las diez de la mañana. No especificaron cuándo restablecerían el servicio. Últimamente, todo lo que se va avisa la partida, pero nunca el regreso. Así pasó con Ernestico. “El pobre, allá la vida es dura y no sabe cuándo volverá”, te dices para consolarte. “¿Volverá?”, te castigas. “Claro que sí”, sonríes.

      Pon la lavadora. Échale la ropa y presiona el modo automático. Déjala que trabaje sola, para que sepa lo que se siente. Que lave, que enjuague, que centrifugue. Sin la ayuda de nadie. Haz que se sienta huérfana. Escucha que tu madre te llama, como una queja:

      –Mireyita, tráeme un poquito de agua.

      –Soy Mayra, mami, tu hija. Toma el agua.

      –Gracias, Mireya. ¿Escuché que estás lavando?

      –Como Mireya estás tú, mami: En todo menos en lo de ella –dile y siente la felicidad que, de súbito, te invade el cuerpo cuando ves que tu madre se sonríe. Desde que infartó es la primera vez que una risa le ha vuelto a achinar los ojos. Siente, por fin, que no estás muerta. Que, aunque tu madre te cambie el nombre y mañana no te reconozca, al menos hoy ha sonreído. Y eso es suficiente.

      Desocupa la lavadora y tiende todo. Imagina que las sábanas que acabas de colgar se escapan, una tras otra, como en un desfile militar. Ordenadas. En fila. Piensa que todo el mundo quiere irse de esta casa, hasta la ropa de cama. Sigue viéndolas marchar, con el repicar de un paso doble. Pestañea. Vuelve a hacerlo. Mira cómo las sábanas blancas ondean en el tendedero, beligerantes, como la bandera del bando que se rinde en una guerra. Siente que piensas demasiado, que no es bueno. Convéncete que eres, contigo misma, demasiado dura, como la ropa olvidada por días bajo el azote del verano. Ten deseos, después de casi un mes, después del apagón puntual de las diez de la mañana, de telefonear a Arturo.

 

Cuando llegue y te abrace, no le digas “te extrañé”, ni “ya estaba necesitando a un hombre”. Quédate en silencio y déjalo hacer. Arturo no dice nada. Te aparta el pelo, lo toma con el índice y lo coloca justo detrás de tu oreja, como quien corre una cortina y la deja, sobre la manilla de la ventana, para que entre la luz. Te besa los labios. Di: “Hace calor”. Escucha cómo él asiente y te dice “sí, qué calor, ¿pongo el ventilador?”. Haz una mueca, como escéptica, y responde: “No hay luz desde las diez”. Arturo dice que no importa, que el viento del norte siempre refresca, y te vuelve a besar. Di que no puedes, que lo sientes, que te ahogas. “Para”, di.

      –No llores, mi vida. –Te besa, esta vez en la frente, como un consuelo, y vuelve a apartarte el pelo que te ha caído, suave, delante de los ojos–. Siento mucho lo de tu madre y…

      –No sigas, por favor –interrúmpelo.

      –Perdóname –dice e intenta calmarte, pero no sabe cómo. Está nervioso. No tiene idea de qué hacer cuando una mujer llora. Solo atina a secarte las lágrimas con una delicadeza que causa ternura y te besa la punta de la nariz–. Tranquila, yo estoy aquí, estoy aquí contigo, mi vida.

      Deja que siga acariciándote como si temiera herirte con la yema de los dedos que parecen sobrevolarte la piel. Deja que te acomode siempre el pelo tras las orejas, que bese tu llanto salado, luego la nariz, luego los labios. Deja que se lance de a poco, con su habitual hambre salvaje, sobre tu cuerpo que empieza a pedir a gritos un hombre salvaje, de veintinueve años y con el ímpetu de un mambí en plena guerra. Un hombre como Arturo, que te calma y te reinicia. Sé brusca, directa. Di:

      –¿Trajiste condones?

      Mientras caminas al armario pregúntale por qué siempre se le olvidan. Hurga en la gaveta. Mírate las venas de las manos, la artrosis prematura. Estás a punto de cumplir cincuenta años y nada es como cuando fuiste la estrella del baile en el instituto. Piensa: “Medio siglo en las costillas, Mayra… ¿Dónde coño están los condones?”. Di, sacando una tira de tres: “Aquí están. De la línea Momentos, hechos para sentir”. Déjate caer en el colchón y escucha cómo, de repente, un pensamiento te agarra a traición y te dice que ya no estás para estas contiendas. Ríete de eso. Ah, te ríes por fin. Y termina, desnuda, bajo las sábanas, y enredada en el cuello de Arturo que te refresca y que huele al sudor mezclado de los dos, como a apio. Di, con cierto aire de resignación y sin mirarlo a los ojos:

      –No puede ser. Está mal.

      –¿Otra vez con lo mismo, Mayra? –responde él y tú te apartas para esta vez mirarlo de frente.

      –Tú puedes ser mi hijo, Arturo.

      –Pero no lo soy.

      –Ya, pero está mal. Casi te duplico la edad. Y ahora mira, con mi madre enferma y postrada, yo no estoy para estas contiendas.

      Pierde la vista en el techo. Acabas de darle voz al pensamiento que te traicionó hace unos minutos y ahora sientes que has tomado una decisión y sientes, también, una profunda sensación de vacío, como si pesases menos. Antes de que se vaya, dile, como quien da un veredicto:

      Necesito un compañero, no un amante.

      Un amante es como tener alquilada una bicicleta. Pedaleas, te agitas, sudas, pero luego tienes que devolverla a la tienda. Es un préstamo. Un compañero, en cambio, significa otra cosa. Significa, por ejemplo, tener una bici propia.

 

Da el almuerzo a tu madre y espera a que la venza el sueño. Revisa que no tienes ninguna llamada perdida de Ernestico. Siente que no eres la misma de entonces, cuando tu madre era el alma de tu casa y tu hijo aún vivía bajo la falda del calor materno. Lee otro capítulo de El hombre duplicado: “El alma humana es una caja de donde siempre puede saltar un payaso haciéndonos mofas y sacándonos la lengua”. Piensa que Saramago te habla en segunda persona. Imagina luego que el protagonista, Tertuliano Máximo Afonso, pudiera tener la cara de Arturo. O Arturo la de Tertuliano. “¿Y si Arturo tiene un doble y en realidad siempre me he acostado con dos hombres?”, deliras. Te ríes de lo creativa que sueles volverte. Sientes que Saramago también se ríe de ti. Vuelves a soñar con visitar la casa de tu escritor favorito en Lanzarote, y sigues leyendo: “pero hay ocasiones en que ese mismo payaso se limita a mirarnos por encima del borde de la caja”.

      Vuélvete a quejar. Otra vez cortaron la luz sin avisar siquiera por la radio. Tú ya no ves nada al final del túnel. Ni luz. Ni túnel ves. Ten deseos de defecarte en el primer dirigente que levante el índice para esbozar demagogias.

      Ernestico te llama. Te pregunta por la abuela. “Ahora le ha dado por decirme Mireya”, te quejas. Pregunta también por ti: “¿Y tú cómo estás, mamá?”. Responde como siempre. Miente. Di:

      –Todo bien, koala.

      Cuando cuelgues, comprueba que tu madre todavía duerme la siesta, agarra el teléfono y marca el número de Arturo.    

  

martes, 30 de abril de 2024

-Relato 3 (B) de Isabel María Peral Costa

UNA CENA DESASTROSA 

Martina lleva más de media hora hablando por teléfono con su amiga Gabriela. Tiene puesto el altavoz del móvil. Ha recorrido la casa caminando hasta en cinco ocasiones. Le ha contado a Gabriela que está preocupada por la reacción que tendrá su novio cuando se entere de que está embarazada y esta está intentando tranquilizarla. 

    —Ya verás como se alegra —repite Gabriela por tercera vez—. Lleváis muchos años juntos, en algún momento tenía que suceder, no es ninguna tragedia. 

    —Pero va a pensar que he dejado de tomarme la pastilla, que lo he hecho a propósito. —Martina camina en círculos por el salón. 

    —Quizás. Pero esas cosas fallan. —Suspira—. Mira, Martina, si se enfada y te acusa de algo es porque nunca valió la pena realmente. Esto ha pasado porque tenía que pasar, tú no le has engañado para quedarte embarazada y si él opina lo contrario lo pones de patitas en la calle y me llamas. 

     —Ay, Gabi, tengo miedo.  

    —Miedo a la muerte. —La puerta de la casa de Martina se abre—. Escúchame bien. Díselo cuánto antes. No puedes seguir mucho más así. 

    —¿Decir qué? —dice Santiago, el novio de Martina, que acaba de llegar a casa. Martina da un brinco al escuchar su voz, está de espaldas a la entrada del salón. Se gira y ahí está Santiago con un ramo de flores en la mano—. Martina, ¿estás bien? Te has puesto blanca de repente. 

     Martina permanece callada. Su mirada fija en Santiago y en el ramo que lleva en la mano. 

      —¡Martina! —grita Gabriela—. ¿Sigues ahí? 

    Martina intercambia miradas entre el teléfono y Santiago, repite la acción dos veces, quita el altavoz y se pone el móvil en la oreja. 

    —Gabi, Santiago acaba de llegar. Luego hablamos. Te quiero. —Cuelga la llamada, deja el teléfono sobre el mueble de la televisión y se acerca a su novio que está parado sin decir nada—. Hola, amor. No te esperaba tan pronto. ¡Qué bonitas! —Señala el ramo que Santiago aún sostiene—. ¿Son para mí? —Le besa en los labios. Santiago no responde al beso.  

    —Sí. —Santiago le entrega el ramo de rosas—. Pensé que te gustarían. 

    —¿Estás bien? —Martina huele las flores—. ¿Ha ocurrido algo con los chicos? Estás muy serio. 

    —No, con los chicos todo bien. —La mirada de Santiago está en Martina mientras esta se mueve por la casa. Saca un florero de un mueble, va a la cocina, lo llena de agua y regresa al salón. Saca las rosas del plástico que las envuelve y las sumerge en el agua—. Gabi ha dicho que «no puedes seguir mucho más así», ¿a qué se refiere con eso, Mar? —Martina coloca el florero en el centro de la mesa, se gira hacia Santiago. 

    —Ve a darte un baño. En la cena hablamos. ¿Vale? —Martina se acerca a Santiago, le da un beso en la mejilla y desaparece tras la puerta de su despacho. 

 

Las rosas siguen en el centro de la mesa. Esta está vestida con un mantel blanco y dos puestos para la cena. En el centro de la mesa —junto al florero— hay dos platos, uno con una ensalada caprese y otro con una tortilla de patatas. Martina y Santiago están sentados en sus respectivos asientos. Santiago bebe de su cerveza y Martina ha llenado su vaso con agua. Ninguno habla. 

    Martina agarra el plato de ensalada y se aparta un par de rodajas de tomate y queso mozzarella. 

    —¿Quieres un poco de caprese? —le ofrece a Santiago. Este niega—. ¿Y un poco de tortilla? Es de cebolla y pimientos, como a ti te gusta. 

    —No, gracias. No tengo demasiada hambre. —Santiago tiene la mirada fija en Martina mientras que esta se lleva un pedazo de tomate a la boca—. ¿Qué hablabas con Gabriela? 

    —Cariño, estamos cenando. ¿No puedes esperar a que terminemos? —Martina corta un trozo de tortilla, quita el pimiento de su interior y se lo come. 

    —Yo no estoy cenando. Además, me dijiste que hablaríamos en la cena. —Santiago se apoya contra el respaldo de su silla y se cruza de brazos—. ¿Qué ocurre? 

    Martina suspira y deja los cubiertos que sostiene en cada mano sobre su plato. Se acomoda en su silla. 

     —Tengo que contarte una cosa, pero no quiero que te enfades —dice Martina y toma un sorbo de agua—. ¿Me prometes que vas a escucharme y que no te vas a enfadar? 

   —Te escucharé. Pero no puedo prometerte nada. Si dices eso es porque a lo mejor tengo motivos para enfadarme. —Santiago vacía su botellín y se levanta—. Voy a por otro. Ve buscando las palabras que vas a utilizar. 

     Santiago abandona la sala y va a la cocina. Allí tira el botellín vacío al cubo del vidrio y saca uno fresco de la nevera. Cuando regresa a la sala, Martina sigue sentada en su asiento. No ha vuelto a comer ni a beber. Santiago se sienta nuevamente y le hace una seña con la cabeza para que comience a hablar. Martina suspira y habla de manera atropellada. 

     —Sé que no es un buen momento. Te han reducido las horas en el trabajo y mi sueldo no es muy alto. No lo estábamos buscando, pero ha surgido así y no podemos hacer nada. Antes de que digas nada: yo tampoco quería que esto pasase así, pero ha pasado pese a estar tomando las pastillas todos los días. —Martina entrelaza sus manos y las aprieta—. Te juro que no se me ha olvidado ni una. Ya sabes lo responsable que soy con todo tipo de medicinas. No quiero que pienses que lo he hecho a propósito. Jamás lo haría. Tú lo sabes bien. Santi, tú sabes que no soy de esas. Por favor, créeme. —Martina respira hondo y continúa—. No quería alarmarte, por eso cuando noté que algo no iba bien llamé a Gabriela y ella se presentó en casa con un predictor. Sé que tendría que habértelo dicho, haberme hecho la prueba contigo a mi lado, pero pensé que era imposible. Pero al parecer no tanto como yo pensaba. —Martina aparta su mirada de la de Santiago y la fija en sus manos, rojas por la presión que ha estado ejerciendo sobre ellas—. Cariño, estoy embarazada. —Carraspea—. Estamos. Vamos a tener un bebé.  

    El silencio inunda el salón cuando Martina se calla. Durante varios minutos no se oye nada más que la respiración agitada de ambos. 

    —Por favor, di algo —suplica Martina con lágrimas en los ojos—. No te quedes callado. 

    De pronto, Santiago se levanta de la silla de manera brusca, coge el florero que está en el centro de la mesa y lo estrella contra una de las paredes de la sala. Martina deja de llorar de repente y, con surcos de lágrimas en las mejillas, observa a Santiago con los ojos muy abiertos. Este hace lo mismo durante unos segundos antes de darle la espalda a Martina y abandonar la sala. Poco después se escucha la puerta de la calle cerrarse de un portazo. 

    Santiago se ha ido. Y Marina sigue sentada a la mesa, con la cena casi intacta y los ojos vidriosos.  

 

Llaman a la puerta y Martina se levanta por primera vez en horas para ir a abrir. Antes de que la puerta se haya abierto del todo Gabriela se lanza sobre Martina y la abraza. Cuando rompen el abrazo Gabriela cierra la puerta y sigue a una Martina muy callada hasta la sala. En la mesa sigue la vajilla de la cena y en la pared casi no queda rastro de agua. En el suelo están esparcidos los trozos del florero mezclados entre las rosas rojas. 

    Gabriela contempla la escena mientras que Martina se sienta en el sofá sin decir ni una palabra. Sube las rodillas al cojín en el que está sentada y las rodea con sus brazos. Gabriela se sienta a su lado y abraza nuevamente a su amiga. 

   —No me puedo creer que haya hecho esto —susurra mientras aprieta el hombro de su amiga—. Jamás imaginé que pudiera actuar de esta manera. —Martina no dice nada. Tiene la mirada fija en la pared donde se estrelló el jarrón y tiene espasmos—. ¿Sigues guardando las mantas en el mismo sitio? —Martina asiente y Gabriela se levanta, sale de la habitación y regresa en menos de dos minutos con una manta. Se la echa por encima a Martina y vuelve a desaparecer de la sala. 

 

Gabriela ha recogido la estancia. Ha guardado la comida en la nevera, ha lavado la vajilla y ha barrido y tirado a la basura todos los cristales que estaban esparcidos por el suelo. Ha buscado otro jarrón, ha recogido con sumo cuidado las rosas —las que estaban intactas las ha metido en el nuevo jarrón y las que no han ido directas al cubo de la basura— y las ha colocado en el centro de la mesa. 

    Martina se ha quedado dormida en el sofá hecha un ovillo. Gabriela le coloca bien la manta y le da un beso en la cabeza. El reloj marca las dos de la madrugada. Gabriela deja a Martina durmiendo en el sofá y se encierra en el despacho de esta. Saca su teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón y busca entre sus contactos el número de Santiago. Pulsa sobre él y le da a llamar. Repite el proceso hasta en tres ocasiones. Cinco tonos y al buzón de voz. Al cuarto intento alguien responde al otro lado de la línea. 

    —Ya era hora —dice malhumorada. 

    —No son horas, Gabi. ¿Qué quieres? —susurra Santiago al otro lado de la línea. 

    —¿Que qué quiero? Tienes que estar de broma. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?  ¿Qué cojones ha sido eso de estrellar un florero contra la pared como si fueras un orangután e irte sin decir nada? ¿Te parece medio normal? —Se sienta en la única silla que hay en el despacho. 

     —Sí, ya, eso no estuvo bien. —Suspira Santiago. 

    —¿Eso es todo lo que vas a decir pedazo de animal? ¿Martina te cuenta que está embarazada, montas un numerito, te vas dejándola sola y destrozada y lo único que se te ocurre decir es «Sí, ya, eso no estuvo bien»? 

      —No es mío. 

      —¿Qué? 

    —Que el niño no es mío, Gabi. Sé que no he actuado bien, pero he perdido el control cuando me lo ha contado. 

    —Claro que es tuyo, Santi. No digas tonterías. Sé que tienes miedo, es normal, pero está muy mal lo que has hecho y lo que estás insinuando. 

    —No es mío, Gabriela. —Santiago eleva la voz, casi grita—. Me ha engañado. 

    —¡Eso es imposible! —Defiende Gabriela a su amiga—. Martina jamás haría eso. 

    —Yo también pensaba eso. Pero lo ha hecho, Gabi. 

    —¿Y cómo estás tan seguro de eso? A ver. Cuéntamelo. 

    —Gabriela, soy estéril. Ese niño no es mío.


lunes, 29 de abril de 2024

-Relato 6 de Mónica Chehaibar

 Inhala, exhala


Otra mañana gélida. No te gusta este tiempo, ponte de mal humor y abre los ojos refunfuñando. Apaga la alarma. Orión te saluda con lengüetazos en las mejillas, eso siempre te hace sonreír, aunque finjas que te da asco y te frotes con el hombro para quitar su saliva de tu cara; deja de fruncir el ceño y hazlo, sonríe. Cambia tu humor, sabes que la vida con Orión es hermosa, aunque el clima te haga sentir miserable. Levántate de la cama por él, como lo haces cada mañana. Ahora ponte las gafas, estírate, sube más los brazos, que te truene el codo, eso es. Inhala, exhala, inhala, exhala. Parpadea y acaricia a ese golden retriever con cara de ángel. Bajen juntos las escaleras y sácalo al jardín, el pobre perro tiene que ir al baño. 

Dale a Orión su desayuno y a ti prepárate unos huevos benedictinos. No, revueltos no, benedictinos, haz caso que tú no sabes lo que te gusta. Corta el jamón y la tostada, haz la salsa holandesa y pocha los huevos, justo así. Emplata. Te quedó muy bien, mejor que ayer. Lava los trastes y sube a cepillarte los dientes. Dúchate y vístete de azul marino, recuerda que siempre vas a la oficina de ese color. No, no hagas cambios, ya sabes que ese tono te queda bien, ¿por qué querrías cambiarlo? Peina esa cabellera rebelde. Excelente, ya quedaste. Deja de mirarte en el espejo que vas a llegar tarde. Ya, basta, te ves bien. Muévete. Dale un beso a Orión y baja. Cierra con llave la puerta de la casa y entra en el coche. Mira hacia ambos lados y conduce con cuidado. Toma la carretera, ten paciencia en el tráfico, el trayecto es largo, no desesperes. Ya falta poco. Hay un accidente más adelante, pero no te detengas, los mirones solo provocan que el tránsito vaya más lento. 

Estaciona y cierra con seguro. Corre porque ya son casi las nueve y tu jefe se va a enojar. ¡Uy! Casi te ponen un reporte. Mañana tienes que llegar más temprano. Ahora dirígete a tu despacho, saluda a tu asistente y entra. No cierres la puerta, recuerda que debes dar la impresión de ser una persona abierta. Enciende la computadora y revisa tus correos electrónicos, ¡madre mía! Son más de cien. Trabaja en ello y luego sigue con los análisis e informes. 



Ya es la hora de salir a comer. Termina ese último documento y guárdalo. Saca tu billetera y baja al comedor. Compra una ensalada César. No, la hamburguesa no, estás a dieta. La ensalada, se ve buena. Y un té verde. ¡Por supuesto que Coca Cola no! ¡El té verde es más saludable! Paga y ve a sentarte con tus colegas. No importa que no sean tus amigos cercanos, ni que ni siquiera te caigan bien, pero son tus compañeros de trabajo y debes soportarlos. Sonríe, aunque finjas, haz conversación casual, comenta sobre el clima o algo así. Asiente, vuelve a asentir, ahora niega. Termina tu ensalada, no desperdicies. Lleva la basura al bote y despídete. Vuelve a tu despacho y sigue trabajando.



Son las seis. Apaga la computadora, recoge tus cosas y ponte la chaqueta. No dejes la luz encendida al salir. Diles adiós a todos y aprovecha que el ascensor ya está aquí, entra. Espera, ahí vienen otras dos personas, hazte a un lado para que quepan. Sonríe. Que no noten tu cansancio ni tu hartazgo. Vuelve a decir “hasta mañana” y cruza la salida. Sube a tu coche y no azotes la puerta, hace poco fuiste al taller a darle mantenimiento. Enciende la radio y canta en voz alta. Conduce con cuidado mientras lo haces. Because I’m happy, clap along if you feel like happiness is the truth. No cambies la canción, la necesitas. Deja de refunfuñar y sigue cantando. Estaciona en tu cochera, sal y pon la alarma. Entra a tu casa y acaricia a Orión, claramente te ha echado de menos. Busca su correa y llévalo a dar un paseo.



En el parque te encuentras a tus vecinos, salúdalos. Mira, también está la amiga de tu madre con su esposo, sonríeles. Acércate y pregunta por sus hijos, uno de ellos tenía problemas del corazón. Pon cara de pena, ahora alégrate porque son buenas noticias. Sonríe de nuevo y despídete. ¡Cuidado! Casi chocas con una niña, no la regañes, no es tu hija. Solamente dile que preste atención. Sonríele. Ahí está su madre, sonríele también a ella. Regresa a casa. Dale de cenar a Orión y prepárate un pescado a la plancha. Ni se te ocurra pensar en una pizza. El pescado tiene nutrientes importantes. Sube a tu habitación, deja que Orión se acueste en su lugar en tu cama, mientras ponte el pijama y lávate los dientes. Acuéstate y lee un rato, deja el móvil. Termina el capítulo y pon la alarma para mañana. Duérmete. Intenta descansar.



Esta mañana no está tan mal, hasta la sientes un poco cálida. Apaga la alarma. Saluda a Orión y límpiate sus babas de tus mejillas. ¿Estás sonriendo? Qué extraño. Muy bien. Ponte las gafas, no te estires primero. ¿Qué haces? Primero las gafas y después te truenas el codo. Lo estás haciendo al revés… Como sea, ahora inhala, exhala. Inhala, exhala. Acaricia a Orión y baja para que vaya al jardín. Ponle su comida y prepárate unos huevos benedictinos. ¡Así no se hacen! ¿Los estás haciendo revueltos? ¡Revueltos no son benedictinos! ¿Qué haces? ¡No! Ya los hiciste… cómetelos entonces. Lava los trastes y sube a cepillarte los dientes. Dúchate y vístete de azul marino. ¿Tienes daltonismo? Amarillo no es azul marino, no se parecen ni un poco. ¡Azul marino! Amarillo no, pareces pollo. ¿Por qué sonríes como idiota? Péinate y mírate en el espejo. ¿Ves que ese color no te queda bien? Pero ya no tienes tiempo de cambiarte, estarás todo el día con el arrepentimiento, es tu problema. Deja de sonreír y muévete. ¿Desde cuándo tienes complejo de Narciso? Hay espejos en otros sitios, ¡muévete ya! ¡Ya! Dale un beso a Orión y baja. 

Cierra con llave la puerta de la casa y entra en el coche. Mira hacia ambos lados y conduce con cuidado. Toma la carretera… ¡Esa no es la carretera! ¿Hacia dónde estás yendo? Ese es el río, no es tu oficina. ¿Por qué te estás bajando? Deja de sonreír y regresa al coche. No te sientes en el césped, se te va a ensuciar la ropa. No cierres los ojos, ábrelos. ¿Estás inhalando y exhalando? Deja de hacer eso y vuelve al automóvil. Levántate, muy bien, eso es. Entra al coche y conduce hasta tu oficina, te van a regañar por llegar tan tarde… ¿Estás tomando un atajo acaso? ¡No! ¡Ese no es el trayecto a la oficina! ¿Dónde diablos estás? ¿Por qué te estás bajando y cerrando con seguro? Deja de caminar y vuelve sobre tus pasos. ¡No entres a ese restaurante! ¿Hamburguesa ahora? ¡No! ¡Estás a dieta! ¿Y Coca Cola? Esto no es posible. No sonrías más, mastica más rápido para que vuelvas pronto. Lleva la basura al bote y límpiate la boca, tienes restos de ketchup. 

Entra al coche y conduce a la oficina, O-FI-CI-NA. ¡Por fin! Esa sí es tu oficina. Corre, ¿por qué caminas? Tienes que correr. Bueno, ve más lento entonces. Saluda a tu asistente. Te pregunta si estás bien, ¿no oyes? ¿Por qué no le respondes? No cierres la puerta de tu despacho, debes dar una imagen de apertura. Haz lo que quieras. ¡Vaya! Hasta que te pones a hacer lo que te toca. Correos electrónicos, análisis e informes. Sigue con ellos. Espera, está sonando el teléfono, responde. Dile a tu asistente que sí, que subirás a ver a tu jefe inmediatamente. ¿Por qué sonríes? Seguramente te van a despedir. Levántate y ve al pasillo. Llama al ascensor. Entra y presiona el botón de la planta superior. Sal y camina más rápido que vas muy lento. Toca la puerta y pide permiso para entrar. Sonríe y estrecha su mano. Siéntate en la silla que te ofrece. Escucha con atención y dile que no se preocupe por ti, que no crees que hayas tenido comportamientos erráticos en las últimas semanas. Asegúrale que estás bien y que no volverá a suceder lo de esta mañana. Sonríe, agradécele por su preocupación y despídete. Regresa a tu despacho. Estuvo cerca, te has salvado. Termina tus pendientes del día.



Vuelve a casa y saluda a Orión, dale besos, caricias y abrazos; los necesitas más que él. Llévalo al parque y lánzale la pelota. Quédense echados en el césped un rato, disfruta de la brisa y del atardecer. Sonríe. 

Regresen a casa. Dale de cenar a Orión y prepárate una ensalada, has tenido suficiente con la hamburguesa de hoy. ¿Por qué coges el móvil? ¿Estás abriendo una aplicación para pedir pizza? ¡No! ¡Cancela ese pedido! Has pagado con tarjeta, no te devolverán el dinero y la pizza se va a desperdiciar, porque no te la vas a comer. ¿Has oído? No te la vas a comer. Deja de sonreír. Ve por el libro que estás leyendo y avanza con unos capítulos. No vayas hacia la televisión, ¿por qué la enciendes? ¿Qué es esa serie? Sabes que es una basura, es superficial y no te aporta nada. Deja de verla, ¡basta! Quita la sonrisa de idiota… Ha sonado el timbre, llegó tu pedido. Levántate y ve por él. Agradece al repartidor y dale propina, sonríele. Guarda esa pizza y regálala mañana a alguien en la oficina. ¡No! ¡No te la comas! ¿Qué haces? Por lo menos mastica con calma y cómete solo un pedazo… ¿Qué? Te… ¡te has comido media pizza! Mañana te vas a arrepentir. Ve a sentarte en el sillón para que reposes un poco después de tremenda cena. Inhala, exhala. Inhala, exhala. Ahora sube a tu habitación y prepárate para dormir. ¿Qué buscas en el cajón? Esas pastillas las habías dejado hace meses, no deberías tomarlas. Suéltalas, no lo hagas. Bueno, toma una si tanto insistes. ¡Solamente una! ¡Dos son demasiadas! ¿Cómo te vas a tomar cinco? ¿Otras seis? ¿Acaso no quieres despertar? Escúpelas ya. ¡Ya! Claro, no puedes porque ya te las tragaste. Pero, ¿qué has hecho? ¡Vomita! ¡Llama al 911! ¡Haz algo! ¡Pide ayuda a alguien! ¡Orión! ¡Piensa en Orión! ¿Quién va a darle el amor que tú le das? Eso, coge el móvil y llama. Inhala, exhala. Inhala, exhala…





Despierta. Abre los ojos y parpadea un par de veces. Voltea a un lado y al otro. Sorpréndete de ver las paredes blancas. Observa que no estás en tu casa, sino en el hospital. Siente escalofríos y nota el temblor de tus labios. Ahora recuerda lo que pasó anoche. Saluda a la enfermera que te está hablando y dile que sí, que sí te sientes bien aunque con mareos. Pregúntale cuándo podrás volver a casa. Frunce el ceño al oír que estarás en observación hasta nuevo aviso. Dile que estás bien, agradécele su preocupación y sonríele. No la mires salir de la habitación. Cierra los ojos y respira hondo. 

Asústate al oír entrar a dos doctores. Pon cara de confusión cuando te digan que son psiquiatras y que vienen a evaluarte. Asiente y agradéceles. Sonríe. Contesta que no a su pregunta. No crees necesitar ayuda. Diles que no has notado nada extraño en tus pensamientos en los últimos meses. No, confirma que anoche fue una situación aislada. Ni se te ocurra mencionarles lo que pasó aquella vez. Exactamente. Niega con la cabeza, no hay nada fuera de lo normal, todo ha sido producto del cansancio del estrés laboral, es todo. ¿Por qué te quedas en silencio? Di algo o van a pensar que sí hay algo anormal. Dilo en voz alta, no hay razón para preocuparse… Se están volteando a ver entre ellos y están hablando en voz baja, ¿por qué sigues sin hablar? ¡Dilo! ¡Habla! Pero, eso no es lo que ibas a decir. ¿Cómo que necesitas ayuda? ¿Qué voz estás escuchando? ¿Quién te pone con los nervios de punta? Deja de decir tonterías y declara tu paz mental. ¡Basta! Diles que estás bromeando y sonríe. Por esas cosas se están preocupando, nunca te van a dejar ir… Hagas lo que hagas, no te tomes las pastillas que te están ofreciendo. ¡No! ¡No las tomes! ¡No aceptes su ayuda! No quieren ayudarte de verdad… Solo quieren manipularte… Inhala, exhala. Inhala, exhala.

… Inhala, exhala.

… Inhala, exhala.


martes, 9 de abril de 2024

-Relato 6 de María Alejandra Moreno

¿Cómo ser un amigo imaginario?


Estás en una jaula, pasas tus garritas haciendo ruido mientras pasa el tiempo, estás aburrida. Ese sonido metálico te recuerda a algo. 

    Piensa… ¿a qué te recuerda? Eso es: música. 

    No sabías qué era la música, cuando vivías en la sabana, ¿verdad? Nadie nunca te lo enseñó, no había necesidad, pero antes de llegar a este lugar, mientras te transportaban, escuchaste que algunos humanos saltaban y hablaban de una manera extraña, melodiosa, frente al fuego.

    Esa vez que todavía estabas en la naturaleza, encerrada en una jaula más pequeña, pero todavía podías ver la sabana. 

    Los humanos no tienen pelo cubriendo sus cuerpos, así que tienen que poner fuego para no pasar frío. Frente a ese fuego todos se pusieron a saltar y a hablar con melodía, algunos aplaudían. Tenías miedo, pero cuando viste y escuchaste eso, por un momento sentiste, viendo el fuego en la oscuridad de la naturaleza, que no estabas tan sola; lo estabas, lo estás. Pero escuchando esa melodía, o esa música, que escuchaste que algunos la llamaron; viéndolos bailar con ella, sentiste algo en tu corazón, ¿esperanza? No lo sabes aún, pero te calmaba. Así que sigues haciendo ese ruido, esa música con tus garritas y los barrotes.

    Cierras los ojos y esperas a que amanezca, te preguntas, ¿que estará haciendo mamá? Te habían separado de mamá y te habían puesto en display para que los humanos te vean cada día, para que con pequeñas cajitas pegadas a sus ojos se queden admirándote desde más cerca. 

    Algunos te miran con pena, tristeza, otros sonríen y te llaman, te sientes como un payaso. Solo quieres que el día pase y llegue la noche. Al menos en la oscuridad nadie te molesta, al menos allí puedes imaginar que mamá está contigo todavía. 

    ¿La recuerdas? Recuérdala, vamos, inténtalo. Todavía eres una cachorra y sabes que tu peor miedo es olvidar a mamá, no recordar ni siquiera el nombre que ella te dio. 

    Eso… recuerdas su calor, el sonido que hacía su rugido cuando te protegía. No vas a olvidarla. Descansa un momento. Te duermes recordando cómo al inicio luchabas, tratando de morder los barrotes, de atacar a los hombres que te pasaban comida, de escapar cada vez que las rejas se abrían. Pero recibías un pinchazo que te mandaba a dormir durante días, y las fuerzas físicas y emocionales se acababan. 

    —¿Cuál es mi lucha? —piensas constantemente sin encontrar respuestas claras. Si es que logras escapar, ¿a dónde irías? ¿Acaso tienes algún propósito? Tal vez los leones no tienen un propósito. Te sientes sola. Muy sola. 

    Tienes un vago recuerdo de la sabana, del viento y olor de la vegetación que sentías cuando corrías con tus hermanos, recuerdas la libertad, la paz, el sentido de tener una familia, de tener una manada, de sentirte protegida. Pero ahora sin nada de eso no encuentras un sentido. Piensa que tal vez en esta vida tu propósito puede ser esto, solo ser un entretenimiento para los humanos. 

    Un día, justo antes que anochezca, cuando casi todos los hombres se habían ido, unos cachorros de humanos comienzan a tirarte piedras pidiéndote que hagas algo para que puedan “filmarte”. “Aburrida”, te llamaban, “vamos haz algo”, “para eso pagamos”. 

    Algo en tu estómago se retuerce, quieres saltar y atacar, pero ¿cuál sería el punto? Hay barrotes de por medio, y estás cansada, solo pones tus patitas cubriendo tu cara esperando que se acabe pronto.

    Las risas y gritos no paran, por el contrario, las piedras caen con más fuerza, con más ira, ira.   

    Quieres preguntarles, ¿por qué? ¿Qué has hecho para merecer eso? Vamos pregúntales. Lo haces, pero no tiene sentido, porque notas que no pueden entenderte.

De un momento a otro, así como comenzó, las risas y bulla se detiene y las piedras también. Escuchas voces discutiendo. Tienes miedo a ver qué pasa afuera. Vamos, ya se detuvieron, puedes quitar las patitas de tus ojos, anda, mira.

    Hay una vibra diferente: frente a la jaula ya no están esos cachorros humanos agresivos, solo hay una humana pequeña, más pequeña que los otros incluso. Tiene una mirada diferente a la de los demás, bondadosa, amable. Pero recuerda, no puedes confiar en ellos, todos han demostrado ser malvados.

    Ves cómo con ella se abre paso otra humana más grande y muy parecida a la pequeña.

    Ambas te ven con cierta piedad y pena. Los ojos de la pequeña brillan y gotas caen de su rostro sin pelaje, está llorando. Se arrodilla frente a tu jaula. Retrocedes con miedo. Ella nota tu reacción, se acerca con cautela y te habla mirándote a los ojos, es la primera vez que un humano hace esto.

    —Lo siento, por cómo te han tratado. Te vamos a liberar.

    Sientes ternura por sus palabras, pero no le crees, sería lindo creerle, pero no puedes hacerlo. Sonríes. Sabes que no podrá entenderte, pero se lo dices de todas formas, le dices que ella no tiene el poder de liberarte.

    —Yo sí te entiendo, pero es un secreto. —te dice mirando a los costados para asegurarse que nadie la vea, se limpia las mejillas con sus manos pequeñas. 

    Abres los ojos, ¿será cierto? ¿Acaso esta humana por fin será la primera que pueda entenderte?

    La humana más grande volvió a aparecer con otro de los humanos que te habían capturado mirándose molesto, pero con una llave en la mano. Te sientes confundida. Te cuestionas lo que sucede, tienes miedo y retrocedes escondiéndote del presente.

    La humana grande tiene una mirada segura, se para recta en dos patas. Te recuerda cuando tu mamá rugía y te protegía. 

    No le das crédito a lo que pasa ahora. La puerta se abre y puedes salir. La cachorra humana sonríe y te dice— Eres libre, te llevaremos a la sabana a buscar a tu mamá.

Te cuesta creer lo que está pasando, pero las siguientes semanas te embarcas en un viaje con las dos humanas, ellas te dejan correr, jugar, comer y hablas y hablas con la cachorra humana.

    Ella tiene sus propios problemas, pero te gusta escucharla, es tu amiga. 

    El día que te rescataron te cuenta que su mamá y ella habían ido a esa cárcel, “zoológico” le llama, varias veces y habían observado la tristeza en tus ojos, la madre de la cachorra había logrado hablar con los superiores y liberarte legalmente, porque eras una especie en extinción, no entendiste lo que significaba. Pero la madre de la cachorra te dice que es que eres única, que no había nadie como tú. 

    Sonríes. Te sientes segura y feliz.

    Solo algo falta, encontrar a tu mamá.

    Ellas te prometen hacerlo. Viajan durante meses buscando en la sabana. 

    Creces a pasos agigantados. La experiencia te ha curtido, transformándote en una leona fuerte y resiliente. La jaula y el zoológico son solo un mal recuerdo. Ahora exploras la vastedad de la sabana, libre y salvaje.

    Tu conexión con las dos humanas que te liberaron se fortalece con cada paso. La cachorra humana, que ya no es tan pequeña, se ha convertido en tu mejor amiga. Comparten confidencias, juegos y aventuras bajo el cielo africano. La madre humana te observa con cariño maternal, guiándote y protegiéndote como si fueras una más de su manada.

    La búsqueda de tu madre no es fácil, hay noches que después de que las humanas se hayan dormido dentro de la carpa, sales a ver las estrellas, recuerdas cómo era cuando eras pequeña, recuerdas cómo te sentías segura, amada. Ahora, por primera vez después de mucho tiempo nuevamente te vuelves a sentir así. 

    Tus ojos se llenan de lágrimas, te preguntas por qué. Si es que estás nuevamente en casa, claro, con una nueva familia, pero ellas te están ayudando a buscar a mamá, ¿no es cierto?

    Ah, pero claro, es ese pensamiento disruptivo que no te abandona hace meses. No puedes dejarlo ir.

    La sabana es un territorio extenso y lleno de peligros. Un día hace varios meses se encontraron a una manada de elefantes majestuosos, lo curioso de los elefantes es que no sueles solo encontrar a uno, ellos viajan en manada, eso te lo enseñó mamá. Se lo contaste a Martina, la niña, tu amiga. Pero mientras lo hacías sentiste una nostalgia especial, diferente.

    —Cada vez extraño menos a mi mamá, y me siento culpable. No me imagino encontrarla y dejar a Martina. Ellas son mi nueva manada. Si encontramos a mi mamá, me quedaré con ella y Martina y su mamá se irán. 

    Martina te escucha, te entiende, es la única humana que ha podido entenderte. Seamos francas, es la única que te entiende en general, aún entre animales no podías encajar, siempre te sentías fuera de lugar con tus hermanos y en el zoológico ninguno de los otros animales se preocupó de explicarte algo cuando llegaste.

    Hay momentos en los que miras al cielo y pides un deseo, antes siempre era encontrar a mamá. Ahora pides no perder a tu amiga, no es que no quieras ver a mamá, pero tal vez, solo tal vez, ya perdiste la esperanza de encontrarla.

    Bostezas. Tus ojos se sienten con agua, no sabes si es por el bostezo o por tus pensamientos, tal vez por ambos.

    —Leoncita, vamos a dormir. No te quedes sola afuera. Hace frío.

    Es la voz de Martina. Sacudes la cabeza y entras a la tienda con ellas.

Ya ha pasado casi un año, las dos humanas te enseñan sobre la naturaleza, sus ciclos y sus secretos. Aprendes a identificar más sobre las huellas de otros humanos, a encontrar los límites entre la ciudad y la naturaleza.

    Un día, la madre de Martina se te acerca un poco nerviosa mientras están sentadas frente al lago viendo a unas jirafas del otro lado.

    Martina está recolectando fruta de unos arbustos, de modo que no las puede escuchar.

    Le sonríes y la miras con intriga esperando a saber qué sucede.

    —Leoncita, sabes que te quiero —te dice con honestidad, pero cierta tristeza. Oculta algo. Pregúntale qué sucede.

    —¿Qué sucede, hay algún problema?

    —Hay algo que debes saber. El motivo real por el que te rescatamos.

    Tu corazón late a mil por hora. El motivo que te dieron puede no haber tenido sentido al 100%, pero te sacaron y en ese entonces no necesitabas otra explicación.

    Escúchala, tal vez es algo que necesitas saber.

    —El padre de Martina. —Voltea a mirar a su hija, asegurándose que no esté escuchando. Notas el increíble parecido que realmente tienen mientras te habla.

    —Él fue parte del equipo de personas que te capturaron.

    Mira directamente hacia el lago, quieres llorar. Te sientes traicionada, no la mires a los ojos, no ahora.

    —Leoncita, no sabía cómo decírtelo antes — te sigue diciendo con la voz quebrándose, pero hablando bajo.

    —Me enteré de lo que él hacía por unas cartas unas semanas después de tu captura. No fuiste la primera claro. Pero quería que fueras la última.

    La madre de Martina se detiene como esperando una respuesta. No estás lista, no le digas nada aún. Déjala continuar.

    —Siempre supe que tenía negocios ilegales con tráfico de animales, pero nunca había algo que pudiera hacer para evitar que él lo haga. —Su mano pasa por tu lomo, sientes sinceridad y calidez. Pero no puedes mirarla.

    —Leoncita, yo me enteré de esto hace varios años. Fui al zoológico con la edad de Martina. Vi que tiraban piedras a una leoncita cachorra, grité, intenté cambiar las cosas, mi padre estaba allí y me vio, me retiró del recinto.

    Empiezas a sentirte confundida. Tratas de recordar cómo fue exactamente el día que te rescataron. No puedes. Volteas a mirar directamente a la madre de Martina, sus ojos están llorosos. La miras directamente y notas algo que antes no habías notado.

    —Leoncita, yo no pude salvarte.

    —No… pero estamos aquí hace meses. Sí me salvaste. Estamos con Martina y contigo. —Empiezas a sentir un dolor en el pecho, ansiedad le llaman los humanos, te hinca, respiras con dificultad.

    —Lo siento mucho. Era pequeña, y esas personas tenían un mal corazón, no aguantaste. Fui corriendo a tu jaula después y limpié tus heridas. Eras tan pequeña y no merecías todo ese dolor que habías experimentado. 

    Comienzas a recordar. Realmente la luz se había apagado cuando tapaste tus ojos con tus patitas. No hubo un mañana después de eso. Te cuestionas cómo estás aquí entonces. Y si la niña que recordabas era Martina, ¿quién era esta mujer? 

    Te abraza, con fuerza. Comienzas a llorar. Llora. Está bien. Déjate abrazar. Déjate sentir pequeña Leoncita.

    Te deja ir después de varios minutos, sientes que puedes respirar un poco mejor.

    —Has sido mi mejor amiga por mucho tiempo, Leoncita. Me has dado las fuerzas para continuar con esta lucha después de ese incidente. —Mira hacia donde estaba la pequeña Martina hacía un momento, y ahora no hay nadie.

    —Yo soy Martina, siempre lo he sido, y tú quedaste viva conmigo, aquí. —Señala su corazón.

    —Esa niña que veíamos, tenía que sanar, y era la mejor forma de comunicarme contigo. —Ahora todo empieza a tornarse más claro, tiene sentido, lo entiendes. Tu espíritu o tu esencia ha quedado en la último que te tocó, moriste en los brazos cálidos de una niña que te cantaba y acariciaba tu pelaje, lloraba, ¿comienzas a recordarlo?

    No te dolió, no. Realmente fue un alivio después de todo lo que te había pasado. Solo te dormiste y el dolor de ese cuerpo quedó atrás.

    —Estos años en la sabana he podido detener muchos hombres como mi padre. Me volví abogada. Probablemente no recuerdes detalles. —Resopla Martina adulta y te hace sonreír, lo hace igual que tu amiga pequeña.

    —Amiga mía, creía que te quedaste conmigo como parte de mi consciencia, porque no pude salvarte. Pero ahora sé que teníamos que llegar hasta aquí y ahora me toca dejarte ir.

    —¿Por qué? Si ya entiendo la realidad, puedo quedarme contigo por siempre —cuestionas esta decisión, no quieres dejarla ir, es lo único que te hace sentir segura.

    —No quiero dejarte ir tampoco. ¿Sabes? No quería tomar este último viaje, por eso. Pero, te prometí encontrar a tu mamá. Ella te espera hace muchos años, Leoncita. Te va a llamar por tu nombre, ¿recuerdas que querías saber cuál era? —Claro que lo recuerdas. 

    —No puedo seguir llevándote conmigo porque me siento segura así, siempre vas a ser mi mejor amiga. Siempre vas a ser la que me escuchó y estuvo allí en mis peores días. Pero nos toca dejar ir y pasar a una siguiente aventura.

    —No quiero dejarte ir, Martina. —Le dices mientras la abrazas fuertemente.

    —Lo sé, ha sido una aventura increíble. Pero es lo mejor para las dos. —Martina sonríe y mira algo detrás de ti.

    Voltea, sé que tienes miedo, pero es tiempo de voltear.

    —Adara, es hora de ir a casa. —¿La reconoces? Claro que la reconoces. Es lo que has estado esperando todo este tiempo.

    No ha cambiado nada, corres hacia ella. Frotas tu rostro con su cuello. Es majestuosa. Te lame como cuando eras pequeña. 

    Adara, tu nombre es hermoso. ¿Cómo pudiste olvidarlo?

    Voltea una vez más, asiente la cabeza a esa gran amiga, sonríele una vez más, una última vez, dile con tu mirada, como siempre lo hacías que todo va a estar bien. Y avanza a la siguiente gran aventura.

martes, 2 de abril de 2024

-Relato 6 de Ebony Viola

LA CORRIDA


Te encuentras en la línea de partida con la mirada fija en el horizonte y una determinación imponente. A tu alrededor, otros corredores se preparan para la carrera, sus ojos centelleando con la misma mezcla de nerviosismo y anticipación. Todos comparten el mismo objetivo: ser el primero en cruzar la meta. Y vosotros sois muchos. Miles o millones, cada uno más ansioso que el otro por alcanzar la gloria. Tú no puedes verlos a todos, pero puedes sentir su presencia, el pulso de esta marea interminable de competidores que te rodean. No estáis compitiendo en una carrera ordinaria. Estáis compitiendo en la carrera de vuestras vidas.

    El camino que se despliega ante ti es largo y lleno de peligros. Es una lucha contrarreloj donde cada segundo cuenta. Tú sabes que solo aquellos con las características y la suerte adecuada llegarán cerca de completar este desafío. ¡No te centres en los demás, enfócate en ti mismo! Intenta bloquear los pensamientos sobre los demás competidores. Tu mente tiene que estar enfocada exclusivamente en la meta, debes visualizar cada paso que darás para alcanzarla. No hay margen para errores, ni lugar para la confusión. Al final, solo uno será el vencedor.

    Finalmente, un rugido estruendoso rompe el silencio, marcando el inicio de la corrida. El cuerpo tiembla. Sientes las contracciones rítmicas de los músculos y el aumento de la frecuencia cardíaca de este cuerpo vivo. Con un estallido de energía, todos se lanzan hacia adelante. El pavimento resuena bajo el golpear rítmico de sus pasos, que como una cola, te impulsa más allá cada vez más rápido. Cada parte de tu diminuto cuerpo está tenso, cada fibra lista para la acción. Te has preparado para este momento por toda tu vida. No sabes bien cuál es el camino, pero algo dentro de ti te guía.

    El trayecto ante ti está repleto de obstáculos que te desafían en cada paso. Te ves obligado a nadar contra la corriente para avanzar, enfrentando la resistencia del entorno que te rodea. Encuentras pliegues o áreas estrechas que te hacen resbalar temporalmente, pero tu determinación te impulsa a seguir adelante. Enfrentas cuestas empinadas y curvas cerradas que ponen a prueba tus límites, pero ninguna adversidad puede detenerte. A pesar de la ferocidad de la competencia, con cada competidor luchando por ganar terreno, tú te mantienes enfocado en tu objetivo.

    Al cumplir más de la mitad de la ruta, sientes cómo aumenta la tensión en tu frente y percibes cómo tu metabolismo se acelera con cada paso que das. A pesar de ello, continúas avanzando, impulsado por esta voluntad fisiológica de alcanzar la victoria. ¿Estarás en el camino correcto? Por un momento, percibes que hay cada vez menos competidores a tu lado. ¿Te equivocaste en una u otra curva? No. La línea de llegada ya se vislumbra en el horizonte sombrío, una promesa de gloria que te aguarda al otro lado. Al verla, te sientes impulsado a redoblar tus esfuerzos, convencido de que la recompensa justifica cada sacrificio. Tu cuerpo parece romperse con tal fuerza. ¡Lucha! ¡Abre camino hacia la meta! ¡Braza ferozmente! El premio te aguarda al final de la jornada.

    Finalmente, penetras la barrera. Atraviesas la capa externa protectora, agotado pero triunfante. La euforia te envuelve mientras te detienes para recuperar el aliento, saboreando el dulce sabor del éxito. Fuiste el primero. Fuiste el primero y único. La percepción te golpea con fuerza mientras te sumerges en la oscuridad. Con un último impulso de energía, te embarcas en el próximo capítulo de tu existencia, dejando atrás la carrera que te ha llevado hasta aquí. Has conseguido. Fecundaste el huevo. Aquí empieza tu próximo viaje: el viaje hacia la vida misma.

RELATO 6 DE SANDRA RODRÍGUEZ TORRENTE

 ¿ESTO ERA?

Suena esa alarma tediosa, con ese sonido infernal que tienes aborrecido, pero que nunca te acuerdas de cambiar. Estiras el brazo, aún con los ojos cerrados, palpando bajo la almohada y deslizas para posponer la alarma unos diez minutos más. En tu mente crees que llegas a tiempo y que esos diez minutos van a hacer que descanses y completes el cien por cien de la batería, aunque desde que empezaste el curso, nunca ha estado así.

            Vuelve a sonar el despertador, y ahora sí, te incorporas, pero aún no te levantas de la cama. Te da miedo plantar los pies en el suelo, porque está demasiado frío. El momento baño es cómo un ritual. Te sientas en esa tapa fría y ni te miras al espejo, te autoconvences de que ahora se lleva la coleta desaliñada y que está bien para que te vea el resto de la sociedad. El autobús como siempre, lleno de zombis como tú. Con airpods y gafas de sol, aunque aún no haya si quiera amanecido.

            Aula 3.2 de informática. La última fila se convierte en tu refugio las siguientes dos horas de clase. Aprovechas para dar una última revisión al trabajo que tienes que imprimir a las 12, y desconectas completamente. Tienes que hacerte un hueco para llegar a la barra y conseguir el café necesario para soportar todo el día que queda. La última hora se hace más amena, tu tutor de TFG es el encargado de impartir tu asignatura favorita.

            Cuando sales de clase, te encuentras de camino a casa a tu compañero de piso, que te recuerda que esta semana tampoco has limpiado la parte que te ha sido asignada. Llegas, sacas el último tupper que tu madre hizo hace dos semanas, lo descongelas en el microondas y comes en la habitación, viendo una serie de Netflix, pero de la cuenta que le sigues robando a tu ex y que aún no se ha dado cuenta.

            Se acercan las cinco cuando menos te lo esperas, y la misma alarma de la mañana, te advierte que te coloques el uniforme con un mensaje que tú misma te has puesto: “La matrícula no se paga sola”.

            Corres al bus nuevamente, pero tu próximo destino es poner cervezas a los compañeros de clase, que tienen el privilegio de tener beca, o unos padres que pueden permitirse que ellos no estén en tu lugar.

            Tras 8 horas de arduos paseos de la barra del bar a la terraza, bandeja arriba, datáfono abajo, llegas a la ducha de tu casa sin saber muy bien cómo. Si tienes fuerzas, un sándwich frío de cualquier embutido a punto de caducar es la mejor de las opciones para la cena. ¿Te queda tiempo para ver un par de vídeos en Tik Tok que se convierten en 45 minutos que pierdes de sueño? Sí.

            Y te duermes con el móvil en la mano, sin preocuparte de poner la alarma, porque la tienes programa desde septiembre. Y vuelta a empezar. Suena esa alarma tediosa…

lunes, 1 de abril de 2024

-Relato 6 (B) Alicia Jollivet

 

¿Quién quiere ser millonario?


Acabas de vomitar en el váter. Tiras de la cadena y te sueltas el pelo. No sabes si la causa del mal se encuentra en las albóndigas que comiste a mediodía o en la presión de que participarás dentro de una hora en el estudio TV de ¿Quién quiere ser millonario? (“El juego que te hace ricacho con tu cultura”). Abres la puerta y te miras en el espejo. El rojo del jersey de Navidad que llevas contrasta con la palidez de tu cara. Tocas los suaves rizos que el peluquero te hizo dos horas antes. Los retoques de la maquilladora siguen intactos. Nunca has tenido una tez tan resplandeciente. Aunque te asustó de la sombrilla morada que te puso en los ojos, resulta que no quedó tan fea. “Si no gano la emisión, al menos he tenido una clase de maquillaje gratis”, piensas con razón.

            Te diriges hacia el salón donde encuentras a tus contrincantes. Lo primero que ves es a un quincuagenario calvo con gafas y la misma panza que Papá Noel. Piensas que, si el tamaño de su conocimiento se equivale a su corpulencia, ya has perdido. Te saluda. “Oh, que nombre bonito, mi hija también se llama Alice. Soy Michel”. Le sonríes amablemente y miras al otro candidato. Ves a un joven de tu edad, pero de la capital. “Ay, otro punto fuerte”. Sabes que se probó científicamente que los parisinos tienen más cultura general que los que viven en provincias o, aún peor, en pueblitos como el tuyo, perdido en medio de las vacas y de las montañas. Te enteras de que estudia Negocios Internacionales e imaginas que debe ser imbatible en geografía. No sabes si el campeón del programa sigue siendo el mismo que la última difusión que viste. Magalie, la coordinadora de vuestro turno entra súbitamente en el camerino, preocupada:

―Bueno, chicos ―te mira y añade con el orgullo de parecer inclusiva― y chica. Pierre, el candidato de la emisión anterior, no está aquí y no logramos contactarlo. Buscamos a un suplente, pero nuestra rueda de repuesto tiene tuberculosis. ―Marca una pausa y vuelve a mirarte― Alice, ¿no te importaría si te hacemos pasar ahora?

            Claro que te importa, no has tenido tiempo suficiente para leer tu presentación por quinta vez y llamar a tu mamá. “Avísame cuándo vas a pasar, para que esté contigo en el pensamiento”. Pero, dado que no tienes el sentido de los negocios ni la estatura para anteponer tu punto de vista frente a toda la producción de un programa TV, respondes:

―Claro que no me importa, como quieras.

            Ves la cara de Magalie iluminarse.

―Muchas gracias, hija, nos salvas la vida. Ven conmigo.

            Sigues a Magalie. Pasáis por una zona desconocida por el común de los espectadores, un corredor muy largo con puertas cada pocos metros. A través de ellas, logras entrever los decorados del plató. Reconoces las paredes naranjas y la isla de cocina propia de En la cocina del chef (“Los secretos de jefe estrellado desvelados para ti en tu casa”). Las luces azules típicas de “parole, parole” (“Una última canción nunca mató a alguien”) y el brillo de la bola de espejos te deslumbra por un momento, y recuperas la vista ante matraces de Erlenmeyer y tubos de La ciencia es mágica (“Los secretos desvelados para pequeños y Granes”). Una mezcla de sensaciones se apodera de tu cuerpo, y no sabes bien si el terremoto de tu barriga va a empezar otra vez o si solo estás contenta  de vivir este viaje en las entrañas del mundo televisivo.

            “¿Qué coño estoy haciendo aquí?”, piensas porque estás nerviosa . Te acuerdas del reto tonto que hiciste con tu hermano menor cuando decidisteis comprar ropa en línea. “El que reciba primero su paquete puede mandar al otro cualquier cosa”. Resultó que tu repartidor se puso enfermo y tu pedido llegó dos semanas después del de Antoine. Resultó también que, una mañana, recibiste una llamada de un número desconocido diciéndote que un familiar tuyo contactó el centro de candidaturas de ¿Quién quiere ser millonario? para inscribirte a la emisión, y que has sido preseleccionada. Por una cuestión de honor o de resiliencia, pasaste con éxito la verdadera selección y la semana siguiente recibiste un correo con todas las instrucciones para el día de la grabación.

            Llegáis a los bastidores del plató. Has olvidado poner tu teléfono en tu maleta llena de ropa, para poder cambiarte si te haces la campeona de la emisión. Miras por última vez la carita de Fifú, tu fiel golden retriever, en el fondo de pantalla antes de dar tu precioso a Magalie. Lo mete en su bolsillo y os acercáis a los otros dos candidatos de la emisión, Sandrine, una señora de la misma calaña que Michel y Hugo, no tan joven como tú, pero no tan viejo como Sandrine. Formáis un semicírculo alrededor de Magalie que os explica la entrada en el plató.

―Es muy sencillo ―empieza a decir tu guía audiovisual―: cuando la voz en off dice vuestro nombre, tenéis que correr hacia la primera mitad del corredor. Paraos unos segundos en este lugar y posad en la posición que queráis. Después, corred hasta el atril donde figura vuestro nombre y esperad a que el presentador empiece a presentaros. El orden es alfabético. Alice, tú pasas primero, luego Hugo y luego Sandrine.

―¿Y cuándo llegará el campeón al plató? ―preguntas, preocupada por los cuatro atriles cuando solo sois tres. Oyes a Sandrine soltar una risa discreta.

―Pues, el campeón ya estará en el plató, porque su pregunta se transmite antes de que los demás lleguen ―responde Hugo, mirando a Magalie en busca de una seña de aprobación.

―Sí, eso es. ―Magalie se pone de nuevo su auricular, atenta a las instrucciones de la sala de producción―. Ya, ¿listos?

            Menea la cabeza como señal de aprobación. Echas un vistazo al plató para memorizar las etapas de tu entrada próxima. Constatas con terror los dos obstáculos que se presentan en tu camino. Los regalos puestos por todos lados de la escena obligarán a los regidores a invadir el corredor principal. “¡Maldita sea la época navideña!”, piensas muy fuerte. Tendrás que evitar las porterías de fútbol por la derecha y la pierna del gran oso de peluche dos metros más lejos. No quieres tropezarte como la última vez que estuviste bajo las luces de proyectores, cuando te torciste el tobillo en tu solo de baile contemporáneo. “Ja, ja, ¿habéis visto mi caída? Claro que formaba parte de los pasos, ¿qué creéis? ¿Cómo? ¿Mi tobillo ha doblado su tamaño? No, es una licencia artística”.

            Falta poco antes de la grabación. Tu corazón late cada vez más fuerte y te parece que tu estómago está haciendo origami con tus entrañas. Intentas centrarte en las tres anécdotas que dijiste a Magalie esta mañana. Sabes que una de ellas va a ser utilizada en el momento de tu presentación. Le hablaste de tu peculiar colección de botellas de cervezas, champanes y bebidas gaseosas. Te acordaste del orgullo con que declaraste que tenías más de quinientas, pero ahora te parece que solo los psicópatas o la gente anormal tienen este tipo de fijación. La segunda anécdota trataba del momento en el que viste un cocodrilo en libertad, fuera de su parque, en el zoológico de la ciudad vecina. Aunque tenías cinco años en ese entonces, recordabas los gritos de los demás y el pánico de los responsables de los réptiles de la reserva. No sabes que le pasó después a la pobre bestia y, por eso, este recuerdo insólito no tiene un final muy bien anclado, y esto no te gustó. Estás a punto de repasar la tercera anécdota cuando Magalie te llama para que retrocedas al inicio del plató.

―Chicos, a partir de ahora, silencio. Empezamos a rodar dentro de treinta segundos. Y no olvidéis, bajo el foco, es sonrisa total, estamos aquí para divertirnos, es un juego, el programa se pasa a mediodía, es la pausa para todo el mundo, así que no hay de que estresarse, ¿de acuerdo?

            Magalie no espera de verdad una respuesta, os da la vuelta y corre hacia el camerino del presentador. Ves salir de una sala especial al Gran Georges, uno de los presentadores más populares del mundo televisivo francés, reconocido por sus extravagantes accesorios. Hoy, se ha puesto una corbata roja con pequeños acebos impresos encima de su camisa blanca. Parece mucho más bajo en la realidad que en la televisión. Desde tu rincón oscuro, notas que su cara inexpresiva se transforma en un rostro iluminado en una fracción de segundo. Oyes lo pesado del silencio. “Tres, dos, uno. ¡Acción!”. El show empieza.

―¡Buenos días a todos y todas! Bienvenidos al programa que te hace ricacho con cultura, ¿Quién quiere ser millonario? ―Te extraña su manera de enfatizar las vocales finales de cada última palabra, pero lo que te extraña más es el hombre frente al público que, como un maestro de orquesta, hace que el público se levante con un movimiento de brazo, que aplauda al dar solo una palmada, y provoca una oleada de risas con una sonrisa―. Acojan como se debe al campeón Eric, que cumple sus trescientos treinta y tres victorias hoy, ¡con un bote que se eleva a más de cincuenta millones de eurooooos!

La ovación del público revuelve tu estómago una vez más. Puedes ver en la pequeña pantalla puesta detrás de la escena a Eric, una figura ya conocida por su asombroso nivel, bajar una escalera para acercarse a su atril de maestro. Ya habías visto en tu televisión su cabello grisáceo y sus comisuras de introvertido, típico de alguien que sabe mucho más de lo que habla. Se desprende un aura de intimidación intelectual mientras lo escaneas. Conversa con Georges de las fiestas navideñas que llegan muy rápidamente. Aunque estamos al doce de noviembre, sabes que tu turno en la televisión tendrá lugar el miércoles catorce de diciembre. Estás medio perdida en tus pensamientos, intentando no mearte ni desmayarte cuando oyes la pregunta de la primera ronda de Eric. “¿Cuál es el nombre del cuadro más famoso de Edvard Munch?”. Quieres gritar de alegría. Si todas las preguntas de hoy son tan sencillas como esta, no vas a tener ningún problema para ganar. Claro que el maestro respondió correctamente. Magalie te ha puesto frente al corredor del plató, lista para tu entrada triunfal. Respiras y te dices que, en el punto donde estás, no hay lugar para huir.

 

Escuchas tu nombre resonar por todas partes de la sala. ¡Corre, corre! Pasas de la sombra de los bastidores a las luces deslumbrantes del show. Tu cabello se mueve al paso de tus zancadas. Muestras la mejor sonrisa del mundo. Saltas como un cabritillo encima de los obstáculos y te paras en medio camino para hacer la pose más chula que sabes hacer: formas una “L” horizontal con tu pulgar y tu índice derecho que colocas en tu barbilla, cierras el ojo izquierdo y te muerdes el labio inferior. ¡Eh! ¿Estamos en una publicidad de pasta de dientes o en una emisión de cultura general? Sabes que tu entrada es un éxito. Te diriges hacia el atril que exhibe las letras de tu nombre y saludas a Georges.

―Alice, Alice en el país de las maravillas, ¡bienvenida! Vives en Auvergne, ¿verdad?

―Exacto ―respondes con una gran sonrisa―. En plena naturaleza.

―Qué región maravillosa. Mi esposa y yo fuimos por allí el verano pasado, y me encantaron los paisajes. Tienes mucha suerte vivir en ese rincón del paraíso. He leído que alguna vez activaste la alarma de incendio de tu universidad, ¿qué ha pasado? ¿Estar lejos de tu remanso de paz conduce a la piromanía?

            Ah, sí.  Esta era la tercera anécdota. También le habías confesado a Magalie el episodio de la universidad donde se activó la alarma de incendio porque tu recipiente se derritió en el microondas. Varias respuestas se amontonan en tu mente.

―¡Fue un accidente! ―dices con una carcajada, que parece amplificarse con las risas del público― Había un falso contacto en el aparato y se puso a echar humo, aunque no había ninguna llama, solo el humazo accionó la alarma. Así que no se asusten, nadie murió en este episodio.

―¡Quién lo diría! ―Georges a la corbata navideña mira la cámara del centro del plató― Calentar comida en microondas es una cosa peligrosa, no lo intenten en casa. ―Marca una pausa para dejar a los espectadores reír aún más fuerte―. Alice, Alice, tengo una pregunta para ti.

            Llega el momento de responder a la primera pregunta. Tu ritmo arterial se acelera. La primera ronda del juego es sencilla: tienes que responder a preguntas que tienen dos opciones, una conocida y otra desconocida. No tienes derecho al error. Una mala respuesta y serás eliminada. Concéntrate.

―¿Cuántas válvulas tiene el corazón humano? ―Hace otra pausa, levanta la cabeza de su tableta, y te mira a los ojos― ¿Tiene cuatro? ¿o la otra respuesta?

            Los latidos cada vez más fuertes resuenan hasta tus tímpanos, como si quisieran soplarte la respuesta. Intentas acordarte de tu clase de biología del instituto, de tu profesora enana con quien has tenido que disecar un corazón de oveja, y del sadismo de tu compañera Lola, que le gustaban particularmente las clases de práctica. “Mira, Alice, qué gracioso, cuando empujas aquí, hay un movimiento en el ventrículo opuesto”. ¿Tenía cuatro válvulas? ¿Funciona igual que un corazón humano? No lo sabes. Ahora te arrepientes de haber dejado las ciencias para dedicarte a la literatura y a las lenguas desde los dieciséis años. A la buena de Dios, respondes con soltura:

―Tiene cuatro válvulas, Georges. ―Lo miras fijamente esperando a un milagro. 

― ¿Estás segura? ―te mira con la misma intensidad, como si quisiera que cambiaras de opinión.

―Sí, estoy segura. ―No lo estás en absoluto.

―¡Y es la respuesta correcta! ―El jingle de la victoria se mezcla con la ronda de aplausos de los espectadores. Sonríes y soplas para quitar toda la presión acumulada―. Y ahora tenemos el placer de acoger a Hugo, el treintanario soltero que no solo quiere ganar la emisión, sino también el corazón de una hermosa señorita.

            Al introducir a Hugo en el plató, las luces giran del azul al rojo y una música con violines empieza, como si la carrera del hombre se transformara en la llegada de un príncipe en su cabello blanco. A Hugo le toca una pregunta sobre el deporte. Con el mismo tono serio que ha tenido contigo, Georges le pregunta:

―¿Cuántos anillos hay en la bandera olímpica? ¿Tres? ¿O la otra respuesta?

―Diría la otra respuesta. Si no me equivoco, hay cinco anillos. En la orden, son azul, negro, rojo, amarillo y verde.

            En este instante experimentas varias sensaciones. Primero, estás en choque de la simplicidad de pregunta que ha tenido Hugo comparándola a tus válvulas. Segundo, no te gusta la petulancia excesiva de tu oponente. Que alguien traiga una pizarra en el plató para que nuestro treintanario dibuje cinco círculos de color distinto, por favor.

―¡Es una correcta respuesta! ―se exclama Georges, seguido con la ovación de los espectadores y la música del triunfo.

            Llega el turno de Sandrine, una madre corsa de tres lindos niños. En lugar de hablar de una anécdota, Georges dice que tiene una sorpresa para ella. Da una vuelta hacia la pantalla central que muestra el logo de la emisión y aparecen tres pequeños chicos en un vídeo:  “¡Ánimo, mamá! ¡Te queremos mucho!”. Al oír las voces de sus hijos, la cara de Sandrine empieza a descomponerse. Dice con emoción que los echa mucho de menos. Te enteraste en los bastidores de que llegó a París hace dos días porque no había tantos vuelos entre su pueblo de Córcega y la capital. Después del momento de emoción, Sandrine tiene que responder a una pregunta de literatura. Estás decepcionada porque sabes que este tema ya no te puede tocar.

―¿Cómo se llamaba el caballo de don Quijote? ¿Rocinante? ¿O la otra respuesta?

Te quedas patidifusa. Aunque estamos en París, el nombre del corcel del Quijote es famosísimo. O, a lo mejor, habrían puesto otro nombre que se asemeje a Rocinante, o quizás, una pequeña trampa, poner “Dulcinea” en su lugar, que exista un poco más de dificultad al interrogar los otros. No puede ser tan fácil, ¿o sí? Obvio que respondió Rocinante, y obvio que era la respuesta correcta.

Dado que todo el mundo ha respondido bien, le toca de nuevo al campeón. Esta vez, tiene que responder a un tema actual: “¿Quién actuó en el Superbowl de 2023? ¿Shakira? ¿O la otra respuesta?”. Quieres morir. Las preguntas de los demás son súper sencillas y aún más cuando se trata de Eric. Resulta que, por casualidad, esta información la tenía el campeón en su gran base de datos. 

Te toca a ti de nuevo. Te preparas, pero sabes que, si tus preguntas resultan ser como las otras, no habrá problema para pasar a la segunda etapa.

―Alice, ¿en qué fecha Al Capone organizó la matanza de Chicago en 1929? ¿El catorce de febrero? ¿O la otra respuesta?

            Tu sangre está hirviendo. No tienes idea. Además, te parece demasiado raro el juego de idas y vueltas entre la respuesta conocida y la respuesta desconocida. No crees en la probabilidad de que te toque otra vez la respuesta conocida después de la desconocida. Y, después de todo, si ocurrió una matanza en el día internacional del amor, deberías de estar al tanto. Así que respondes con elocuencia:

―La otra respuesta, Georges.

―¿Estás segura?

― Sí. ―Sí. Tienes un aire tan seguro como si fueras “el padrino” del juego.

            Georges hace una pausa. Te mira. Mira a los espectadores y se gira hacia la cámara del centro.

―Ay, ay, ay. No es correcto. ―En este instante, el maestro del público crea un lastimero “oh” de aflicción. Las luces se ponen en rojo y suena el jingle de algo que se rompe en el suelo―. ¡El catorce de febrero ocurrió la matanza de Chicago! Por la mañana encontraron los cuerpos de siete miembros de una banda rival de Al Capone.

            Te sientes disgustada, traicionada, resentida. ¿Es cierto? ¿Y no tenemos más explicaciones? Con gusto amargo piensas que te dormirás menos tonta esta noche. Pero no, mierda, has perdido la primera. ¿Dónde está tu honor? Es un fiasco total. Siempre has tenido un problema con el hecho de perder, pero aquí, en estas condiciones completamente injustas, es difícil aguantarlo y admitir tu derrota.

―Muchas gracias, Alice. Puedes regresar al país de las maravillas. Pero, antes que nada, ¡mira lo que te ofrecemos por tu participación!

            Un hombre calvo se acerca de ti con una cesta de mimbre llena de comida navideña. Olvidas un rato tu decepción intersideral porque te acuerdas de que siguen grabando tu cara. Tienes que actuar con alegría, como si el fracaso formara parte de tu rutina. Ves dentro dulces típicos de fiestas de fin de año, chocolate, turrón, bastones de caramelo. También hay embutidos y una lata de foie gras . Agradeces a toda la producción y enseñas el contenido de la cesta al operador de cámara que se acerca a ti lentamente. Te preguntas si camina de esta forma en su vida cotidiana y llegas a la conclusión de que no debe de ser muy cómodo.  

―¡Y no se acaba! ―prosigue el Gran Georges― Te ofrezco también la taza de ¿Quién quiere ser millonario? para beber chocolate caliente este invierno. Y, también, el juego de mesa de la emisión, ¡para disfrutar de noches culturales con tus amigos!

            Recibes una taza blanca y dorada con el título de la emisión en una ovación de los espectadores, cada vez más alegres y dinámicos. Estos regalos te ayudan a relativizar un poco, un poquito, tu eliminación injustificada. Resulta que te sientes culpable, tienes la sensación de haber fallado a tu entorno. ¿Para qué sirvió el apoyo de tu familia, de tus amigas? ¿Para qué has hecho cuatro horas de tren? ¿Para qué has tenido que dormir en un hostal? ¿Todo esto, para qué? Una terrina de foie gras y una caja de chocolate Jeff de Bruges.

            El resto de la emisión te parece súper largo. A pesar de ser eliminada, hace falta que te quedes hasta el final. No tienes ninguna idea del tiempo que llevas en el plató ni de la duración de la emisión. Tenías que dejar tu reloj con tu equipaje para evitar errores de continuidad. De todos modos, te habían avisado que el tiempo de grabación era más largo que el de difusión. Sabes que puedes ser grabada en cualquier momento. Por eso tienes una buena postura, pero tu mente está en otro lugar. Miras al equipo en la sombra, a los especialistas del sonido y de las luces. Hasta ahora nunca habías pensado en la vida de un microfonista encargado de la pértiga. ¿Quién piensa en el microfonista encargado de la pértiga?  Es un chico guapo. A lo mejor tiene un nivel de cultura general muy alto por grabar tantas emisiones cada día. Imaginas que hay peor. Te parece injusto de que existan tan pocos humanos bajo los focos de luces en comparación con los muchos que contribuyen a iluminarlos.

Das una vuelta y empiezas a escanear al público. Todos son viejitos.  Piensas que existen personas que, cada mañana, se despiertan, se visten, desayunan y dejan su casa para jugar a Simón dice con un animador, y reírse de sus bromas que, después de todo, no son divertidas. Crees que reciben dinero con eso o, por lo menos, esperas que tengan otro motivo para fingir ser feliz todos los días.

Hugo, el soltero nacional, ha sido eliminado por Sandrine. De hecho, la segunda ronda es más cruel que la primera. Si fallas una pregunta, tienes que elegir a un candidato que tiene que responder a otra pregunta. Si responde bien, la primera persona está eliminada, si responde mal, él mismo deja el partido. Te das cuenta de que ¿Quién quiere ser millonario? debería más bien nombrarse ¿Quién tiene más suerte para pretender ganar dinero?  Así, la final la juegan Sandrine, la mamá nostálgica, y Eric, el hombre-cultura-general. Miras a Hugo, que está avergonzado por haber olvidado el nombre de la capital de Honduras, y le echas una sonrisa compasiva, pero, en el fondo, piensas que el karma golpeó a su fortuna después de haber presumido toda su sabiduría sobre los anillos olímpicos. Te responde con la misma cara apenada. Lleva en su atril una pequeña lámpara que cambia de color y que se puede conectar con bluetooth para poner música. Es bastante sofisticado, pero prefieres tu canasta de comida.

Ha habido un cambio en el plató.  Los finalistas se ponen frente a frente. Disponen cada uno de sesenta segundos para responder correctamente a varias preguntas. Hasta que no encuentren la respuesta correcta, el tiempo del cronómetro seguirá corriendo. La tensión en el plató es tangible Se nota la concentración de Sandrine en su cara fruncida. Eric parece relajado, pero no eso desconcentrado. Crees que esta ronda se inscribió desde hace mucho tiempo en su rutina. Georges lanza el “top” y empieza a leer rápidamente las preguntas. La producción ha puesto en el fondo el sonido del segundero.

―¡Eric! ¿Cuál es el lugar más frío de la tierra?

―La Antártida.

―Bien. ¡Sandrine! ¿Quién escribió la Odisea?

―Homero.

―Correcto. ¡Eric! ¿Cómo se llama la capital de Mongolia?

―Ulán Bator.

―Muy bien. ¡Sandrine! ¿Cuál es el río más largo del mundo?

―El Nilo.

―¡No! El Amazonas. ¡Sandrine! ¿Qué cantidad de huesos tiene un adulto en su cuerpo?

―¿211?

―Falso, 206. ¡Sandrine! ¿Cuál es el tercer planeta en el sistema solar?

―Júpiter.

―¡Incorrecto! Es la Tierra. ¡Sandrine! ¿Con qué se fabricaba el pergamino?

―No lo sé.

―¡Con pieles de animales!

            La cara de Sandrine se descompone a medida que el tiempo pasa. Sus ojos maternos se convierten en los de una niña que busca ayuda por todos lados. La miras y comparas su estado de pánico frente a la tranquilidad de Eric. No todo el mundo puede ser el campeón de ¿Quién quiere ser millonario? Piensas que, si fueses ella, sentirías también esta mezcla de miedo y de presión que impiden el cerebro reflexionar bien. Mientras piensas en lo que hubieras podido hacer, Sandrine sigue sin responder correctamente a todas las preguntas, y se acaba el tiempo.

―Ay, lo siento, Sandrine. ¡El campeón sigue campeón!

            La cámara se acerca a la figura del hombre de gran sabiduría. El público nunca ha aplaudido tan fuerte, de tal manera que sospechas que han puesto una banda sonora de aplausos.

―¡Es la victoria número trescientos treinta y tres para Eric! ¡Cuatro mil euros añadidos al bote que se sube a más de cincuenta millones de euros!

Ves a Georges acercarse a Eric para abrazarlo. La sonrisa tímida del campeón deja aparecer algún diente. No sabes si actúa así por la costumbre de ganar o si existe de verdad gente tan tranquila. El Gran Georges da una vuelta hacia la cámara central y declara con soltura:

―Bueno, gente culta, nos vemos mañana para aprender nuevas cosas un poco más cada día. No olvides que tú ―levanta el dedo hacia el objetivo de la cámara― también puedes participar en la emisión e intentar ganar dinero gracias a tu conocimiento del mundo. Hasta mañana, ¡chao, chao!

            Te extraña cómo el presentador se queda inmóvil después de su discurso de despedida. En serio, se ha quedado diez segundos congelado. Después de alguna reflexión, llegas a la conclusión de que debe de haber hecho esto para que el editor de montaje tenga alguna imagen de él a la hora de crear la última versión de la emisión.

 

Has regresado a casa y la vida sigue como si tu participación en el juego televisivo solo hubiese sido un paréntesis en tu vida. Pero el paréntesis se abre de nuevo hoy, este catorce de diciembre, dado que ha llegado el momento de verte en televisión. La emisión empieza dentro de cinco minutos, al mediodía. Llevas desde la cocina una bandeja con tu comida, el famoso foie gras de la canasta con pan y algunos dulces de Navidad, seguida de cerca por Fifú, interesado por el olor delicioso de tu plato. Desafortunadamente, tu madre está en la oficina trabajando, así que solo Fifú y tú vais a observar tu “estrellato televisivo”.

            Enciendes la televisión y pones el segundo canal. Aparece el jingle del inicio de la emisión. Tu corazón late como cuando Georges te preguntó su número de válvulas. Aunque ha pasado un mes entre la grabación, te acuerdas de tu entrada triunfal, de la anécdota del microondas, de los aplausos del público, del microfonista encargado del micrófono, de todo. Examinas con más detalle la llegada del Gran Georges al plató, y confirmas que el efecto de cámaras lo hace parecer más alto de lo normal. 

            Eric acaba de responder correctamente al grito de Munch y ya sabes que ahora sigue tu aparición. Das golpecitos rápidos con la pierna izquierda mientras que Fifú babea en tu rodilla derecha, con los ojos puestos en las bolitas de carne.

―¡Mira, Fifú! ¡Soy yo! ―Giras la cabeza de tu compañero hacia la televisión, pero él no parece entender lo que pasa, solo está emocionado y contento porque estás emocionada y contenta― ¡Soy yo!

Entras en el plató. Toda Francia puede apreciar tus rizos morenos, tu maquillaje morado, tu tez impecable. Apareces en la pantalla corriendo con ligereza, saltando junto a la pata del enorme oso de peluche. Tu súper posado está sublimado por algunos efectos de estrellas añadidos en el momento del montaje. Agradeces mucho al editor y piensas que su trabajo en esta emisión no está mal. Te gusta la manera en que vuelve épica la situación con unos pocos detalles. Oyes la voz de Georges, y haces un silencio total:

―Alice, Alice en el país de las maravillas, ¡bienvenida! Vives en Auvergne, ¿verdad?

―Exacto.

            A la hora de mirarte, no puedes borrar la sonrisa que tienes de verte del otro lado de la pantalla.  

―Qué región maravillosa. He leído que alguna vez activaste la alarma de incendio de tu universidad, ¿qué ha pasado? ¿Estar lejos de tu remanso de paz conduce a la piromanía?

―Exacto.

            ¿Peeeerdón? Te ahogas con una tostada de pato. Te retractas de lo que dijiste sobre el editor. ¿Han duplicado tu réplica? ¿Cortaron tu anécdota del microondas? ¿De verdad? ¡Traición!

―Alice, Alice, tengo una pregunta para ti. ¿En qué fecha Al Capone organizó la matanza de Chicago en 1929? ¿El catorce de febrero? ¿O la otra respuesta?

 ―¿Cómo? ―exclamas en tu salón. Te levantas del puf de repente― ¡Cómo! ¿Y mis válvulas?

            ¿Y tus válvulas? Te enderezas en el puf. Es decir, ¿la producción decidió presentarte y mostrar tu fracaso antes de dar a conocer a los otros adversarios?

―La otra respuesta, Georges.

―¿Estás segura?

―Sí.

―Ay, ay, ay. No es correcto. ¡El catorce de febrero ocurrió la matanza de Chicago! Por la mañana encontraron a los cuerpos de siete miembros de una banda rival de Al Capone. ―Hacen un primer plano de tu cara, con focos rojos a medida que el presentador da algunas informaciones.

            No te lo puedes creer. La luz roja se refleja en el color navideño de tu jersey. Tu momento en la emisión solo se reduce a cuatro frases, que, aún peor, no son frases sino conjuntos de palabras y una repetición maquinada de dos “exacto” fuera de lugar. La traición te parece aún más viciosa cuando te das cuenta de que la pantalla no muestran a los demás que figuraban a tus lados en la segunda ronda.

―¡Qué aspecto tengo! ―Te dejas caer sobre tu perro y lo abrazas muy fuerte― Fifú, es un desastre.

            Sin embargo, la pantalla enseña la avalancha de regalos que has tenido. Aun así, apareces como la chica del pueblo más tonta de Francia y de Navarra. Te mueres de asombro en el sofá, detrás del puf, y envías un mensaje a tu madre para insultar con palabras muy bonitas ¿Quién quiere ser millonario? Sigues escuchando la emisión, pero ya no tiene importancia. Escribes a tu mamá que la emisión debería llamarse ¿Quién quiere desilusionarse? y pones un cojín sobre tu cabeza.

            Te levantas de repente cuando te das cuenta de que Sandrine habla muchísimo sobre su vida en Córcega. Escuchas la canción Stay de Rihanna cuando aparecen los tres niños y la madre llorando . Tu ego se atropella al desempeñar el tópico de la joven bonita y tonta, pero te conformas con la idea de que una madre que llora porque extraña a sus tres niños merece más foco de luz que tu microondas ahumado.

            Nunca vas a pensar en el San Valentín de la misma manera. Te levantas, miras hacia una cámara imaginaria, y declaras con la misma soltura que el Gran Georges: 

―Ahora lo sabéis, queridos lectores. Es mejor que obsequiéis el Padrino a vuestra otra mitad en lugar de una rosa el catorce de febrero. Sabríais un poco más del tema. Tomad eso como un consejo de amiga.